El laberinto griego
El hombre aplaudió con la punta de los dedos.
– Claire. Es la mejor versión de la historia que he escuchado.
– Sustituí mis amigos por sus amigos, mis recuerdos por sus recuerdos, mis gustos por sus gustos, hasta cambié mis comidas y durante años y años fui de restaurante griego en restaurante griego y en la cocina de mi casa no guisaba otra cosa que especialidades griegas. ¿Le gusta a usted la cocina griega?
– Es una cocina de verano.
Monsieur Lebrun volvió a aplaudir con la punta de los dedos, pero esta vez no intervino en la conversación.
– Adapté mi programa de vida al suyo. No sólo estaba fascinada sexualmente por él, sino que también me sentía culpable. Él nos hacía a todos los pueblos ricos responsables de la pobreza de los suyos. A ustedes los españoles les tenía aprecio porque decía que se parecían a los griegos: primero habían hecho la Historia y luego la habían sufrido. Pero los franceses, los alemanes, los ingleses, los norteamericanos y los japoneses eran los actuales malvados de la Historia y todos éramos responsables, todos debíamos pagar por ello. Cada vez que yo presentía que no me amaba, que de hecho me estaba poseyendo, me estaba colonizando, se lo decía, desesperada, histérica y él entonces se volvía tierno y celoso, muy celoso, era muy celoso, hasta le molestaba que me miraran los demás hombres y cada noche debía hacerle un informe de todo cuanto había hecho durante el día.
El hombre se había levantado y mientras Claire hablaba curioseaba por los cuatro puntos cardinales del despacho de Carvalho y al llegar a la cortina que lo separaba del pequeño mundo de Biscuter, donde estaba el lavabo, la cocinilla y el espacio apenas para la cama del hombrecillo, con un dedo movió la cortina y se encontró cara a cara con Biscuter orejeante de la conversación. Dejó escapar la cortina sin inmutarse y se volvió hacia Carvalho por si había seguido su búsqueda. La había seguido.
– No se preocupe, es mi ayudante y escuchar detrás de las cortinas es una de las obligaciones de su contrato. Pasa, Biscuter.
Entró el fetillo secándose las manos sudadas en las perneras del pantalón y llevándoselas después a la cabeza para contener la rebelión de los cuatro pelos que le quedaban. Cerró sus grandes ojos caídos en el momento en que tomó la punta de la mano de Claire para llevársela a los labios, al tiempo que musitaba:
– Mamuasele.
Luego dio media vuelta para quedar enfrentado al hombre y entonces se limitó a inclinar la cabeza, tal vez excesivamente, a la japonesa, para estrecharle a continuación la mano que el otro se vio obligado a tenderle sin excesivas ganas.
– Mesieur.
Biscuter exhibió el mejor francés que conservaba desde sus tiempos de ladrón de coches fin de semana en Andorra y los franceses se quedaron boquiabiertos ante aquella catarata de entonaciones al servicio de un vocabulario que sospechaban emparentado con el esperanto. Las entonaciones eran tan francesas que incluso podía decirse que eran excesivas y se convertían en una ópera de música concreta que maltrataba la amabilidad de los huéspedes. Por fin Carvalho intervino para poner fin a la tortura.
– Biscuter, nuestros clientes necesitarían algo que les devolviera a su patria aparte de tu excelente francés. Es una hora adecuada para un vino blanco fresco.
¿Qué vinos franceses blancos tenemos en frío?
– Pouilly Fumé mil novecientos ochenta y tres, Sancerre del ochenta y cuatro y un Chablis del ochenta y cinco.
Por primera vez, Carvalho notó desconcierto en los ojos de monsieur Lebrun que dirigía cuatro miradas fotografiadoras a cuanto le rodeaba y las fotografías no se correspondían con la conversación sobre vinos que estaba sosteniendo el detective con aquel subproducto humano. La primera instantánea captaba aquel arruinado despacho años cuarenta, diríase que rescatado de la liquidación de "atrezzo" a cargo de un productor de películas de Humphrey Bogart. La segunda retenía todas las escaseces que se adivinaban en el vestuario de Carvalho, que monsieur Lebrun supuso elaborado a partir de rebajas no excesivamente bien seleccionadas y en el caso de Biscuter parecía haberse vestido por última vez un día interminable de la década de los cincuenta y desde entonces no haberse quitado el vestuario ni para lavarlo. Por otra parte la pulcritud y el tamaño del extraño ayudante podían llevar a la creencia de que también a él lo metían en la lavadora con la ropa puesta. La tercera fotografía iba más allá de aquella cortinilla y lo que había entrevisto como un rincón donde coexistían el frigorífico, una ducha, la taza sanitaria, un catre y la pequeña cocina de bombona de gas butano. La cuarta fotografía les implicaba a todos.
¿Cómo era posible tomar una copa de Pouilly Fumé en aquel marco y servido por aquel esclavo de Fu Manchú?
– No recele, monsieur Lebrun.
Las apariencias engañan. Biscuter es un excelente somelier al que cada tres meses someto a la cata de vinos de una zona determinada de la tierra. Dentro de nuestras posibilidades, naturalmente. No llego a las grandes reservas, pero una vez cada semestre destapamos una gran botella. La última fue un Nuit de Saint Georges de mil novecientos sesenta y seis. Excelente. Si son amantes del vino blanco entre horas y presiento que sí, porque tanto usted como la señora son muy literarios, les aconsejo un Merseault, un Sancerre o un Pouilly. El Chablis requeriría la apoyatura del marisco o de cualquier tentempié de sabor excesivamente agresivo.
– El Pouilly, si puede ser.
– Puede ser.
– No entiendo cómo ustedes, los españoles, pueden beber otro vino que no sea el Vega Sicilia. Mi abuela era de Valladolid y desde la infancia conservo en el paladar el sabor del Vega Sicilia.
Con que una muchachita de Valladolid.
– Y el vino griego, ¿qué tal?
– Es lo que menos convence a Claire de su tragedia griega, especialmente el que lleva resina.
– Algunos vinos de Creta, quizá. Y el vino dulce de Paros, para los postres. Pero Alekos me obligaba a beber Doméstica, el vino más común en Grecia, porque decía que era el vino del pueblo y de los turistas tontos y que él, cuando volvía a Grecia, era una mezcla de hombre del pueblo y turista tonto.
– ¿Era comunista?
– Su padre había sido guerrillero comunista y luego estuvo en la cárcel algunos años. Alekos también militó en las juventudes del Partido, pero no le gustó la política cuando les legalizaron.
Se vino a Francia. Era más anarquista que comunista.
– Lo más inocente y lo más inútil.
– Tú no puedes entenderlo, Georges. Tú eres un vendedor. Un comerciante. Un traficante.
Biscuter llegó con las copas y la botella de vino, acompañado de unos canapés cubiertos de un engrudo rosáceo que hizo lanzar una exclamación de júbilo a la mujer.
– ¡Taramá! ¡Es una maravilla!
¿Cómo ha conseguido improvisar un taramá en tan poco rato?
– Son las pequeñas ventajas que aporta el que mi ayudante escuche tras las cortinas. Es un taramá poco ortodoxo, no está hecho con la "poudgarde" adecuada, pero Biscuter lo hace muy bien a base de huevas de bacalao.
– El taramá me devuelve a Grecia.
Y los ojos se le pusieron color de Egeo, mientras le subía y le bajaba la respiración bajo un jersey de lanilla alzado sobre dos pechos suficientes que Carvalho adivinaba bien llenos y con los pezones inacabados, como los pechos de las adolescentes.
– Taramá, Mousaka, Dalmades… Ahora sólo faltaría una pieza de Theodorakis, por ejemplo, o Perigal, con la letra de Seferis, que Alekos ponía una y otra vez en el tocadiscos hasta que le lloraban las orejas, como él decía.
– ¿Dónde perdió a un hombre tan fascinante?
– Ningún hombre puede aceptar que otro hombre es fascinante, a no ser que se trate de un homosexual.
Pero aunque lo haya dicho en broma, se lo juro, era fascinante.
No. No le he perdido. Se ha marchado.
– ¿Por qué?
– Yo tengo la culpa. Le acosé demasiado y tal vez le enfrenté a una realidad excesiva para él. Los primeros años fueron de una mutua posesión, incluso muy convencional, muy de pareja para toda la vida.
Hasta me llevó a Grecia para que conociera a sus padres y de aquella visita salí investida de la categoría de nuera. Mis suegros aún me escriben y mi suegra llora cada vez que recuerda que Alekos me ha abandonado. Más o menos hacía tres años que vivíamos juntos cuando yo empecé a notar que disminuía la calidad de nuestra relación. Él pasaba demasiado tiempo fuera de casa, aunque es cierto que se había hecho económicamente más independiente. Ganaba algún dinero posando como modelo. Ya le he dicho que tenía un cuerpo bellísimo. Luego noté que disminuían nuestras relaciones sexuales y que su capacidad de fantasía no era la misma.
Cumplía como si fuera un actor rutinario, como un actor que sabe muy bien su papel, pero que lo interpreta sin dar otra cosa que su presencia. De mi abuela vallisoletana he heredado el mal genio, supongo, y no soy una mujer prudente cuando me va en ello algo que me afecte realmente, que me importe.