El hombre de mi vida
– Señoras y señores, atiendan lo que voy a decirles porque he aquí una clave de la cuestión. No hay espionaje sin contraespionaje. No hay sofisticadas técnicas deinterceptar teléfonos sin no menores sofisticadas técnicas para contrarrestar esa intercepción. También en el espionaje se produce el principio fundamental de la competencia y de que todo genera su contrario. Piensen que yo les he hablado de un mundo que mueve la riqueza o la pobreza de los individuos o de las naciones, pero han de estar preparados para intervenir en decisiones políticas que afectan a la vida de los individuos y los pueblos…
Carvalho no se apuntó a clases prácticas porque recordaba vagamente lo que había aprendido más de treinta años atrás y esperaba llegar a las clases decisivas sobre el espionaje político y el cuerpo a cuerpo. Con todo salió de aquella clase más preocupado de lo que había entrado, como si hubiera descubierto que la vida y la historia iban en serio incluso en Barcelona, capital absoluta de un imaginario llamado Cataluña y capital relativa de una comunidad relativamente autónoma. Llegó al despacho a tiempo de recoger antes que Biscuter la hoja que estaba emitiendo el fax:
¿Qué tal sus vacaciones?, las mías las he pasado a trompicones conmigo misma, es decir, tropezando conmigo misma. Una torpeza que sólo puedo atribuir a la impaciencia por el encuentro que nos espera. Reencuentro realmente. Estaba muy nerviosa y concebí la idea de que si volvía conseguiría verle antes. Intenté comunicar con usted. En un principio me sorprendió que su teléfono/contestador/fax no gozase de tan amplias virtudes, ya que nada, ni nadie, respondía (incluso temí ser la causa de tanto silencio), al poco insistí, entonces un caballero, Biscuter supongo, me informó de que hacía dos días que no le veía. Hace unos minutos he comprobado que se ha vuelto a habilitar su teléfono como fax, le envío esta nota y espero que mañana comunique conmigo sea por fax o por teléfono, hágalo por el medio que guste, pero dígame cuándo y dónde puedo verle.
Era como el anuncio del final del verano, como si le recordaran un aplazamiento ya demasiado demorado y, entre la curiosidad y la exasperación, Carvalho telefoneó a SP Asociados. ¿Por quién preguntaba? ¿Escarlata? ¿Fata Morgana? ¿Escarlata O'Hara quizá?
– Escarlata O'Hara por favor.
– Se equivoca.
– Escarlata O'Hara me envía fax desde este teléfono. Fíjese bien. Igual le ha pasado desapercibida. Diga usted en voz alta: ¡Pepe Carvalho pregunta por Escarlata O'Hara!
– No estoy para bromas.
– Hace algún tiempo llamé, di referencias parecidas y alguien se puso.
– Un momento.
Reapareció la voz de la vaca del fax pero ahora a través del sonido, Carvalho la supuso asténica y pulcra, con un tonillo de burócrata importante de algún ministerio y no podía ser así, al contrario, él deseaba que fuera gorda, chaparra, obsesa y pedante. La voz le decía:
– Por fin. Los sueños a veces se realizan.
– ¿Escarlata O'Hara?
– ¿Rhett Butler?
– ¿Por qué no Ashley?
– Veo que ha visto usted la película o ha leído la novela.
– Las dos cosas, pero sólo pude quemar la novela.
– Sospecho que usted me llama para que nos veamos.
– ¿Qué le parece Can Boadas o el Ideal Club? Son escenarios idóneos para dejar de desconocernos. O quizá el Café de la Ópera si hay que tener una conversación.
– Yo a usted le conozco perfectamente y usted a mí imperfectamente.
– Veremos. ¿Mañana?
– ¿A las siete?
– ¿De la mañana?
– A esa hora me odio a mí misma. Ni siquiera tengo la cara puesta. Prefiero que sea a las siete de la tarde y en el Café de la Ópera. Hemos de tener una conversación.
La mujer sentada tras un velador del Café de la Ópera le hacía un gesto con la mano y era una mujer obligatoria, cien veces habría entrado Carvalho en cualquier lugar donde ella hubiera estado y cien veces la habría descubierto y contemplado. Era una bella mujer, demasiado bella para poder creer que fuera la vaca del fax, pero se fue acercando y se estrecharon las manos estudiándose. Cuando Carvalho se sentó y la tuvo frente a frente como un busto silencioso, desde la memoria le vino la silueta de otra mujer que trataba de inscribirse en la de la que tenía delante. Parpadeó varias veces por si el silencio de la mirada le ayudaba a perpetrar el recuerdo, desde la memoria a la realidad.
– ¿Todavía no recuerdas quién soy?
– Te recuerdo pero no sé de dónde.
– Me llamo Jessica Stuart-Pedrell.
Ahora la silueta del pasado coincidía totalmente con la del presente. Yes. Era Yes. La hija del empresario que nunca consiguió llegar a los mares del Sur, la vio de pronto, muchacha fugaz acariciando a un cachorrillo de perro, Bleda, Bleda la perrita, una herida en el corazón de Carvalho. Pero esa estampa fugaz era sustituida por otra más construida, la misma muchacha de espaldas, antes de volver el rostro, en la casa de los Stuart-Pedrell. Recordaba cómo la había visto la primera vez, una cintura, una cintura estrecha subrayada por un cinturón rojo que dividía su dorso de mujer joven. Las nalgas forradas de tejano reposaban su juventud redonda y tensa sobre el taburete. La espalda crecía desde el vértice de la cintura con una delicadeza construida hasta llegar a la melena rubia con mechas que caía desde la cúspide de una cabeza echada hacia atrás. Cuando se volvió, Carvalho percibió en una fracción de segundo que tenía los ojos grises, tez de esquiadora, boca grande y tierna, pómulos de muchacha diseñada, unos brazos de mujer hecha sin prisas y sin pausas, quizá exageradas las cejas, demasiado pobladas, pero acentuaban su carácter fundamental de chica para anuncio americano de la década de los setenta, de la chispa de la vida, Coca-Cola naturalmente, o de leche: everybody needs milk.
De pronto se dio cuenta de que era la misma muchacha con veinte años más y cada una de sus señales, dentro de un sistema de señales de mujer hermosamente acuarentada, seguía siendo la de entonces, especialmente los ojos grises y claros, la boca grande ya no tan tierna y enmarcada por arrugas que la entre comillaban, los cabellos rubios, ahora cobrizos y cortos destacaban aún más los pómulos que la ayudarían a envejecer en estado de belleza. Era como si esta mujer encajara en aquella muchacha y no al revés.
– ¿Se acabó el enigma?
– Este enigma. Quedan otros.
– ¿Por ejemplo?
– ¿Por qué ahora?
– He tardado en darme cuenta de que necesitaba reencontrarte. Era un problema de crecimiento. De madurez tal vez. Has sido una larga ausencia, ausente pero presente, como si estuvieras allí donde yo estaba, en cualquier rincón de mi vida cotidiana. ¿Recuerdas esta nota?
Allí estaba la nota, su letra:
Tal vez te convenga hacer ese viaje pero sola o mejor acompañada. Búscate un muchacho amable, al que le hagas un favor con ese viaje. Te recomiendo un muchacho sensible, con cierta cultura y no mucho dinero. Los encontrarás a montones en la Facultad de Filosofía y Letras. Te adjunto las señas de un profesor amigo mío que te ayudará a buscarlo. No le abandones hasta que lleguéis, al menos a Katmandú, y déjale el suficiente dinero para que pueda volver. Tú sigue tu viaje y no vuelvas hasta que te caigas de cansancio o vejez. Aún volverás a tiempo de comprobar que aquí todo el mundo se ha vuelto o mezquino o loco o viejo. Son las tres únicas posibilidades de sobrevivir en un país que no hizo a tiempo la revolución industrial.
Ella estudiaba con ansiedad cómo recuperaba Carvalho su propio texto y respetó el silencio con el que el hombre trataba de ganar tiempo y capacidad de sanción mientras le crecía un dolor sólido en el pecho, como si de pronto hubiera descubierto su culpabilidad en un desastre, incluso en un desastre propio.