La Rosa de Alejandr?a
– Queremos que tú deshagas este lío.
– Puedo darles algunos consejos gratis y luego si te he visto no me acuerdo.
– No queremos consejos. Queremos que tú lleves el caso.
– Dos primas, un hijo desobediente, un autodidacta… Ya sólo hace falta un cliente.
– El cliente soy yo -dijo Charo rotundamente al tiempo que ponía el bolso sobre el regazo, como si estuviera dispuesta a atender cualquier petición de dinero de Carvalho.
Se aguantaron las miradas. La de Charo era de desafío. La de Carvalho de escepticismo.
– Mi madre, Pepe, siempre me hablaba de un viaje que había hecho de muchacha, en barco, hasta Águilas.
Mi abuelo era guardia de asalto, había nacido en Águilas y quería que su hija mayor conociera el pueblo donde él había nacido. Antes de la guerra había una línea regular entre Barcelona y Águilas, porque el puerto de Águilas era importante o por lo que sea, pero lo cierto es que mi abuelo puso a mi madre bajo el cuidado de un amigo de juventud, embarcado en el “María Ramos” en calidad de no sé qué, es una lástima que mi madre haya muerto, porque a veces cosas que ella recordaba, yo ya no las recuerdo, y es una pena que se pierdan los recuerdos de las personas que te quisieron, me remuerde la conciencia perder los recuerdos de mi madre, estoy segura de que ella me los contaba para que yo los conservara. Mi madre fue a Águilas y allí estuvo un largo verano en casa de los padres de Mariquita y Encarnación, había otros hermanos, pero no sé qué se hizo de ellos, eran mayores, uno está en Alemania, creo, y el otro era chatarrero en Torre Baró, hace años, te hablo de… en fin. Para entonces Mariquita era una niña y Encarnación aún no había nacido. Para mi madre fue el verano más feliz de su vida. Hay nombres de aquel verano que han pasado a mi memoria como si tuvieran algo que ver con mi vida: la playa del Hornillo, la glorieta de Águilas, la Casita Verde, la plaza de toros, la calle Cañería Alta, helados Sirvent, un pay-pay con la publicidad de linimento Sloan, el fotógrafo Matrán. El pay-pay lo he visto por mi casa, por lo que era mi casa. En Águilas tuvo mi madre su primer pretendiente, un barbero, y Mariquita hacía de carabina cuando iban a pasear por el puerto.
A pesar de que era una niña, Mariquita ya trabajaba entonces en el esparto o en las fábricas de salazones o de higos secos, no recuerdo bien, tal vez era una fábrica de conservas de alcaparras y alcaparrones. Luego vino la guerra, acabó la guerra, por allí abajo había mucha miseria y casi todos los miembros de la familia de mi abuelo fueron emigrando a Barcelona.
Mi padre y mi madre vivían en casa de mis abuelos y desde que nací recuerdo aquella casa como un almacén provisional de inmigrantes. Había noches en que yo no podía ni dormir con mi abuela y me improvisaban una cama con dos sillas y la tabla de encarar que mi madre utilizaba para confección.
Yo era muy pequeña, pero recuerdo la llegada de Mariquita con sus padres y una niña pequeña, casi un bebé, era su hermana Encarnación, estaba muy enferma, tenía una infección grave en los oídos y el médico del seguro le recetó penicilina, fíjate, penicilina, entonces parecía cosa de magia, aquellas botellitas pequeñas, como de juguete, y parecía un juego la mezcla del polvo blanco con el agua destilada. Estuvieron en casa unos meses hasta que encontraron una chabola en Torre Baró que les había buscado el hijo mayor. No les fueron muy bien las cosas. Mariquita encontró trabajo en la Aismalíbar, luego se casó y tuvo hijos, el que tú has conocido hoy es el mediano. Pero a los viejos no les fueron bien las cosas. Él se murió tuberculoso y ella se volvió a Águilas con la hija pequeña, con Encarnación, para cuidar de una tía vieja y rica, me parece que la única rica que hemos tenido en la familia.
A partir de entonces las dos hermanas llevaron vidas separadas y muy diferentes. Mariquita se casó con un buen chico, muy trabajador, que conoció en la Aismalíbar. Encarnación empezó a trabajar de criadita en casa de un médico de Cartagena, luego en las fábricas de los Muñoz Calero, otro nombre que he recordado de pronto, en Águilas, de higos secos o alcaparras, creo. Hasta que de pronto se produjo lo inesperado. Conoció a un veraneante de postín, un señorito de Albacete que estaba preparando las oposiciones para notario, pero tenía tanto dinero su familia que no necesitaba ser notario ni nada. Nadie de la familia supo nunca cómo fue aquello. Se conocieron. Se prometieron. Se casaron y desde entonces Encarna dejó de existir para la familia, sólo de vez en cuando volvía a Águilas para ver a su madre y sólo una vez la invitó a su casa en Albacete para que pasara las navidades. Mi tía se puso enferma, Mariquita se la trajo a Montcada, Mariquita vive en Montcada, y cuando se puso peor no hubo más remedio que meterla en los Hogares Mundet para que la cuidaran. Cuando murió la vieja, Encarna vino al entierro, pero sin su marido, y, chico, ni que hubiera llegado Grace Kelly, no te puedes imaginar qué señora. Con lo que costaba uno de sus vestidos me vestía yo todo un año, y yo no me puedo quejar, pero imagínate la pobre Mariquita o los otros parientes. Se quedaron todos viendo visiones, y además llevaba un coche de alquiler con chófer, era ella, aquella muñequita llorona que yo había tenido en mi casa de niña, con una infección de oído que la tuvieron que pinchar aquí para sacarle el pus. Se lo dije, se lo conté todo y me dio la impresión de que no le gustaba recordar aquellos años.
Muy amable, eso sí, pero más fría que mis pies en invierno, Pepe, fría como una embajadora en el polo Norte, que no te rías, Pepe, que a mí me dio mucha lástima porque parecía como si necesitara tacones postizos para ser más alta que nosotras. Lo demás lo sé porque me lo ha contado Mariquita.
Apareció su cadáver, bueno, los trozos de los que te ha hablado el sietemesino ese, parte en un bidón, parte semienterrados en Sant Boi, detrás de la Colonia Güell, un perro los olió, empezó a escarbar y la que salió. Cuando consiguieron identificar aquella carnicería llamaron al marido y por él se enteró la familia de lo que había ocurrido. Nadie se explica qué hacía esta mujer en Barcelona, aunque el marido declaró que de vez en cuando venía a Barcelona para que la vieran médicos, que si el del riñón, que si el oculista, no tenían hijos y se ve que Encarna estaba muy neura.
Según parece la mataron a golpes y luego la trocearon para que no la reconocieran, no sé, todo eso es muy confuso y nadie se aclara, la cuestión es que el marido se dio por satisfecho, visto y no visto, se volvió a Albacete, nadie le vio derramar ni una lágrima y dejó a la pobre Mariquita jodida, jodidísima, Pepe, que ni duerme porque piensa que pudo hacer más por la chiquilla, como ella dice, y aunque yo le digo que no, que menudos humos tenía la tía, que daba la impresión de tener de todo, de no necesitar nada de nadie, Mariquita no se deja convencer, y por si faltara algo, el sietemesino o el autodidacta, como tú dices, pues ése se pasa todo el día por lo que se ve husmeando los restos de esta historia y está empeñado en que hay gato encerrado, que hay algo oscuro, siniestro en este crimen y que no puede atribuirse a un violador asustado con ganas de sacarse el muerto de encima. Aquí hay un ajuste de cuentas, insiste el sietemesino, y sólo le faltaba eso a Mariquita para cavilar y cavilar y no vivir, por si le faltara algo, con el marido parado, medio loco, un chico en la mili, el otro medio fugado porque le busca la policía por drogata y camello, dos niños pequeños que aún están en la edad de gastar y el chico que tú conociste, que quiere estudiar y ser periodista, en fin, que toda la casa cae sobre ella. Me da mucha pena y quiero ayudarla, además es la única familia que me queda y sé que a mi madre le gustaría que yo le echara una mano. Hasta que murió, mi madre recordaba los cumpleaños y los santos de todos los miembros de la familia. Yo te pago lo que sea, y el sietemesino ha dicho que también pondrá una pasta, no sé por qué, pero el tío está muy interesado, es amigo de Andrés, el hijo de Mariquita. Tal vez el marido de Encarna si se entera de que el caso no está cerrado también le interese colaborar. ¿Qué dices?
El rostro de Charo es apenas dos ojos brillantes en la penumbra. Una lengua de luz amarilla sale por la puerta que comunica el despacho con la pequeña zona donde Biscuter es el rey que cocina o duerme. Ahora Biscuter se está duchando, se escucha la lluvia de la ducha y un tenue silbido de animal feliz recreando “C.est si bon”.
– Perdona, Pepe. Ha sido como un atraco, pero me llamó ayer Mariquita, me lo contó todo y no sabía a quién acudir.
Se han encendido en las Ramblas las últimas luces de 1983, mañana iluminarán otro año, un latigazo del tiempo flagela el corazón de Carvalho, o tal vez sea un latido atrasado al compás de la historia que ha contado Charo. Son las siete de la tarde. Alguien ha puesto la noche en su sitio, a la hora justa, como ha puesto el “Singing Bells” que se escapa de una tienda de discos cercana y se apodera del silbido de un Biscuter dispuesto a vivir la emoción de terminar el año en un restaurante de postín, de tú a tú con Carvalho y Charo. Los sentimientos azucaran la sangre, pensó Carvalho.
– ¿Tienes alguna foto de la muerta?
Charo busca y rebusca en las profundidades de su bolso y saca finalmente un sobre azul que tiende a Carvalho. Enciende la bombilla del flexo, y la foto que sale del sobre queda como un pájaro apresado por la mano de Carvalho bajo la crudeza de una luz blanca.
– Aquí era una niña.
– Es la foto que conservaba Mariquita. En esa foto tenía dieciséis años.
Una muchacha delicada y morena, con los ojos grandes, negros, y una boca diríase que sensual aunque ultimada por un “rouge” excesivo, como fondo alguna pareja con el baile puesto y un fragmento de orquesta, orquesta Fascinación, y en el reverso de la foto, “Águilas, agosto de 1956”, “Bailando “La niña de Puerto Rico”, besos” y una firma de escolar con pocas ganas de escribir, un “Encarna” gordo como una patata, rodeado por una rúbrica que parece una frontera entre el nombre y el resto del mundo. De nuevo el rostro bajo la luz, y a pesar de la vejez del flash de un fotógrafo de pueblo, hay algo en la actitud del cuerpo que obliga a repetir recorridos a los ojos de Carvalho, un estar y no estar, un mirar y no mirar, un sonreír y no sonreír, una foto de protocolo cariñoso y recordatorio, sin duda recomendada por la madre para enviársela a la hermana, para que te vea el vestido nuevo, pero la muchacha estaba en otra parte.
– Era guapa.