El premio
Reprimió la tentación de quedarse con la botella cuando, detenido el coche, el chófer le abrió la portezuela instándole a salir a una zona de la Castellana que no tenía en la memoria, modificada manhatanianamente por un bosque de rascacielos acristalados que semejaban macroformaciones cristalográficas del Kripton de un superman manchego. No contó los bedeles, azafatas, mayordomos, secretarias que le fueron abriendo puertas en el interior de aquella amadrugada torre de Babel, hasta que se encontró en un despacho donde inmediatamente echó en falta el hoyo de golf, habida cuenta de que el joven que le esperaba más parecía vestido para juguetear en su despacho sobre la moqueta verde que para recibir detectives privados. Tal vez le han robado el hoyo, los palos, la pelota y quiere que se los encuentre. Era un joven alto, voluntariosamente deportivo, aunque algo en su esqueleto denunciaba que no había hecho demasiado deporte o tal vez esa lejanía la insinuaban sus facciones poéticas y un chaleco de cashmire casi ingrávido compensando el exceso del aire acondicionado con programa de junio, sobre unos pantalones tejanos cuidadosamente ensuciados. Sin duda escribía versos hasta entrada la noche y en invierno ayudaba a su padre a arruinar a la competencia. No cometió la banalidad de preguntarle: ¿Se preguntará usted para qué le he hecho venir?, sino que le mostró un sillón para que se sentara y él depositó su pequeño culo en el canto de la mesa de madera carísima. Carvalho ojeó los títulos de algunos libros encastados entre los lógicos diccionarios enciclopédicos de despacho: Butamalón de Eduardo Labarcz, Entre los vándalos de Buford, Del amor y otros demonios de Gabriel García Márquez, Cambio de Bandera de Félix de Azúa, una colección completa de Ajoblanco, otra de El Europeo, libros de autores más enigmáticos para Carvalho que todos los demás y sin duda alguna igualmente quemables: Mañas, Loriga, Gopegui. Belén Gopegui. He de quemar un libro de esta chica, pensó Carvalho, excitado pirómano ante la simple eufonía del nombre y el apellido. Parecían libros leídos, pero el mozo golfista y lector le estaba hablando.
– Necesito un detective privado mañana por la noche. Se falla el Premio Literario Venice-Fundación Lázaro Conesal, instituido por mi padre y hemos recibido amenazas anónimas. Sin duda no tienen importancia. Pero necesitamos a alguien que esté en el local, observe, prevenga, pero sin intervenir directamente porque ya disponemos de un servicio de seguridad para evitar que alguien se acerque a mi padre con malas intenciones. Mi padre es uno de los hombres más odiados de España. Doscientas cincuenta mil pesetas por haberse prestado a escuchar esta oferta y un millón de pesetas si la acepta.
Carvalho cruzó las piernas y miró significativamente una botella de cristal de roca despampanante sobre una bandeja de plata.
– Sírvase usted mismo.
Lo hizo. Generosamente. Tendió el vaso lleno en el aire como ofreciéndole a su anfitrión una invitación.
– Casi no bebo alcohol.
Volvió a sentarse Carvalho. Probó el whisky. No era el del avión, pero tampoco era whisky a granel.
– ¿Un JB doce años?
– Lo ignoro todo sobre el arte de beber y comer. José es el que llena todas las botellas de esta casa. Es el responsable de intendencias menores.
Lástima de joven. Tras paladear un sorbo largo, Carvalho estudió la distancia psicológica que se había establecido entre un bebedor y un no bebedor. El abstemio parecía tolerante. Le sonreía generosamente, como si le complaciera su disfrute. Era un buen muchacho.
– Supongo que su padre vive rodeado de guardaespaldas públicos y privados. ¿Qué pinto yo en todo esto? ¿No se fía de la policía?
– La policía tiene un chip que no me interesa en este caso.
– ¿Mi chip le interesa?
– Usted quema libros y se dice que es adolescentemente anticapitalista. Además tiene oficio. Es el vigilante más adecuado para controlar una reunión llena de tiburones del capitalismo y de la literatura y así proteger a mi padre, del que debe de tener muy mal concepto.
– No tenía ningún concepto de su padre. Mis buenos o malos conceptos son civiles. Pero después de haber viajado en su avión y de haber probado su vino, tengo el mejor concepto de su padre. Sabe vivir. Me gustan los ricos que lo son hasta sus últimas consecuencias. Incluso hasta la silla eléctrica. Usted ¿escribe o se enriquece?
– Ya soy rico y escribo.
– ¿Se presenta al premio?
– El premio es una idea de mi padre. Yo le propuse premiar una obra ya publicada y él me contestó que prefería descubrir algo nuevo. Además, en este país la gente sólo lee lo premiado.
– ¿El jurado?
– Secreto. Pero consta en el acta de formación transmitida al Ministerio de Cultura.
– Acepto con una condición.
– Es el momento de fijarlas.
– Que el viaje de vuelta sea exactamente el mismo que el de venida. El mismo coche. El mismo avión. El mismo whisky.
– Eso está hecho.
Y redondeó la buena impresión que había creado poniendo un sobre en la mano de Carvalho que le dejaba libre el vaso de whisky.
– Para sus gastos por Madrid. Dinero de bolsillo. Es dinero extra que no reduce las ganancias globales que le he propuesto. Esta noche tiene habitación reservada en el Palace, a no ser que tenga por costumbre ir a cualquier otro.
– ¿Es un hotel muy caro?
– Creo que es de los más caros. ¿Quiere disponer del mismo coche para ir por Madrid?
– No. Ése es un coche para desplazamientos iniciales o finales. No para ir a tomarme unos chatos y unas mollejas.
– Vaya a descansar. Preséntese aquí a las once. Debería conocer a mi padre, algunos pormenores de lo que va a pasar esta noche, del quién es quién y luego convendría que diera un vistazo al lugar donde se concede el premio y cambiase opiniones con los policías de verdad.
Seguíamos en plena confusión ideológica. Para aquel joven representante de la nueva oligarquía los policías de verdad seguían siendo los públicos, pero recurría a un investigador privado. La eterna ambigüedad española, pensó y suspiró, Carvalho.
– El premio se falla en el hotel Venice. Es de nuestra propiedad.
– ¿Y eso dónde está?
– Irán a buscarle a su hotel, el Palace.
– No. Voy a callejear hasta ese encuentro con su padre.
– Cualquier taxista le llevará al Venice o llámenos usted a cualquier hora, desde donde esté e iremos a recogerle.
Observatorio privilegiado del Palacio de las Cortes, el Palace a aquellas horas estaba deshabitado de sí mismo, deshabitado de encuentros trascendentes e intrascendentes. Bajo el lucernario de vitrales policrómicos, el patio central entre el neoclásico y el pompier estaba detenido en el tiempo a la espera de que el piano se reanimara y acompañara las comidas del buffet o las conspiraciones comerciales y políticas. Parecía un hotel abandonado a dos venezolanos con resaca, mientras el tablón de anuncios conservaba la memoria de lo que había sucedido en sus salones: una convención de la Nissan, el reencuentro de vendedores de Margaret Astor, un simposio sobre la juventud liberal de la Comunidad Autónoma de Madrid y una degustación con coloquio sobre el caviar de caracol, en el salón Hemingway, precisamente en el salón Hemingway. Se dio cuenta de que eran las tres de la madrugada cuando se dejó caer en la cama casi cuádruple de una sedante suite a la medida de los príncipes herederos al menos de San Marino, en aquel hotel situado frente al Parlamento español, emplazamiento ideal para saber antes que nadie si se ha dado un golpe de estado. Empezó a fraguar qué podía esperar de Madrid durante las horas que le faltaban para la concesión del premio, aparte de los contactos programados por Álvaro Conesal. Por ejemplo, ¿con quién almorzaría? El último vínculo con Madrid lo había establecido quince años atrás mediante Carmela, la guía que el PCE puso a su disposición cuando investigaba el asesinato en el Comité Central. Carmela quince años después. Carmela con cuarenta años. Más quizá. Aquella muchacha delgadita, de ojos almendrados y piernas bonitas que hablaba como una hija de Madrid con la lengua cheli de los años setenta. Dictadura del proletariado en pasota: Los rojeras gustan pasar por el aro a los tragones hasta arrascar el raje con el fregao de los colores. La curranda ha de antoligar el cotarro. O bien una de las tesis de abril de Lenin: Hay que esparrabar el bandeo gambeante endiñando el cotarro a los rojeras, también llamados rogelios. El pasota-leninismo capaz de traducir ¿Qué hacer? de Lenin, por ¿Cómo montárselo? Carmela. Cuando repitió el nombre varias veces se durmió, pero nada más despertarse con sensación de extranjería de cama, habitación, ciudad, país, de sí mismo, el primer referente de certeza lo aportó el nombre de Carmela y su silueta rescatada de la sección de imaginarios de la memoria. Aquella profesional del partido comunista que ganaba treinta y seis mil pesetas por todo el día «… y algunas noches», y que en las manifestaciones hasta ponía el niño, gratis: «El niño pasa de todo. Como si le llevo a una manifestación en favor del divorcio y del aborto o a una manifestación contra los bocadillos de calamares. Como a él los que le gustan son los de frankfurt…» Carmela llevaba unas medias blanquecinas de moda en aquel año, tal vez para dar mayor entidad a unas piernas en el justo límite de la delgadez o para ocultar las enramadas de venas azules que debían asomar a aquella piel transparente que se pegaba a los pómulos, como forzando las cosas para dejar espacio a unos ojos negros bien pintados, excesivos, comiéndose el sitio de una nariz forzosamente pequeña y de unas mejillas que al sonreír tenían que pedir permiso a la boca y dejar allí una suave arruga tensa como un arco, junto a las esquinas de labios constantemente humedecidos por una lengua pequeña. ¿Por qué le acudía con tanta fuerza aquel rostro de gacela morena? Tal vez porque se había ocultado a sí mismo que había estado deseándola durante su travesía por el Madrid de 1980 en busca del asesino del secretario general del PCE. Como la recordaba en la despedida del aeropuerto: «Vuelve algún día, cuando hayas resuelto la contradicción entre el culo abstracto y el culo concreto de las camaradas.» Y Carvalho le había contestado, tragándose el bolo de deseo que tenía en la garganta: «Has de engordar cinco quilos. Mi conciencia me impide acostarme con mujeres que pesen menos de cincuenta quilos.» «¡Pero si peso cincuenta y tres!» «Qué lástima. ¿Por qué no me lo dijiste?»