El laberinto griego
No le había pasado desde hacía muchos años y se sentía más ridículo que culpable, acaso culpable del ejercicio de sinceridad de no llamar a Charo para no imponerle la hipocresía de una solicitud que no sentía. Tenía la solicitud monopolizada. Se sentía cruel, legítimamente cruel, como sólo puede sentirse un animal racional enamorado. Y a medida que le crecía el sentimiento era menos ridículo confesárselo y se encontraba diferente, más próximo a sí mismo, cuando los cristales de los escaparates le devolvían la imagen de un hombre que ya sería definitivamente demasiado viejo en el año dos mil, que jamás había sentido la menor curiosidad por doblar aquella esquina del tiempo. Cuando era adolescente y estaba lejos del objeto de su deseo, acostumbraba a descender las Ramblas en la creencia de que ella le esperaría en el puerto. Jamás se había verificado aquella presunción, pero Carvalho había sido fiel al impulso cada vez que posteriormente se había sumergido en la agridulce imbecilidad del amor.
Cuando se descubrió a sí mismo Ramblas abajo, siguiendo el rastro del adolescente que había sido, consiguió controlarse y desviar los pasos para meterse en Can Boadas, en busca de un primer martini de tiento, y si no le gustaba el primer martini, pediría el cocktail del día. Un martini es como una pieza de cerámica o como un guiso artesano, nunca sale a la perfección y siempre te deja con las ganas del martini ideal. El primero que le dieron estaba lo suficientemente bien como para tomar un segundo y así llegó al tercero.
Los martinis le alcoholizaban la psicología más que la sangre y hacían de él una persona casi simpática, lo suficiente como para entablar conversación con un tipo bajito que bebía una bebida larga con mucho hielo en el vaso y mucha melancolía en los ojos.
– ¿Alcohólico anónimo?
– No. Diputado en el Parlamento de Cataluña.
Le contestó el solitario bebedor.
– ¿Un trago largo entre dos sesiones?
– No. Me he perdido.
Un diputado, perdido en las Ramblas, melancólicamente meditabundo ante un trago largo sólo podía ser socialista.
¿Es usted socialista?
– ¿Se me nota?
– Tiene una melancolía moderada. Le invito a otro trago largo.
– Necesito coger fuerzas para volarlo todo. El capitalismo ha ganado, pero está podrido. Mañana tengo que defender un proyecto de ley en el que no creo.
– No se amargue la vida, amigo.
Defienda cualquier otro proyecto de ley.
– Los demás tampoco me gustan.
– Entonces lo tiene bastante difícil.
– Los comunistas son unos traidores. Ya no quieren hacer la revolución. Todos quieren ser socialistas y nosotros no tenemos más remedio que hacernos liberales. La historia nos absolverá. De vez en cuando olvido mi nombre y vago por la ciudad. Los psiquiatras dicen que padezco desdoblamiento de personalidad, pero no es verdad. Busco mi verdadera personalidad.
– Si la encuentro yo antes ya le diré que venga aquí, que usted está aquí esperándola.
– Sólo hasta las dos. A las dos cierran esto. Pagó sus consumiciones y la del socialista desorientado y siguió su destino, Ramblas abajo, como si llegando antes acercara la hora del encuentro con los franceses. Ya en Casa Leopoldo, Germán le dejó escoger una mesa desde la que dominara la entrada majestuosa de Claire en el restaurante y palió su sed con una botella de vino blanco, muy frío, muy frío, insistió Carvalho, porque tengo la cabeza muy caliente.
El restaurador estaba acostumbrado a sus excesos tan excepcionales como totales y le dejó beber vino blanco como quien bebe agua. Cuando los dos franceses atravesaron el dintel que abría el comedor interior, Carvalho navegaba en mares dorados del mejor vino de la casa y desde el puente de mando de su barco ebrio examinó los disfraces de sus invitados con plena satisfacción. Ella acudía vestida precisamente de pasajera francesa de un barco ebrio, con una chaqueta blanca larga y una blusa de seda verde pálido que le acariciaba el cuello mediante historiadores volantes que fingían ser espuma; y él vestía un traje color crema, con la camisa marrón, una corbata de marrón más oscuro y su sombrero casi plano, blanco, estudiadamente arrugado, en un total inacabado que sintonizaba con lo inacabado de sus facciones y sus gestos. El príncipe desganado dejó hacer, pasar la doble iniciativa gastronómica coordinada de Carvalho y el restaurador y sólo sus ojos tradujeron una cierta capacidad de sorpresa ante el despliegue pantagruélico de bandejas llenas de cigalas al ajo, sepias y pulpos microscópicos, angulas con jamón de pato y rodajas de kiwis, medias langostas y langostinos, un enorme rombo cocido a la plancha y al horno. Si su admiración era ocular, la de la mujer era verbal y cuando agotados todos los pescados del Mediterráneo consideró llegado el momento de un golpe de timón del paladar, sacó del bolso una botella de Vega Sicilia y la puso sobre la mesa.
– Es un pequeño homenaje a mi abuela.
– Dudo que el señor Carvalho admita un vino tinto después de tanto pescado y tanto vino blanco.
– El Vega Sicilia lo admito hasta con la sopa de pescado. No es un vino. Es una seña de identidad artificial, pero bien conseguida. En los tiempos de su abuela este vino no existía.
– Me sabe a Valladolid, a los campos de Castilla.
– Eso es otra cosa.
La había degustado tanto, sin verla, a lo largo del día que Carvalho trató de mirarla lo menos posible durante la cena, pero en toda comida llega la hora inevitable de la conversación y la mirada o de la pelea. Una comida jamás puede terminar en un silencio indiferente, a no ser que uno de los dos comensales está muerto. Hizo un resumen de sus pesquisas que el francés escuchó con su prevista desgana y ella con expresión más fascinada que anhelante. Tal vez le gustaba más buscar al griego que encontrarlo. Tal vez, avisó Carvalho, en el estudio de los Dotras sólo hagamos turismo, pero a todo turista le interesa traspasar los muros de la ciudad-hotel.
– No siempre.
Interrumpió Lebrun, repentinamente interesado.
– Nunca seleccionas ciudades, son las ciudades las que te seleccionan. Yo he dado la vuelta a los hoteles del mundo y pocas veces me he sentido convocado por la ciudad, hasta el punto de atravesar los muros de los hoteles. Quizá Barcelona valga la pena.
Les hizo meterse en las tripas del Barrio Chino, en sus rescoldos de prostitución barata marginada por los terrores del SIDA, otra vez las inevitables Ramblas y la desembocadura en el puerto, con la perspectiva primera y luego la toma de tierra del Moll de la Fusta. Edificios neoclásicos al servicio del poder militar, alguna pincelada neogótica, comercios marítimos, una plaza neorromántica, el escaparate de posmodernidades que configuraba la remodelación del paseo culminado por la gamba gigantesca del diseñador Mariscal. En el punto equidistante entre el pompier edificio de Correos y la estatua de Colón, Lebrun se quedó traspuesto y exclamó:
– "Que bel pasticcio!".
Respaldados por las naves, el mar estanque, los tinglados obsoletos a medio derribar, los nervios férricos de torreones de antigua eficacia atravesaron el paseo y la plaza de Medinaceli para buscar el callejón donde se ubicaba el estudio de los Dotras. Todas las puertas estaban abiertas y la luna llena estaba puesta sobre los miserables tejados. La mujer lo tocaba todo con la punta de sus ojos de piedra y con las yemas de sus dedos de seda, mientras mantenía una sonrisa ligera. Nada más penetrar en el estudio comprendieron que sin ellos el cuadro era incompleto. Iban vestidos todos de bohemios indígenas y agradecieron el contraste visual de aquellos turistas recién desembarcados de un paquebote sin duda con pocas horas de escala. Carvalho no contaba en sus apreciaciones. Lo aprehendieron como un guía de cualquier agencia "tour operator" y se dedicaron a desguazar a la dama de lujo y al caballero fugaz.
– Son dos mil pesetas por persona.
Advirtió la señora Dotras y a Carvalho le pareció que sus grandes y caídas tetas se había convertido en una bandeja petitoria de catedral en la misa de doce.
– ¿A cambio de qué?
– En ningún otro lugar de la ciudad verá lo que aquí verá.
Pagó el francés y Carvalho depositó su botella de Knockando en las manos del pintor vestido para la ocasión como un concertista indio de instrumentos musicales rigurosamente indios. Abundaba la gente joven repartida en grupos, montones, hablando en voz baja o ensimismados de cinco en cinco, la manera más dramática de ensimismarse.
– Aquí hemos conservado el ambiente de los últimos años sesenta y primeros años setenta. Cuando aún todo era posible.
Le informó Dotras con la voz por encima de un fondo musical en el que los Bee Gees, los Beatles, los Pink Floyd, Hair fueron sucediéndose durante el tiempo que compartieron rodeados por cuadros gigantescos de Dotras y carteles contestatarios con casi veinte años de antigüedad: mujeres orinando en mingitorios para hombres y órdenes de busca y captura de Richard Nixon. Hasta los más jóvenes parecían recién salidos de una noche de opaca juerga años setenta y Dotras les ratificó que de eso se trataba.
– Islas así ya no quedan en la ciudad. Cada generación tiene su derecho a la nostalgia y la nuestra… -Abarcó a Carvalho con el plural-:… es la última generación que conservará el culto a la nostalgia. La nostalgia hay que elegirla.