El premio
Con una oreja colapsada por la ministra de Cultura, la otra atendía la conversación que sostenía Joaquín Leguina con su madre. Reservón pero tierno, con aquella dama de un moreno violeta, alta y alargada incluso en las ojeras ojivales, el presidente en funciones del Gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid pasaba por alto la voluntad de la dama de cantársela a los luceros del alba desde el supuesto de que no tenía pelos en la lengua.
– Yo no tengo pelos en la lengua.
– Pues hace usted muy bien.
– Y aunque mi marido me esconda para que no diga lo que pienso, yo digo lo que pienso.
– Siempre hay que decir lo que se piensa.
– Yo a ustedes no les voto. Yo, si votara a las izquierdas, votaría a las de verdad. A los comunistas. Y eso que me parecen también unos reformistas y Anguita un santurrón. Yo pienso…
– Señora, tengo una gran amistad con los comunistas y en mis años mozos les rebasaba por la izquierda. Cuando ellos eran unos revisionistas esclavizados por la coexistencia pacífica y la guerra fría, yo quería irme a las montañas a hacer la revolución.
– Pues no haberse privado. Todo para acabar de socialdemócrata descafeinado y además para perder. Un socialista del peso gallo nutrido por las sobras intelectuales del reaccionarismo neoliberal inglés, con el imbécil de Popper a la cabeza. Yo a usted no le he votado para las elecciones autonómicas, pero tampoco a ese chico de la derecha, Ruiz Gallardón, ese que tiene pinta de jugador de polo miope. Yo voy así de clara por la vida. No tengo pelos en la lengua.
– Mamá.
Alvarito parecía asaltado por una necesidad urgente de comunicarse con su madre y dejó una sonrisa como un soplo para disculparse por la intromisión.
– Mamá.
– No me gastes la filiación, Alvarito, que ya te he oído.
– He pensado que podrías explicarle al señor Leguina ese proyecto que tienes de un concurso de mantones de Manila a beneficio de los niños de Ruanda.
– Ahora sí que le atraco, Leguina. Mi hijo tiene razón. ¿Qué sabe usted de los mantones de Manila? Ante todo voy a identificarme porque no me gusta que se me conozca como la señora Conesal. Mi nombre es Milagros Jiménez Fresno.
Hormazábal, «el calvo de oro», consiguió dejar la cara en la mesa como si escuchara los alegatos de Alba en favor de una recuperación urgente, necesaria, sine qua non de Walter Benjamín y enviar el espíritu de excursión por el salón. Junto a su oreja sonaban los suspiros de ansiedad o de tedio de Regueiro Souza, a la espera de que le dieran entrada en el monólogo de Alba, de vez en cuando estimulado por Beba Leclerq, mientras el marido,
Pomares amp; Ferguson bostezaba como un Pomares y ponía cara de bienestar biológico social como un Ferguson. Regueiro Souza no sabía si poner cara de chatarrero rico o de rico propietario de avionetas de alquiler y optó por ponerla de rico por encima de las veleidades intelectuales de un duque consorte y de una mal casada. Hormazábal se sacó un teléfono del bolsillo y hasta el duque de Alba enmudeció, cerniéndose un cerco de silencio en torno del financiero. No quería llamar a nadie, simplemente tocar algo que le comunicara con la realidad y de todas las miradas expectantes o irónicas que le rodeaban escogió la de Alba como interlocutor.
– No pienso arruinar a nadie esta noche.
– Es que tu teléfono tiene una fama…
– Quería simplemente hacer algo con las manos. Tú has escogido la palabra escrita o gaseosa para hacerte el dueño del mundo. Yo necesito una herramienta.
– Eres el trabajador manual del capitalismo especulativo.
– Compro y vendo por teléfono. Transformo el mundo gracias al teléfono. ¿Puedes decir tú lo mismo de la literatura?
– Pero ¿quién piensa en la literatura, Hormazábal? ¿Qué tiene que ver esta reunión con la literatura?
Hormazábal se encogió de hombros y volvió a desenfundar su teléfono de bolsillo, pulsó el número deseado y los restantes miembros de la mesa disimularon su interés por la conversación que siguió en la que el financiero hablaba en perfectos monosílabos naturales y cuando acabó volvió a su circunstancia a tiempo de comprobar que el duque no le había quitado la mirada de encima, pero que ahora se veía obligado a retirarla porque el camarero depositaba un plato ante su pecho. Lo olisqueó el de Alba y aplicó una pragmática sanción especialmente dirigida a Hormazábal.
– Esta noche no tiene nada que ver ni con la literatura ni con la gastronomía. Salmón. ¡Qué horror! ¡Qué horterada!
El mejor novelista gay de las dos Castillas acogió con escepticismo el segundo plato. Acercó peligrosamente la punta de su afilada nariz al guiso, dibujó el asco en el rostro y contempló desafiante a los comensales que le interesaban, el pluriganador de premios periféricos, Ariel Remesal, y el editor para bibliófilos, Fernández Tutor. O no repararon en el imperativo de su mirada o ni siquiera repararon en él, porque por más que insistió en imantar silenciosamente su atención no lo consiguió y se vio obligado a exclamar:
– Intolerable.
– Es lo que yo decía.
– En cambio yo no acabo de estar de acuerdo.
– Lo que es intolerable es intolerable y más en este marco y con este anfitrión.
– No veo qué tiene que ver la política editorial de Alfaguara con este marco y con este anfitrión.
– Me parece que no hablamos de lo mismo.
Fernández Tutor puso cara de bibliófilo encuadernado en piel de feto de cabra vieja, mientras Ariel Remesal lanzaba una mirada mandoble al mejor poeta gay de Cuenca, quien trataba de utilizar sus ojos y su nariz para concitar atención hacia el plato de salmón y como no lo consiguiera quiso ayudar a sus desganados interlocutores con alguna pista.
– Odio los animales de granja que conservan el aura de lo que ya no son.
Remesal y Fernández Tutor empezaban a estar gravemente desconcertados.
– ¿Tal vez alguna metáfora postorwelliana?
– ¿Acaso el Gran Hermano dirige el paladar universal del universal supermercado?
Mas como considerara corto el interés de sus desconcertados oyentes o corta su capacidad descodificadora, se levantó y arrojó ostensiblemente la servilleta sobre el plato de salmón sin respetar su almidonada condición inmaculada.
– Me voy a saludar a Sagalés.
– ¿Le conoce usted?
Ni siquiera miró al pactista Fernández Tutor, dispuesto a superar la grave desconexión que habían padecido.
– Me interesa, es uno de los pocos escritores que me interesan.
Y sorteó las mesas como un piloto de rallies peatonales para detenerse ante Sagalés y sin presentarse ni darle tiempo de asumir su nueva situación señalarle el contenido del plato.
– Salmón. El pollo de la posmodernidad. Y pronto la langosta será el pollo del siglo XXI, para vergüenza del inventor de la Langosta al Thermidor. O ¿acaso no estamos asistiendo a un Thermidor alimentario? Desde que han llegado los socialistas al poder sólo sirven salmón en estas verbenas. Con el pastón que tiene el Conesal y nos ofrece un menú de congreso de editores llorones o de reunión de editores supuestamente exquisitos que no van más allá del pollo de granja y de la Coca-Cola descafeinada.
– ¡Salmón! -exclamó Sagalés soñadoramente y añadió-: ¡Salmón Rushdie, el gran escritor perseguido!
Carraspeó la señora Puig.
– ¿Se refiere usted a Salman. Salman Rushdie?
– Salman es Salmón en español. Lo sé bien porque es un escritor que admiro.
– ¿Le gusta a usted como escritor?
– Nada. Me da vómitos y sobre todo detesto su novela Versos satánicos que parece un premio Planeta.
– Cierto, muy cierto.
– ¿No me pregunta usted por qué le admiro si lo detesto como escritor?
– ¿Como luchador?
– Como luchador es un idiota. A quién se le ocurre meterse con el Corán, un librito pseudosagrado de una religión herética.
– Pues no sé.
– Le admiro porque es un atracador de lectores con el cuento de que le persiguen los integristas islámicos y le ha sacado dinero hasta a Margaret Thatcher, a la que jamás se le había conocido una obra de beneficencia, ni personal ni de estado. La señora Thatcher odia la literatura y a los escritores, con la excepción de Kipling en su dimensión imperial. Si la hubieran dejado habría sido capaz de torturar con sus propias manos a la mayoría de pésimos escritores ingleses contemporáneos, mas no por pésimos, sino por escritores. Pero se ha visto obligada a soltar pasta gansa para proteger a un subdito del imperio que es casi negro, ¡qué horror!