O C?sar o nada
1 El señor Maquiavelo recibe tristes noticias
Si se pudiera aplicar la razón al juego, sea al de naipes, la "cricca", o al de dados, el "chaquete".
Si se pudiera. Seguro que estudiando las combinaciones se llegaría a saber por qué se gana, por qué se pierde, por qué el barbero de Sant.Andrea es capaz de ganar a Nicolás Maquiavelo, a pesar de que el señor secretario incluso cuando come rodajas de "finocchiona" o bebe vino trebbiano rebajado con agua lo hace como si pensara sobre el origen y la finalidad de la "finocchiona" en el mundo y por qué razones objetivas los vinos trebbianos le gustan más que los de Cinquéterre, mal que les pese a los genoveses. ¿Por qué? ¿Por qué me gana este imbécil? Piensa y se irrita ante la prepotencia, la impunidad y ludismo con que mueve las cartas el barbero, las soba, las selecciona, las ordena, arroja finalmente la elegida sobre el tablero de la victoria y la derrota. Y se le atraganta a Maquiavelo la rodaja del embutido que estaba masticando cuando lanza la perdedora carta sobre la mesa y grita:
– ¡Que me ganes tú es peor que perder! Y perder en mi casa aún peor. La próxima vez volveremos a jugar en la posada.
Barbo Mulino abre el gesto invitando a los compañeros de timba a que se escandalicen ante la agresión del hombre que siempre lee, incluso cuando recorre los caminos que unen su casa de Sant.Andrea de Percussina con el villorrio y que se viste de ceremonia, con una capa de sabio cuando recite a los clásicos en casa, como si leer fuera un pontifical. El sastre Guidotto cocina dos tipos de trajes de gala para el "magnífico señor" Maquiavelo, los que usa cuando negocia en nombre del gobierno de Florencia y los que se pone cuando lee.
– Lee usted demasiado.
Trata de retirar Maquiavelo su gesto airado y lo que era mueca agria se convierte en complicidad irónica.
– Me horroriza que la suerte exista.
No han entendido los demás la intención exacta de las palabras, pero se relajan y Barbo se atreve a crecerse.
– Jugar a las cartas no se aprende en los libros. Leer no es bueno para la lógica del jugador.
– Yo cuando leía jugaba peor.
Ya es desafío burlesco lo que ha dicho el médico, y no se lo consiente Maquiavelo.
– Señor médico, si leyera más, mataría menos.
Pero está cansado el anfitrión, se levanta e invita con el gesto a que los demás prosigan el juego, mientras los insulta mentalmente como comedores de mierda; peor aún, comedores de carne seca que se disputan con los gusanos más asquerosos. Gusanos asquerosos, es lo que son. En torno a la mesa camilla con brasero de orujo, las paredes soportan libros y archivos hacia los que va Nicolás Maquiavelo para recuperarse a sí mismo, y al coger un libro y abrirlo suspira liberado y se permite contemplar el empecinamiento de los jugadores con el aplomo recuperado y un cierto desdén, hasta que cree oír ruidos, rumores inesperados y para confirmarlos se acerca a la ventana a tiempo de ver contra quién litiga la criada campesina, todavía más campesina que criada. Con un hombre que lleva encima todos los caminos del mundo y barba de días.
Desde su condición de pobre y criada no es muy compasiva la muchacha con los pobres y vagabundos, y se asoma el dueño a la ventana para instarle a la compasión.
– Dale algo y que se vaya.
El rostro del hombre alzado hacia Maquiavelo sigue sugiriendo cansancios, pero también heridas, y por cada herida una historia que pudiera ser interesante.
– Dice conocerle, don Nicolás, y quiere hablar con usted.
– ¿Yo te conozco?
Y el hombre musita con estudiado cansancio.
– César Borja.
– No conseguirías parecerte a César ni aunque te empeñaras durante mil años.
– Le traigo noticias de César Borja.
La condescendencia se vuelve sorpresa y con el cuerpo volcado hacia el patio ordena Maquiavelo que suba y deja atrás a los jugadores mientras refunfuña "Comeros las entrañas, cabrones, así no os quede nada colgado de los cuernos".
Ellos le responden con miradas maliciosas y un codazo al aire de Barbo Mulino, ¡cómo las gasta el señor secretario de Los Diez de la Guerra cuando pierde! Consejero supremo del poder militar de Florencia, titulado "magnífico señor" y no sabe perder. Alcanza Maquiavelo una sala donde atardecen más libros en compañía de mesa noble, perchero con capa de ceremonia que se pone sobre los hombros y casi sillón del trono que ocupa para componer el gesto del pensador que cavila a la espera del visitante. Frente a la sobreinterpretación de intelectual solariego pensativo, replica el mensajero aumentando la carga del cansancio sobre las espaldas y un desvaído gesto de boca abierta y exangüe por haber anhelado en exceso.
– ¿Te envía César Borja?
– ¿No se ha enterado?
– ¿De qué debía enterarme? He escogido este retiro precisamente para no enterarme de lo que pasa.
Bastantes problemas tengo con lo que me pasa.
– César Borja ha muerto.
Abre la boca Maquiavelo, pero no los ojos escondidos tras la ranura desde la que leen el ademán y el vestuario del arcángel de la muerte, como si llevara encima el malvado polvo del escenario de la noticia.
– Vienes de lejos.
– Desde Viana, Navarra, junto a los Pirineos. A contracamino, he pasado antes por Ferrara para hablar con la señora Lucrecia, la hermana de César. Era mi deber.
Y como es silencioso el abatimiento del visitado, el visitante quiere descargar cuanto antes lo que viene a decir.
– ¿No me pregunta cómo ha sido?
– Dalo por preguntado.
– No le entiendo.
– ¿Cómo ha sido?
No le gusta al mensajero teatralizar la muerte de pie y reclama con los ojos el derecho a asiento que Maquiavelo le concede. Ya demostrado que su cansancio necesita descanso, se repasa las facciones con las manos y finalmente fija los ojos en un ángulo de la estancia, como si allí le aguardara la imaginería del recuerdo, y recita más que cuenta una historia mil veces repetida.
– Le dijimos todos que no arremetiera contra los de Beaumont, que esperara a que formáramos un grupo, pero desde su marcha de Roma, mi jefe no era el mismo César Borja calculador que usted había conocido. La misma audacia con que se fugó tantas veces, incluso de los castillos de España, la quiso poner en aquel ataque suicida contra los de Beaumont. No me dio tiempo a alcanzarle y le vi desde lejos cómo hacía frente a las cuchilladas y lanzadas de la jauría que le rodeaba para derribarle y rematar la obra hasta desfigurarle.
Cuando llegué a su lado aún le salía la vida por cada herida, pero en sus ojos se había instalado la muerte. Yo soy Juanito, don Nicolás, se acordará usted de mí, de cuando visitaba con el señor Leonardo las fortificaciones de la Romaña. César no podía dar ni un paso sin mí. Si tú no vienes, Juanito, viajo sin sombra. Juanito Grasica, recuerde.
– Recuerdo.
– ¿Recuerda aquel día en que César y Leonardo da Vinci se
rieron de sus teorías sobre el asalto militar?
– Fue una discusión sobre mi estudio "Dificultad para la conquista de Pisa contra la barbarie feudal". Recuerdo todas las veces que se han reído de mí, y en cambio no puedo recordar todas las que yo me he reído de los demás. Así que César Borja ha muerto.
Y prescinde del visitante para musitar:
– "Alea jacta est." Pero recupera al emisario como pasivo receptor de un monólogo.
– Muchos esperaban su regreso para consumar un sueño. Algunos no se creerán que haya muerto. Un juicio fácil sería decir que César murió cruelmente porque a su vez fue cruel. Un jefe no debe preocuparse por tener fama de cruel si esa crueldad mantiene unidos a sus leales. Lo terrible es ser cruel inútilmente.
– ¿A quién se refiere usted con sus leales?
– A ti.
– Seguro. Yo siempre fui leal a mi jefe, aunque casi nunca entendía el sentido de lo que hacía.
Alguna vez se lo dije, en los raros momentos en que Miquel de Corella o Ramiro de Llorca o el señor de Montcada dejaban que me acercara a él. Una vez el jefe me dijo, no lo olvidaré mientras viva, que sus actos no eran casi nunca personales: "Yo soy yo y mi familia." Todos los Borja actuaron, todavía actúan, guiados por un instinto de familia.
– Aciertas, Juanito. Hubo algo más, pero sin duda el instinto familiar fue determinante. Eran extranjeros llegados a Italia, donde se encontraron con la hostilidad de las familias y los jefes ya establecidos. Todo lo empezó el tío abuelo de César, el papa Calixto Iii, un pontífice que pilló por sorpresa a las familias italianas y comenzó la saga de los Borja en Roma. Pero hoy no existiría la historia ni la leyenda de los Borja sólo a causa de aquel papa obsesionado con la convocatoria de una Cruzada contra los turcos. Esa leyenda empezó el día en que el padre de César, el cardenal Rodrigo, se despertó al lado del cuerpo de su amante y madre de César, Vannozza Catanei, y se dijo: "Puedo ser papa, quiero ser papa." Sale del cansancio Juanito Grasica para guiñarle un ojo al sabio.
– La cama forma parte de la vida de los Borja.
– No lo dudes. Rodrigo, es decir, Alejandro Vi, el padre de César, empezó a sentirse papa en una cama.
El cuerpo de Vannozza aparece segmentado por los listones de la celosía. El sol se pone y promete la noche y a Rodrigo no le gusta la noche. Musita:
– "Quan ve la nit i expandeix ses tenebres, pocs animals no cloen les palpebres i los malalts creixen en llur dolor"
– ¿Decías algo? Sólo hablas en catalán cuando estás triste o cuando estás con los tuyos.
– Son unos versos de un poeta valenciano, Ausiás March. Escribió sobre el amor y la muerte.
Hay pliegues en el vientre de Vannozza, arrugas que empiezan a cercarle los ojos, aunque no hayan perdido su condición de lagos serenos, propicios aunque lejanos.
– ¿A quién miras cuando miras?
– A ti.
Los cabellos teñidos le caen dulces sobre los senos cuando se inclina en busca de las piezas de ropa descuidadas sobre una silla.
Rodrigo sube las sábanas para cubrir mínimamente su propia desnudez, mientras analiza las decadencias de Vannozza con una mirada a la vez tierna y asustada.
– Es curioso, a pesar de la oscuridad, es de noche cuando te das cuenta de que el tiempo pasa.
Vannozza esta vez le ha oído y le contempla sonriente pero sorprendida.
– Estás melancólico o me estás diciendo que me hago vieja. No tengo el cuerpo de Giulia Farnesio.