La muchacha que pudo ser Emmanuelle
7. ¿POR QUÉ LLAMAS PARADOJAS A LAS TETAS?
Biscúter está estupefacto y de una de sus manos cuelga el sombrero inmotivado. Contempla cómo su recuperado amigo coloca álbumes de fotografías sobre la mesa, las manos temblorosas cuando pasa sus hojas grandes, lentas, la voz rota cuando comenta algunas de las resurrecciones de vivos y muertos que sólo él recuerda.
– La Lobita Mora tenía un culito pequeño y respingón, parecía una naricilla. Pepe el Gatero era tan ágil en el escenario como robando con escalo y nocturnidad. Le salió más rentable robar, pero perdió facultades y acabó en la trena. ¡Mirá!, aquí está.
Siete fotografías de Helga Singer, dos como Emmanuelle argentina inmigrada en España pero aún sentada en el sillón de mimbre de la Kristel; el resto, las posturas habituales de catálogo fotográfico de artistas.
– Estas fotos tienen mas años que yo -dijo Biscúter.
– Que más quisieras. Yo representé a Helga hasta 1980. ¡Han pasado diecisiete años! ¿Qué son diecisiete años?
– ¿Cómo encajó no ser la Emmanuelle argentina?
Se tomó tanto tiempo Gualterio para respirar como para contar la historia.
– Fue todo un montaje del gerente de unos grandes almacenes de Buenos Aires, de la calle Corrientes, cuando Corrientes se encuentra con Callao. En parte para hacer publicidad, en parte para acostarse con las chicas que se presentaban. Helga me lo contó todo años después, cuando vino a parar a este despacho recién llegada a Barcelona. Helga era una mezcla de recelo y de sorna. Tenía miedo de no sé que y se reía de lo incauta que había sido. Había llegado a meterse en la cama con aquel tipo flaco, casi anoréxico. Todo en él era grande, menos la pinga, incluso la nuez de Adán, que Helga recordaba como un bulto móvil, excesivo. Cuando terminaron de cogerse, Helga se enroscó mimosa en el cuerpo del hombre. Le dijo: "¿De verdad vos crees que yo puedo conseguir el papel?". Contestó el muy borde: "Si no lo consigues tú, no lo consigue ninguna otra, esto puedo jurártelo". Helga le objetó que mal de muchos consuelo de tontos, y le enseñó las tetas: "¿Te gustan mis paradojas?". "¿Por qué llamás paradojas a las tetas?", le preguntó el lobo, y Caperucita le respondió: "Es una historia vieja. ¿Vendrá Silvia Kristel a presidir el jurado? ¿Vos creés que yo encajaré en la idea que ella tiene de Emmanuelle?". "Vos sos Emmanuelle. Si el productor te hubiera conocido antes que a Silvia, te hubiera escogido a vos". "¿Te gustan mis paradojas?", -preguntaba una y otra vez Helga con voz mimosa-. "Me gustan tanto que preferiría que tuvieras más. Sería un monstruo" -opuso caperucita al lobo. "De lujuria". Y aquí Helga se cabreó, porque era muy suya. Saltó de la cama y se puso una bata que reposaba en una silla. "¿Que te pasa?" "Yo no soy una lujuriosa. Yo no soy una puta. Sé lo que quiero, eso es todo. Llegará el día, como le llegó a Marilyn Monroe. ¿Sabes lo que dijo Marilyn cuando triunfó con su primer papel importante? Pues dijo: "Ahora no tendré que mamársela a los productores para conseguir papeles". Pobrecita, se ponía brava en estas situaciones, pero era interiormente frágil. Aquel sinvergüenza la estaba engañando. Ella lo recordaba aquí, donde estás sentado, vos, Plegamans o Biscúter o como quieras llamarte. Se reía de lo mucho que había llorado entonces, cuando aquel cabrón le propuso un papelito de consolación en una película que iba a rodarse en la Pampa, un papel secundario en una película que iba a protagonizar Mirtha Legrand. El sátiro se lo vendió bien: "La cámara sólo tendrá ojos para ti, Mirtha ya está muy vista". Pero Helga había leído el guión y su papel era una majadería, apenas cuatro frases. "¡Pero piba, si estás en pantalla un cuarto de hora!", insistía el sátiro flaco. Mira, Plegamans, aquí conservo el recorte de papel que me dio Helga donde consta lo que debía memorizar para decir ante las cámaras:
"No he querido ofenderla, pero su sobrino no es lo que parece… ni yo soy lo que parezco"… "¡Basta ya, Carlos! Han pasado los años en que estaba dispuesta a creer en ti y en todo lo que me dijeras. He crecido. Tú no". "¡Que sea la última vez que me pegas! Si vuelves a intentarlo… ¡te mataré!". "Si. He sido yo. Estoy cansada de fingir. Quererle era también un fingimiento. Matarle ha sido la única verdad de nuestras relaciones". "Adiós, doña Sole. Pero su sobrino no era lo que parecía. No le pido perdón, sino su… ¡da lo mismo! ¡Ya todo da lo mismo!".
En fin. Se metió las paradojas en el escote y le pegó una bofetada al sátiro que le descompuso el esqueleto.
No. No se había marchado de Buenos Aires por eso. Nunca me dijo el motivo, pero lo adiviné. Estaba preñada.
– ¿Preñada? ¿Del sátiro?
– ¿De aquel esmirriado? Aquel tío no preñaba ni a una coneja.
– Bien, Gualterio. Esta chica llega a tu despacho y te pide trabajo. ¿Consigues trabajo para ella?
Cabalgaba sobre la silla de Carvalho y daba la vuelta al mundo sobre su eje rotatorio cuando se le echó encima la presencia de un hombre que le miraba mal y le apuntaba peor
– No. Le dije: o enseñas el culo, las paradojas y te buscas una página central en Interviú enseñando el pasaporte si hay que enseñar el pasaporte o no tienes lanzamiento posible. Me dijo que enseñaría lo que fuera necesario, que estaba tratando de conseguir un papelito en una obra de teatro de un paisano, un papelito mudo, no, no se le notaría el acento del Plata.
– ¿Vino sola?
– La primera vez sí. La segunda y la tercera la esperaba alguien en el portal. Cada vez estaba más preñada, más desanimada, más incolocable. Tenía mal preñado. La última vez que la vi fue hacia 1983, quizá más tarde. Trajaba en sitios como La Dolce Vita. Vino a renovar las fotografías y no quise decepcionarla, pero ya no estaba ni para enseñar las paradojas. A aquella chica le pasaba algo, por dentro y por fuera.
– ¿Nunca se refirió al hombre que la esperaba abajo?
– Alguna vez.
– ¿Cómo se llamaba?
– Quino, era un apócope, no sé de qué nombre.
Volvió Biscúter con la información, molesto por no haber preguntado a Gualterio por qué Helga había destrozado su vida y pilló a Carvalho cuando ya salía del despacho. De todo su informe lo que más le interesó al detective fue la aparición de Quino, de Rocco, tres años después incluso de la llegada de Helga a Barcelona.
– El padre de la criatura, a pesar del desmentido preventivo de Dieste, supongo. Pero fíjate, Biscúter, qué coincidencia. Me encargan buscarla e inmediatamente aparece muerta. Es posible que cuando le piden a Dorotea que la busque, quien lo hace ya sabe que está muerta o que va a morir. ¿Por qué es tan importante esta mujer, tan importante que maten a una vagabunda?
Advirtió a Biscúter que iba a por Dorotea porque escondía más de lo que mostraba y subió el ascendido asistente al despacho. Silbaba la melodía que le pareció mejor expresión de su sensación de triunfo íntimo, una versión biscuteriana de Pompa y circunstancia. Asumió el ámbito como propio y la silla de Carvalho como necesaria para el aposento de su pequeño culo. Cabalgaba sobre ella y daba la vuelta al mundo sobre su eje rotatorio cuando en uno de los giros se le echó encima la presencia de un hombre que le miraba mal y le apuntaba peor. La pistola no era de chocolate.
– ¡Eh, tío! ¿De qué vas?
– Cállate, flaco. Esto es una pistola.
Obedeció Biscúter y trató de ser simpático con el recién llegado.
– Siéntese y espere a mi jefe. En realidad yo soy sólo su ayudante técnico, es decir, a mí no me compete ninguna iniciativa criminalista, ¿me comprende, jefe?
De la boca del pistolero salieron primero gruñidos que luego dejaron paso a una oración articulada.
– ¿Qué le habéis hecho a Helga? Yo sólo quería que la encontrarais, que hicierais de cirujas entre los residuos de la ciudad.
Le temblaba sobre todo la mano que tenía la pistola y Biscúter acogió una descripción mental por si sobrevivía y podía contarlo. Era un tío pelirrojo y con cara de gustarle mucho el vino. Insuficiente descripción. Algo picado de viruela y era tan argentino que Biscúter empezó a sospechar una invasión generalizada de argentinos. Recibió alguna llamada que sólo él oía, el invasor, porque levantó los ojos al cielo, escuchó muy concentrado, volvió grupas y se marchó por donde había venido. Respiró aliviado Biscúter y corrió hacia la ventana para ver salir al pelirrojo. Tardó en hacerlo, pero no escogió bien el momento, porque cuando se disponía a atravesar las Ramblas casi le pisa los pies un coche que frena ante él y lo engulle, empujado por dos tipos con gorras y gafas de sol. Biscúter tardó en darse cuenta de que no era el coche de la policía y no trató de memorizar la matrícula hasta que ya se había convertido en una dura prueba de graduación óptica.
– Estoy perdiendo vista.