Los P?jaros De Bangkok
– Si la dejo se dará cuenta de que es puta y lo será de verdad. Quién sabe. Puede caer en manos de un chulo.
Pero tal vez un chulo fuera en estos momentos más útil a Charo que Carvalho. Le haría el amor. La obligaría a producir. Le crearía unas relaciones de dependencia que Carvalho no puede establecer porque se dedica a perseguir la vida que ya no tiene una mujer rubia asesinada de un botellazo o a esperar al pie del teléfono la llamada de una neurótica desde Bangkok, sin ni siquiera poder hacer compañía a Biscuter en su velatorio de una madre insuficiente. Menos mal que el sabor del suficiente bocadillo era el esperado y la mágica combinación de texturas y sabores volvió a sorprender a un Carvalho dispuesto a sorprenderse, y que la "Teoría estética" de Theodor W. Adorno fue un libro excelente conductor del calor que alimentó la fogata en la chimenea desde un punto original de combustión situado en la página doscientas cuarenta y uno, la que empezaba con el epígrafe "La Historia como constitutivo. Comprensibilidad" y continuaba de esta guisa: "El momento histórico es constitutivo de las obras de arte. Son auténticas aquellas que, sin reticencias y sin creerse que están sobre él, cargan con el contenido histórico de su tiempo". Empezaba a recuperar el cinismo necesario para estar somnoliento cuando sonó el teléfono.
– ¿Teresa?
– No. No soy Teresa.
Pero era una mujer y no era Charo. Cabeceó Carvalho para sacarse de encima la somnolencia.
– Usted dirá.
– Mi nombre es Marta Miguel. ¿Le dice algo?
Carvalho tardó más de lo conveniente en asociar el nombre de Marta Miguel con algo que le afectara.
– ¡No me dirá que no le dice nada mi nombre!
– Tiene usted dos emes por iniciales, siempre es curioso.
– Ya me han advertido de que es usted muy gracioso.
Había pronunciado la palabra gracioso con el mismo retintín estúpido que había utilizado Rosa Donato.
– Ahora comprendo. Es usted la principal sospechosa del caso de la botella de champán.
– ¿Quién le ha dicho a usted que yo soy la principal sospechosa?
– Es el ABC de la criminología. El principal sospechoso es el que se beneficia del testamento. Y luego el último que vio con vida a la víctima.
– Ni me beneficio con el testamento, ni fui "el último que vio con vida a la víctima", por la sencilla razón que el último que vio con vida a la víctima fue su asesino, supongo yo.
– En efecto. Nunca me había dado cuenta de este detalle.
– Supongo que querrá usted verme.
– Supone mal. He decidido abandonar el caso.
Un silencio, un suspiro profundo, pero no de alivio, como si Marta Miguel estuviera enviando un mensaje tranquilizador desde sus pulmones a su propio cerebro.
– Es decir. Arma un revuelo de Dios es Cristo. Molesta a todos y resulta que todo queda en agua de borrajas.
– Lo siento, pero no soy un detective amateur y nadie me ha encargado el caso. Ni el marido, ni el amante, ni la antigualla.
La mujer rió ante el calificativo que Carvalho dedicaba a Rosa Donato.
– ¿Acaso está dispuesta a encargarme el caso?
– Aunque quisiera no podría. Soy una humilde penene. ¿Sabe lo que esto significa?
– No estoy dispuesto a discutir esta noche el problema de la enseñanza.
– Pero me sorprende el que no quiera hablar conmigo.
– Ya ve lo que son las cosas. Sus amigos me han tratado mal y uno es sensible.
La mujer no estaba dispuesta a colgar el teléfono.
– Le llamaba porque yo no tengo ningún inconveniente en hablar con usted y es difícil localizarme porque me paso todo el día en la facultad.
– Lástima. Tal vez si hubiera empezado por usted. Pero sus compañeros de crimen me han desanimado, me han dejado como un trapo.
– Yo tengo mi propia teoría de los hechos. ¿No le interesa conocerla?
– Estaba dispuesto a olvidar este asunto.
– La verdad es que el caso es muy interesante.
– Cierto.
– Y que la muerta era un personaje singular.
– Así me lo parecía. Aunque usted y yo no la conocíamos demasiado.
– ¿Por qué habla por mí? Usted no la conocía. Yo sí.
– Los periódicos y el señor Dalmases dicen que usted prácticamente la conoció aquella noche.
– Hacía años que la conocía, aunque a distancia. Era una mujer singular. ¿De verdad no le interesa hablar conmigo?
– Lo veo irremediable. ¿A qué hora, mañana?
– Tengo la tarde libre, hasta las siete. Luego he de volver a la facultad para una clase a los mayores de veinticinco años. ¿Conoce usted el jardín del antiguo hospital de la Santa Cruz, el de la biblioteca de Catalunya?
– No me muevo de él.
– ¿A las cinco?
– ¿Le importaría recorrer los cuatrocientos metros que separan ese jardín de mi despacho?
– ¿Y a usted le importaría hacer lo mismo? No me gustan los espacios cerrados.
– ¿Cómo nos reconoceremos?
– Yo soy gordita, mejor dicho, de aspecto fuerte, llevo el cabello corto y llevaré en la mano un libro, "Los poderes terrenales", de Anthony Burgess. Es un libro muy gordo.
– Yo no llevaré ningún libro y no me gusta autodescribirme por si me equivoco.
– Hasta mañana.
El caso del testigo voluntario, un título digno de Stanley Gardner. Volvió a tumbarse en el sofá y a concluir que era necesario repintar la casa, practicarle la cirugía estética de una nueva piel, blanca, no blanca, marfileña, blanco roto. La contemplación del techo tuvo sobre él efectos hipnóticos porque se durmió y se despertó braceando por no sumergirse en un mar de timbrazos o por rechazar las mordeduras del teléfono convertido en un animal furioso, irritado por su torpeza de animal dormido y cansado.
– Conferencia desde Bangkok a cobro revertido. ¿Acepta?
– ¿A cobro qué?
– Revertido.
– Eso quiere decir que la he de pagar yo.
– Exacto.
– ¿Está usted segura?
– ¿Segura de qué?
– De que la han pedido a cobro revertido.
– Segurísima.
– Venga, pues.
Y una pausa o un ruido, brevísimo en comparación con la distancia desde la que llegaba.
– ¿Pepe?
– El mismo, Teresa.
– Es un milagro que pueda llamarte. Estoy en un apuro. Quieren matarnos, Pepe.
– ¿Matarnos? ¿A quién? ¿A toda la expedición? ¿A la raza blanca? ¿A los catalanes?
– A Archit y a mí.
– ¿Quién es Archit?
– Es muy largo de contar y no estoy segura aquí. Es mi acompañante. Nos persiguen, Pepe. Te estoy hablando en serio. Haz algo.
– ¿Qué puedo hacer?
– Habla con gente. O ven, Pepe.
Era la voz de la angustia, de una angustia radical, primaria, la angustia de vivir o no vivir.
– Han cerrado el metro. Hasta mañana a las siete no funciona el funicular.
– No te burles. Por Dios. No me queda tiempo.
– Dirígete a la embajada.
– Imposible.
– ¿Qué quieres que haga? ¡Estoy en Vallvidrera! ¿Pero es que no te has dado cuenta?
– Pepe, por lo que más quieras. Mueve gente. Haz algo desde allí. Es largo de explicar, pero…
El clic es igual en todos los lugares de la tierra y el clic cortó la voz de Teresa Marsé y dejó a Carvalho asido al teléfono como esperando el milagro de la voz o de una voz.
– Barcelona. ¿Han terminado?
– Se ha cortado.
– No ha sido aquí. Ha sido allí.
– Carvalho dejó el teléfono en su horquilla, con cuidado, como si fuera un animal de reacciones imprevisibles. Volvió a tumbarse, pero esta vez los ojos no podían con el techo, los ojos necesitaban divagar al compás del pensamiento o del humo de un buen cigarro. Encendió un Condal del seis, difícil de encontrar en unos tiempos de desastre ecológico multiforme y omnipresente, que reservaba para situaciones críticas y paseó, primero por el living, luego por toda la casa, para salir a continuación al jardín y merecer el espectáculo de la ciudad a sus pies, la soledad de único contemplador de una ciudad dormida. Una ciudad llena de testigos del asesinato de Celia Mataix y llena de personas vinculadas por lazos familiares a Teresa Marsé, y en cambio era él, él el llamado a ser el omnipotente hacedor o deshacedor de una muerte y una vida, él y Biscuter los dos únicos seres. en poder de la clave de la vida y la muerte, él desde la cumbre de la montaña y el pobre Biscuter en el rincón más helado de un hospital junto a una mujer culpable de que él fuera Biscuter y no el general Galtieri o Maradona o Juan PabloIi. Y sin pensarlo dos veces, Carvalho bajó a la calle, subió a su coche y lo dirigió hacia el hospital donde pasó por una etapa previa y larga de "ovni" [Objeto "visual" no identificado] antes de que los conserjes adivinaran que quería acompañar a un amigo en el velatorio de su madre. Clareaba cuando descubrió a Biscuter hecho un ovillo sobre un banco de azulejos, separado de la cámara mortuoria por un falso muro, una estancia que parecía un urinario público sin tazas y exclusivamente motivada para tener un banco sobre el que reposaba una vieja seca como un bacalao, con medias zurcidas y un diente de oro asomante en la boca entreabierta de la que se escapaba un hilillo de líquido amarillo. Volvió junto a Biscuter. Se sentó a su lado sin despertarle. Se le habían despeinado los dieciocho pelos rubiancos del parietal derecho. Tenía cerrados los párpados excesivamente redondos como sus ojos y la cabeza ovoide reposando sobre la bolsa de plástico que se había llevado de casa. Biscuter dormía y sonreía. La "boutique" de Teresa Marsé estaba en situación de "Cerrada por vacaciones", el ex marido en paradero desconocido, el hijo estaría escondido en alguna madriguera en compañía de la adolescente preñada y era imposible llamar a todos los Marsé de la guía telefónica hasta dar con algún pariente de Teresa. Con todo era más urgente ponerse al habla con la agencia que había organizado el viaje y conocer su duración y cuantas noticias de última hora pudieran darle de Teresa Marsé. La primera información fue poco estimulante. Desde compañías aéreas hasta agencias, pasando por las más diversas entidades, estaban en disposición de fletar un vuelo chárter con destino a Bangkok o a cualquier parte del mundo. Lo más probable es que se tratara de una entidad privada que encarga a una agencia de viajes un itinerario predeterminado. De repente Carvalho recordó que el viaje había sido organizado por una sala de fiestas y el nombre de la agencia que solía trabajar para aquella sala de fiestas no tardó en figurar en su agenda y en su cerebro, donde lo repetía como si quisiera remacharlo para que no se escapara. Hacia el mediodía, Carvalho estaba sentado ante un vicepresidente segundo o tercero de la agencia y escuchó un memorial de agravios sobre la poco recomendable viajera, Teresa Marsé.