El premio
– Ya veo que la cosa está muy mal.
– ¿Se ha fijado en quién firma esta información?
– No. Pero tampoco me hubiera dicho nada su nombre. No soy habitual a revistas tan llenas de dinero.
– Es Barcenas, la garganta profunda de los Valls Taberner y si me apuran de todos los grandes bancos, encabezados y teledirigidos por el gobernador del Banco de España.
Decía cosas indignantes pero no parecía indignado, ni siquiera manifestó entusiasmo cuando caracterizó a su padre.
– No aceptan lo nuevo. Mi padre es lo nuevo. Ellos son la oligarquía de siempre.
– Le aseguro que mi listón a la hora de concebir cualquier cantidad de dinero son las cien mil pesetas, de cien mil pesetas en cien mil pesetas.
– El dinero no existe -masculló Álvaro y se ensimismó para volver al poco rato a Carvalho como apreciando una vez más si no se había equivocado de persona.
– Mi padre quiere hablar con usted, pero antes concederá una entrevista a dos estudiantes de Economía que vienen a por él. Deben de tener un profesor socialista o poscomunista y les ha dicho: A por Conesal, que es el responsable de la cultura del pelotazo, del capitalismo especulativo. ¿De qué restaurante quiere el menú? -ofreció, mientras corría las hojas de una guía para gourmets encuadernada en una piel tan cara como la madera del sobre de la mesa, la moqueta, los cristales insonorizadores, la limpieza de dientes que demostraba la sonrisa del heredero-. Podemos hacernos traer la comida del mejor restaurante de Madrid.
– ¿No podríamos ir allí? Me encanta conocer maîtres nuevos.
– Mi padre sólo va a un restaurante a pactar con ministros extranjeros. De ministros extranjeros abajo, ninguno. Dice que no saben comer o lo han olvidado porque se sienten amenazados por el colesterol y pueden sentirse impresionados por el ritual de la restauración de Madrid.
– París tampoco está mal.
Algo escéptico el joven masculló «Robuchón y todo eso», pero lo suyo era hojear la guía gastronómica y leer propuestas:
– Jockey, langostinos al caviar, por ejemplo, y un brioche con tuétano y foie que quita el hipo. Zalacaín, ¿qué tal unos muslos de pato guisados con verduritas? Club 31, le aconsejo una ensalada tibia de patatas con hígado de pato. El Amparo, rabo de buey guisado al vino tinto. El Bodegón, un plato de caracoles sin trabajo con salsa de berros. Príncipe de Viana, muslo de pato con lentejas. Arce, salmonetes con ajos tiernos y vinagreta de tomate. Cabo Mayor, ensalada de pasta y carabineros. El cenador del Prado, muslo de pato confitado…
– Demasiado pato. Al que ha hecho esa guía le entusiasma el pato.
– ¿No le gusta a usted el pato?
– Me entusiasma y aquí donde me ve yo he probado un canneton a la Tour d'Argent, en el restaurante que le da nombre.
– Si prefiere usted pedimos un ragout de venado en Horcher.
– Será de venado con corbata, porque en Horcher no dejan entrar ni salir a ningún ser vivo ni muerto sin corbata. Dejo el menú a su libre elección.
– No tan libre. Ha de pasar por la aprobación de mi padre.
Una llamada del interfono anunció la llegada de alguien que Álvaro Conesal identificó como las dos entrevistadoras. Álvaro se había echado a reír.
– Estas dos chicas no saben dónde se han metido. Mi padre siempre pide dossiers de todos los que le vienen a hacer entrevistas, aunque sean novatas como éstas, dos estudiantes de Económicas que quieren denunciar los manejos del Gran Tiburón.
– ¿Qué dicen los dossiers?
– Dos chicas de desiguales familias, pero tirando a buenas familias. Las dos militan en todas las ONG que existen, es decir, en las Organizaciones No Gubernamentales. Son los rojeras del presente que no tienen futuro. ¿Me permite?
Álvaro dejó sólo a Carvalho en el despacho y salió a la recepción azul en la que el detective había intimado con el barman. Carvalho se acercó al resquicio que dejaba la puerta entreabierta y allí estaban la morena y la rubia, tiernas como gacelas, pero rígidas como panteras dispuestas a saltar al cuello del financiero más mitificado de España. Tenían cara de niñas demasiado sexuadas para su edad o tal vez simplemente tenían demasiado cara de niñas para las vibraciones sexuales que emitían, sobre todo la rubia. Fingían una relajada alegría a la espera de que el fingimiento se convirtiera en la pose necesaria para hacer frente al entrevistado. Pero cuando se abrió una puerta hasta entonces casi inadvertida por la que penetró el cincuentón atezado, de cabellos rubios en el límite de la plata culminando una arquitectura de bronce, la piel, y oro, el Rolex, las dos muchachas aproximaron sus cuerpos para protegerse y emitieron voces estranguladas cuando Lázaro se apoderó sucesivamente de una de sus manos y las besó como si no las viera bien. Precipitaron las chicas la situación sacando blocs, magnetofones, bolígrafos, dossiers, prisas y creyó Carvalho llegada la hora de dejar solos al Tiburón y a aquellas dos pescadillas que ya estaban mordiéndose la cola nerviosamente. Pero Álvaro le detuvo con un gesto imperioso, de los mejores gestos del mejor master de gestos, al tiempo que le encarecía:
– Nada de retiradas. Mi padre quiere dedicarnos el espectáculo.
Altamirano adoptó maneras de molesto automovilista en situación de atasco, depositó la servilleta sobre la mesa para ponerse en pie y enterarse fehacientemente de lo que había ocurrido para aquel revuelo y aquellas palabras pistoletazo que saltaban de mesa en mesa y conseguían sacar a los comensales de su aburrida expectación. Pero Marga fue más rápida que él y movilizó sus cortas extremidades a tal velocidad que más parecía un reptil que una mujer cúbica avanzando hacia la verdad.
– Que hay un muerto.
– ¿Un qué?
– Un muerto.
– Me lo temía. No hay semana sin necrológica. Seguro que se ha muerto alguien para que yo le haga la necrológica.
Mas por encima de la tentación de cinismo, Oriol Sagalés experimentaba la de enterarse de la causa última de cuanto acontecía, en coincidencia de deseos y movimientos con la señora Puig que con una mano sobre los labios y los pasitos cortos se alejaba de la mesa en dirección a los comensales ya descaradamente arremolinados, sin hacer caso de la permanencia varada de su marido, consciente de que en las situaciones críticas los capitanes de barco y de industria, aunque fuera de sanitarios, curtidos en mil riesgos, no deben nunca abandonar el metro cuadrado sobre el que afirman su identidad. Laura Sagalés se quedó junto a él, con las manos ceñidas al vaso de whisky, como si temiera la acción de algún descuidero y puso sorna en el reojo que acompañó la marcha de su marido formando pareja con el mejor vendedor de libros del hemisferio occidental de España.
– He oído palabras que no me gustan -comentó el vendedor con los labios apretados y la mirada fija en el horizonte.
– No pierda la calma, Watson. Lo más probable es que algo grave le haya pasado al anfitrión.
El vendedor se detuvo asombrado e interrogó con la mirada a Sagalés que le hizo el honor de tomarse un descanso de brillantez y sarcasmo para darle una lección de inducción lógica.
– Elemental, querido Watson. El más pálido de todos los que están protagonizando el barullo de la puerta de comunicación con el resto del Venice es nada menos que Alvarito Conesal, Conesal hijo, el conocido mecenas de la posmovida madrileña y aquella mujer que avanza trágicamente en dirección a su hijo, sacudida por los sollozos y con presuntos problemas respiratorios causados por una congoja interior y no por la faja que a todas luces trata de encauzarla en pro del bien común de la relación de su cuerpo con el espacio externo, es la señora Conesal.
El vendedor cabeceaba convencido y admirado, asistente al espectáculo de los guardaespaldas súbitamente imbuidos de su condición que estaba construyendo círculos protectores en torno del presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid y de la señora ministra de Cultura con la sonrisa a media asta. El círculo de policías ya escasamente secretos aunque no diferenciadamente públicos o privados, dejaba actuar a las cámaras de televisión que con sus reflectores convertían la secuencia en una batalla épica entre las autoridades cercadas y una luz lechosa que les amedrentaba como a alimañas, pero en cambio rechazaba a un piquete de invitados asaltantes que preferían ser informados por el poder político y cultural antes que por el familiar representado por el hijo y la mujer del presunto malogrado. Los tertulianos radiofónicos se habían agrupado por las emisoras en las que prestaban sus servicios y comenzaban el precalentamiento de la emisión de mañana por la mañana. Entre el levantisco grupo sitiador de las autoridades, Ariel Remesal y Fernández Tutor expresaban su indignación por la desconsideración que empleaban los guardaespaldas.