El hombre de mi vida
– No puedo tomar mucho sol porque tengo la piel muy blanca.
Dijo mientras se untaba de un protector que le abrillantó la piel y especialmente aquellas tetas para las que la muchacha no tenía manos suficientes. Bien protegida se tumbó satisfecha y compuso una sonrisa con los ojos cerrados, como si estuviera contándose algo que le complacía. Carvalho se había echado a su lado, apoyado sobre un codo, y trataba de mirar en otra dirección hasta que la voz de ella le forzó a volverse. Ahora tenía los ojos miopes abiertos.
– ¿Qué querías que te dijera?
Le estaba tuteando.
– ¿A qué te refieres?
– No había otro motivo para invitarme a venir a la playa contigo. Querer saber algo. Mira, tío, si quieres que yo sea legal contigo, tú has de ser legal conmigo. Yo no voy de tonta por la vida.
– ¿Todo el mundo que pasa por tu santuario te invita a ir a la playa para sacarte algo?
– Poca gente entra en aquel santuario. Si a ti te han dejado entrar es por algo.
– ¿Tú que haces allí? ¿Patria?
– Me gano la vida.
– No eres una patriota.
– Soy una empleada contratada por tres meses. Silo hago bien, me renuevan. Si no me porto bien, a la calle.
No es manera de tratar a un miembro del servicio de información, pensó Carvalho, luego pasa lo que pasa, agentes dobles y triples, despechados que se venden los papeles al espionaje napolitano o andaluz o gallego o serbio o etíope. Demasiada caricatura. Era imposible que se correspondiera con lo real.
– Tienes una intuición yo diría que femenina. Estoy muy interesado por Manelic. ¿Quién es Manelic?
– Yo no puedo decírtelo, porque sólo tengo una sospecha. Allí nadie se llama como dice llamarse, ni es lo que dice ser. Teóricamente somos un servicio de información sobre sectas en relación no explícita con la policía autonómica, pero tampoco estoy segura de que seamos sólo eso.
¿Por qué le había resultado tan fácil todo? ¿Sólo se explicaba por el nexo Charo-Quimet? ¿Porque somos un país de seis millones de personas en el que todos nos conocemos y es imposible esconder nada, ni siquiera a los espías? La muchacha no tenía un criterio formado sobre la razón y escuchó a Carvalho desde la más absoluta neutralidad. Margalida estuvo más rato en el agua que tomando el sol y Carvalho la siguió cuando se fue a la ducha pública y luego aceptó tomarse un arroz con bogavante en la Barceloneta, en Can Solé, un restaurante que había respetado la estética de un barrio pescador y los precios del poder adquisitivo de diez años atrás. A veces el dueño le telefoneaba cuando tenía espardenyes porque propiciaban el aroma final de un arroz sólido en el sofrito con sepia y cebolla tostada. Margalida tenía buen diente y buen beber. Contemplaba divertida los esfuerzos de Carvalho por beber poco y en cambio llenar la copa de ella en cuanto mediaba.
– Tienes un no sé qué de ligón antiguo.
– ¿En qué lo notas?
– En que quieres emborracharme. Para que hable. ¿Tal vez para que nos vayamos a la cama?
Demasiado resabida.
– Me parece que tú y yo no nos vamos a ir a la cama.
– ¿Por qué?
– Porque pareces una chica demasiado sana, de esas que antes de que te desabroches la bragueta ya te han puesto el condón. Yo exijo hacerlo sin condón.
Estaba desconcertada.
– ¿Tú lo haces sin condón? ¿Y el Sida?
– Si el amor es una ruleta rusa, ¿por qué no ha de serlo el sexo? Cuando me ponen un condón me distancian tanto que no se me levanta. Es como si le hubiesen puesto un estigma a mi picha. Comprendo que para los atletas sexuales de tu edad sea importante no pillar ninguna infección para poder seguir votando durante elecciones y elecciones y hacer patria y tener niños y agitar banderas hasta que la muerte nos separe. Pero ya no tengo patrias trascendentales, ni voto, ni me quedan banderas. Prefiero comer y follar peligrosamente. Cuando puedo.
Le parecía que era cariño lo que había asomado a los ojos de Margalida.
– No es que seas antiguo, es que eres un numulites.
Carvalho se encogió de hombros.
– Debes saber muchas cosas.
– Lo mío son los satánicos.
– Entonces, lo sabrás todo sobre el caso Pérez i Ruidoms o Mata i Delapeu.
– ¿Has oído hablar de Monte Peregrino?
– No.
– El hijo, aunque sea satánico, es un bendito. El padre es rancho aparte. Pérez i Ruidoms padre forma parte de un grupo que se llama Monte Peregrino. Son empresarios, profesores de univesidad, banqueros, políticos y se les supone conectados con una secta o algo parecido llamada Trilateral. Monte Peregrino aparentemente es un club privado selecto, no sólo de hombres de negocios, sino incluso familiar. Allí celebran hasta fiestas alto standing. De cincuenta mil pesetas por cabeza. Pronto celebrarán una de fin de verano. Es una tapadera. Como es una tapadera el Club Milton Friedman, compuesto por gentes equivalentes pero opuestos radicalmente a los Pérez Ruidoms, es decir, por Mata i Delapeu. Luchan por el poder allí donde se dé: en los partidos políticos, en las entidades bancarias y hasta en el Barcelona Fútbol Club. El asesino de Alexandre Mata i Delapeu está al caer, pero no será el asesino. ¿Has oído hablar de Dalmatius? No has oído hablar de nadie. ¿De dónde sales tú?
– De la Transición.
– Del Diluvio, vamos. Dalmatius es el gran tratante de violencia a sueldo. No es una sola persona. Es otra organización que controla sicarios reclutados generalmente en el este de Europa. Los hace venir. Pegan una paliza. Matan. Violan. Incendian un negocio y se van. Pero si la policía necesita detener a alguien para cubrir el expediente, Dalmatius tiene un servicio de desgraciados dispuestos a comerse el marrón para que no los expulsen del país. Mientras los encausan, los juzgan, se quedan aquí aunque sea en la cárcel y van ganando tiempo. He hablado demasiado. ¿Me tomas por una agente doble?
La tomaba por una agente fácil. Demasiado fácil. La acompañó caminando hasta el parking de Torre Mapfre donde ella había dejado su moto y en la despedida Margalida le acercó la cara para besarle los labios y meterle la lengua, abundante, como las tetas, y a Carvalho no le gustaban demasiado las lenguas abundantes. Le habían parecido siempre lenguas blandas, comestibles, más propensas para un estofado caníbal, incluso para un carpaccio de lengua, que para el beso. Esperó a que ella se metiera dentro para correr hacia la rampa de salida. Con una mano convocaba a un taxi, pero con el cuerpo vuelto hacia el control del tiquet a la espera de que Margalida apareciera sobre su moto. No lo hizo. Entonces Carvalho despidió al malhumorado taxista tras pagarle la bajada de bandera, fue veloz hacia la escalera mecánica que ascendía hasta el nivel donde estaba el restaurante Talaia y llegó a tiempo de ver cómo Margalida salía del ascensor y se encaminaba a pie primero hacia la playa y luego en busca de la Vila Olímpica. La siguió Carvalho hasta las taquillas de la red de cines Icaria y allí estaba el inevitable Anfrúns esperándola.
Hubiera jurado que Anfrúns le había visto y que le dedicaba una sonrisa aparentemente no transferida. Luego la pareja se metió en una de las cinco mil salas cinematográficas.
Trató de agarrarse al niño volador que avanzaba por el espacio hacia los cohetes, en una mano llevaba «mistus Garibaldis» y en la otra una piedra forrada de pólvora. Era él mismo medio siglo antes. Noche de San Juan. Olor a pólvora barata de posguerra. Cohetes lejanos y cerca los correcames perseguían las piernas delgadas de las chicas, los mistus Garibaldis se limitaban a arrancar chispas de las paredes, algún volcán de madera o cartón en los balcones y en la encrucijada de calles sin tráfico, las hogueras. La música de la radio.