La Rosa de Alejandr?a
– Éste es mi país. Ésta es mi patria. Aquí me paso horas y horas.
Todo lo que me permite las llamadas de mi madre. ¿Se ha fijado usted en la lucecita que hay sobre la puerta que comunica este almacén con la tienda? Si está apagada mi madre puede llamarme, si está encendida no. Sabe que no puede hacerlo. Entonces lo tiene terminantemente prohibido.
– ¿Los ha leído todos?
Narcís cierra los ojos asintiendo.
– Incluso me sé párrafos de memoria. Me sé casi todo Carner de memoria. ¿Sabe usted quién era Carner?
– Me suena.
– Ha sido uno de los más grandes poetas de este siglo. Más grande que Elliot, que Saint John Perse, que Maiakovski… pero… era catalán y eso se paga.
– ¿Qué precio tiene el ser catalán?
– El de casi no ser. Ni siquiera consta que lo eres en el carnet de identidad. Y no digamos ya en el pasaporte.
– Lo debe pasar usted muy mal en esta zona llena de inmigrantes.
– Mi familia ya estaba aquí cuando ellos llegaron. Mi abuelo tenía una lechería junto a la estación. Con el tiempo derribaron la casa vieja e hicieron esta nueva. Mi padre se quedó los bajos y montó este negocio.
– Pero usted se relaciona con los inmigrantes. Es amigo de la familia Abellán.
– Es una familia muy interesante.
Para mí constituye casi un material sociológico. Están en plena evolución de lo español a lo catalán. Esto está claro en Andrés. Piensa como un catalán, habla muy bien catalán y poco a poco va cortando las raíces que le ligan al mundo de su madre, de sus padres. Bueno. Su padre no cuenta.
Es un apocado. Está condenado a morirse en un rincón. Dejó de ser lo que era cuando cerró la fábrica en la que había trabajado durante veinte años. Les aconsejé que le llevaran a un psiquiatra y Andrés estaba de acuerdo, pero a su madre le pareció casi un insulto. Mi marido no está loco, mi Luis sólo está triste.
– ¿Cómo les conoció?
– Eran clientes. Desde pequeño Andrés ha venido a comprar, pequeñas cosas: filtros de cafetera, bombillas.
Es algo más joven que yo y nos hemos avenido desde que éramos casi unos niños. Tenía algo especial. Una extraña aristocracia. Un porte. Una casta. No sé cómo decírselo. Sí sé cómo decírselo, pero tendría que ser por escrito.
– No es necesario. Andrés estudia y usted en cambio es un autodidacta.
Andrés es hijo de obreros y usted en cambio es hijo de burgueses.
– De pequeño burgueses, como se decía antes. Pero es cierto lo que usted dice y lógico. Si Andrés no estudia toda su vida será un trabajador descapitalizado. En cambio yo, aunque no haya estudiado, es decir, aunque no sea un profesional de la cultura, dispongo de este negocio y eso me da una seguridad para aprender por mi cuenta. Mi padre me hizo un favor cuando me obligó a dejar los estudios al acabar el BUP. Yo estudio en la trastienda de este negocio. De vez en cuando levanto la vista y me noto a mí mismo como en el fondo de una caja de caudales. Más seguridad imposible. En cambio Andrés ha de hacer filigranas para poder matricularse y seguir de mala manera los cursos en Ciencias de la Información. Da clases. Hace guardias en una discoteca, hacia Masrampinyo, o se va a la vendimia, como el año pasado. Es muy inteligente, muy receptivo, pero cada vez tiene más miedo.
– ¿Miedo a qué?
– A que todo lo que hace no le sirva para nada. No puede permitirse, como yo, el gozo por un sentido deportivo de la cultura.
No perdía jamás la sonrisa. Se la ponía en la cara cuando se despertaba y se la quitaba cuando se acostaba, como si fuera una dentadura postiza.
Aquella mueca le eximía de la obligación de ponerse otra. Era un tipo práctico.
– Por lo que dijo el otro día, usted les propuso consultar conmigo el caso de Encarnación Abellán.
– En realidad ellos sabían que usted existía a través de su, de su novia, creo que es su novia, Charo, si no me equivoco.
– De vez en cuando desayunamos juntos.
– El caso es que a partir de ese día les propuse que le consultaran.
Pero quisiera aclararle que mi interés por su trabajo es muy diferente al de ellos. Naturalmente la madre de Andrés quiere saber qué le pasó a su hermana y quiere que usted lo descubra. Yo en cambio pienso descubrirlo por mí mismo, y usted me sirve de punto de referencia.
– Yo soy un profesional.
– Yo pago una parte importante.
Exactamente el setenta y cinco por ciento de lo que cueste.
– ¿Por qué el setenta y cinco y no el ochenta o el setenta por ciento?
– He dividido la posible cantidad en cuatro partes. Yo asumo tres; una porque fue iniciativa mía, va al capítulo de mi responsabilidad; otra porque usted sin quererlo me va a ayudar en mis propias investigaciones, y una tercera porque considero que quien trabaja ha de cobrar.
– ¿Conoce mi minuta?
– Todo está hablado con Charo.
Al cerrar los ojos se llevaba al interior del cerebro todo cuanto Carvalho había dicho o iba a decir. Se miraron tal vez estudiándose, tal vez porque no sabían qué palabra era conveniente mover a continuación. Narcís suspiró como si no tuviera más remedio que hablar.
– En fin. Supongo que le interesará conocer a la familia, hablar de la muerta. Dispongo de tiempo. Puedo acompañarle.
Se levantó, se quitó el guardapolvo, lo colgó de una percha atornillada a una de las estanterías del almacén y de un armario sacó la misma chaqueta de pana con la que había acudido a la oficina de Carvalho. El detective iniciaba el viaje de regreso hacia la tienda.
– No. Por ahí no. No es necesario.
Narcís apretó un timbre y Carvalho supuso que la luz se había encendido en la puerta de comunicación del almacén con la tienda. Luego el autodidacta fue hacia la estantería de libros y presionó con los dedos sobre un círculo metálico incrustado en la madera. La estantería giró sobre sí misma hasta dejar abierto un paso hacia una estancia a la que llegaba la claridad natural del día.
– Pase.
Carvalho salió a una pequeña habitación desnuda, sin otro accidente que una puerta metálica. Narcís le siguió y sus dedos provocaron la restitución del muro a su lugar. Por la puerta metálica pasaron a un patio interior y del patio interior ganaron la calle.
Carvalho no le quiso dar el gusto de preguntarle por su puerta secreta, pero al observarle de reojo se dio cuenta de que Narcís disfrutaba precisamente por la pregunta reprimida.
Carvalho supuso que disfrutaba porque seguía sonriendo.
– ¿Hacia dónde está la vía del tren? Yendo hacia la montaña de la Mitja Costa había un camino de tierra y una vaquería en la esquina. La llevaba un cabrero aragonés que se llamaba Joaquín, tenía una hija que se llamaba Aurora y un hermano al que mató un rayo cuando estaba cargando arena en el cauce del Ripollet.
El autodidacta asentía ante las palabras de Carvalho pero no las escuchaba, se subió al tren en la última oración.
– ¿Un rayo? ¿El Ripollet?
– Le hablo de hace cuarenta años.
Yo venía a pasar los veranos a Montcada, a casa de un cabrero amigo de mis padres.
– ¿Ah, sí?
Al autodidacta no le interesaban los recuerdos de Carvalho.
– Veranear en Montcada, qué interesante.
– Había quien veraneaba más cerca de Barcelona, aún. En Tres Torres o Vallvidrera.
– Es posible.
Nada quedaba del paisaje de antaño.
Todo se parecía a cualquier suburbio de cualquier ciudad y a Carvalho le molestaban las destrucciones del paisaje de su memoria.
– Las excursiones a la montaña de la Mitja Costa eran fascinantes porque explotaban los barrenos de las canteras, y de niño uno cree que Superman detiene las rocas.
De manzana en manzana, de bloque en bloque, arquitectura y gentes de aluvión.
– Una vez se cayó una niña en la estación. Entonces había tumultos siempre en torno de los trenes. Faltaban trenes o sobraba gente. Pero mucha gente no podía sobrar porque la guerra había terminado hacía poco.
– Faltaban trenes, es evidente.
– Cayó la niña en la vía. Imagínese los gritos y los cuerpos vacilantes de sus acompañantes, se tiraban o no se tiraban. Y de pronto salió un brazo de la multitud. Lo recuerdo como un brazo largo, muy largo, de dos o tres metros, quizá más, y poderoso, como el de un gigante. Y del brazo brotó una mano que tiró de la niña y la izó sobre el andén en el instante justo en que llegaba el tren.
El autodidacta había escogido un portal que daba a un zaguán gris amueblado con sillones de plástico gris y completado con buzones de metal verde.
La asepsia geométrica de la escalera aparecía desvirtuada por el griterío de una vida abundante y plebeya: mujeres que se quejaban de sus hijos, de sus vecinas o de su suerte y niños que se quejaban de serlo, más algún portazo, muchas radios y puñetazos contra la puerta de un ascensor que siempre llegaba con retraso.
– Es un cuarto piso.
Subió ante Carvalho con agilidad y brío, como si el alpinismo fuera para él una práctica habitual, y de reojo trataba de recoger la poquedad respiratoria de un Carvalho al que suponía animal de despacho y sillón. Pero Carvalho apenas si le dejaba un escalón de distancia por cortesía y se permitió encender un puro en plena ascensión.
– Fumar mientras se hace ejercicio físico es una barbaridad.
– El hombre es un animal racional sólo en parte.
La puerta del piso la abrió un cincuentón mal peinado, mal afeitado, con los faldones de la camisa imponiéndose al pantalón de pana y a un jersey con cremallera.
– Ah, eres tú.
Y dejó la puerta abierta para que entraran los dos hombres a un largo pasillo más desempapelado que empapelado, lleno de puertas de habitaciones cerradas y al final un comedor con esteras en el suelo y un viejo televisor que había visto discursos trascendentales cuando Franco aún era quien era.
– ¿No está Mariquita?
– No, y Andrés tampoco. Ha llegado de Mercabarna, se ha echado un rato y se acaba de ir a la Universidad.
– ¿Ha encontrado trabajo en Mercabarna?
– Unos días. Para llevar bultos a los clientes. Cogen chicos a destajo y así no contratan a obreros de pelo en pecho, con los cuatro cojones cuadrados y bien puestos.
Y se llevó la mano a los cojones el hombre antes de sentarse y quedarse ensimismado con un bolígrafo en una mano y los ojos pendientes de un papel lleno de anotaciones.
– No entiendo la letra. Maldita sea. No entiendo la letra.
Había anuncio de sollozo en su voz y el autodidacta le cogió el papel para examinarlo.
– ¿Qué es esto?