O C?sar o nada
Ya no estamos prefigurando príncipes o emperadores como en los tiempos de Marsilio de Padua o de santo Tomás, situados en la punta de la pirámide por la gracia de Dios y de su representante en la Tierra, el papa. Los príncipes modernos son reales y se lo deben todo a la realidad de su poder. Se han refugiado en un remedo de Dios y su Iglesia, el Estado.
No ha sido cordial la respuesta de César y Alejandro le invita a que sea paciente y continúe su explicación.
– Los reyes de España han conseguido la unidad a hierro y a fuego, el de Francia lo mismo, el emperador Maximiliano de Austria está sobreponiéndose sobre los señores feudales. Es otra fase de la Historia. Unidades nacionales.
Reyes fuertes. Retorno a la idea del Imperio. Banqueros. Descubrimientos científicos. Nuevos mundos para la expansión. Hay hasta quien dice que la Tierra es redonda. ¿Qué puede hacer Italia, dividida en ciudades-Estado y sometidos todos al capricho de las familias feudales?
Se encoge de hombros Joan y contempla los castillos como si fueran enigmas. Luego se echa a reír.
– No entiendo para qué lo haremos, pero me gustará hacerlo. Seremos más ricos. Más temidos y por lo tanto más guapos. Más admirados. ¡Espléndido!
No hay desencanto en la expresión que César dedica a Corella
cuando se retira de al lado de la maqueta y deja a su padre la iniciativa.
– Miles de hombres están preparados, y lo que es más importante, dispondrás de la asesoría de un gran militar.
– ¿Asesorías? ¿Desde cuándo un Borja ha necesitado asesorías?
– Hasta los Borja necesitan asesorías, Joan. Lo importante es saber escogerlas.
Reclama ahora Rodrigo el protagonismo del silencioso invitado, quien da un paso al frente, saluda y se presenta.
– Guidubaldo de Urbino, al servicio de su santidad.
– Mucho Guidubaldo para tan poco Urbino.
Ríe Joan su propia gracia hasta que interviene Corella, que permanece junto a César.
– No son risas las que merece el mejor capitán de Italia.
– Si no el mejor, sí uno entre los mejores y tan Guidubaldo como Urbino. Estoy dispuesto a demostrárselo.
Ha escupido el de Urbino con los dientes apretados y mal soporta que Joan estudie su porte de manera jocosa y finalmente se rinda burlonamente al imperativo familiar.
– Si es elección vuestra, buena será. Señor de Urbino, le ruego acepte mis excusas y espero que entre los dos habrá una franca colaboración.
– ¡Así me gusta!
Está contento Rodrigo y pasa un brazo sobre los hombros de Joan, al que se lleva, dejando a Corella, César, Llorca y Urbino discutiendo a propósito de estrategias, corroborando el invitado las observaciones de César. Padre e hijo ganan la estancia donde las damas coloquian complicidades ante la abulia adormilada del joven Jofre, pero no los detienen los reclamos de Vannozza, ni de Sancha, aunque Joan deja sus ojos en el rostro y los senos de su cuñada,
mientras el padre se lo lleva de confidencias.
– Giuliano della Rovere ya no es enemigo. Está en Francia comiendo la sopa del rey Carlos.
Hay que acabar con los Orsini.
Me dejaron solo frente a los franceses. Los muy mal nacidos se han puesto desafiantes y el tuerto de Orsino Orsini ha llegado a negarme la presencia de Giulia en Roma. Me puse serio y le amenacé con excomulgarle, a él y a todos los Orsini. -Baja la voz Rodrigo y añade-: Incluso a Adriana.
– ¿Excomulgar a Adriana? ¿Pero no ha sido tu cómplice en la seducción de Giulia?
– Joan, no emplees con el papa palabras irreverentes. Seducción.
¿Quién ha seducido a quién? Vamos a ver a tu hermana Lucrecia, a ver si tú puedes convencerla de que salga de su clausura.
– Lucrecia, rebelde.
– Tu hermana ya no es una niña.
Duda entre su fidelidad a la familia y la estúpida voluntad de ser ella misma. Hoy día las mujeres han conseguido un poder extraordinario, Joan. Son cultas. Saben, y el saber es un poder. Pero el saber implica dolor, Joan. Recuerda el Eclesiastés: "Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor."
– Reverenda madre, su santidad pide ser recibido.
Abandona la superiora su pluma en el tintero y aplica un secante sobre la escritura. Luego vase a un reclinatorio, donde se persigna, y reza una secreta plegaria para despedirse de su destinatario con otra persignación y afrontar el encuentro con el papa acompañado por Joan de Gandía y Burcardo.
Se inclina la monja en el besamanos y recibe la bendición y a continuación la propuesta de un aparte que Gandía y Burcardo respetan.
Aprovecha Joan el alejamiento de
su padre para encararse con Burcardo y espetarle:
– ¿Qué pasó con Djem?
– Ya le dio su santidad cumplida cuenta por escrito de lo sucedido. Se juntó una situación estratégica con la mala salud del príncipe, mala salud provocada por sus excesos.
– El único exceso fue utilizarlo como un peso añadido en el botín del francés. Djem no sólo era una bola de sebo. Dentro de esa bola de sebo había un corazón, un corazón solitario e incomprendido.
Ha alzado la voz Joan y le recomienda Burcardo silencio para no interrumpir el diálogo alejado entre Alejandro Vi y la superiora.
– Es un honor recoger aquí a la señora Lucrecia, pero no quisiera que su santidad tomara como rechazo o reparo lo que voy a decirle. Lucrecia es una muy buena niña y buenísima cristiana, pero su vida hasta ahora ha pertenecido al mundo y al mundo volverá. Aunque ella trate de evitarlo, con ella el mundo ha entrado en este convento, creando graves disturbios entre las hermanas.
– Comprendo la situación, reverenda madre, y qué más quisiera yo que mi hija recapacitara.
Le tiende una bolsa que la superiora coge y acepta sin sorpresa haciéndola desaparecer entre sus tocas.
– Quisiera compensar tanta tribulación con una aportación al ajuar de las novicias.
– Con paciencia tal vez se pueda superar todo.
– Paciencia, hermana, cierto.
Admiremos la santidad no canonizada de Job cuando ante las calamidades que Dios le enviaba respondió: "Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré allá.
Jehová dio y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito."
– Bendito sea el nombre de Dios.
– Amén.
Conciliada la superiora, abre el paso hacia el claustro, en cuyo centro se ha levantado una poderosa tienda de campaña dentro de la que se mueven las sombras de sus habitantes creadas por las luces interiores. Por un momento asisten el papa y sus acompañantes a la evolución de las sombras y sus encarnaciones, evolución que les indica que están jugando a la gallina ciega y que la gallina no es hembra sino varón, lo que provoca que Burcardo cierre los ojos y que la superiora los abra desmesuradamente. Invita Alejandro a su hijo Joan a que vaya al encuentro de su hermana y así hace penetrando en la tienda, sorprendiendo y rompiendo la lógica del juego. Detenidas las cuatro muchachas, una de ellas una luminosa Lucrecia y la otra una jadeante y oscura Sancha, sólo la gallina que es gallo ciego sigue su juego y en su búsqueda tropieza con Joan y al reseguir su cuerpo llega a la cara, que de macho nota y se
quita la venda para quedar en suspenso ante el poderoso duque de Gandía.
– Lo siento, yo…
– Extraña monja.
– Se presenta Pere Caldes, aunque aquí se me conoce por Perotto. Estoy al servicio de su hermana, señor duque.
– Ya lo veo.
Pero no hay tiempo para el enfrentamiento porque Lucrecia se ha abrazado a Joan como una serpiente hasta hacerle perder el equilibrio y caer al suelo, donde la mujer se sienta sobre el pecho del hermano.
– ¿De dónde sales? ¿Has conseguido que te dejara marchar tu horrible mujer? ¿No te has traído a mi sobrino? ¿Qué se siente al ser padre?
– Tu peso es grácil pero no me deja respirar.
Recupera Joan la estatura y Lucrecia se lo lleva hasta el esquemático lecho donde se sientan, las manos del hombre entre
las de ella, alegre, lagrimeante, con el gozo tan roto como desbordado.
– Joan, Joan.
Rompe a llorar abiertamente Lucrecia, abrazada por el hombre, entre el suspenso de los allí reunidos, sin saber qué hacer, y cuando los ojos nublados de la muchacha remontan por encima del hombro de su hermano ve más allá de la lona la sombra de su padre, de la abadesa, de Burcardo.
– Están ahí acechando.
– ¿Qué pueden acechar?
– No puedo disponer de mi vida, Joan.
– Yo tampoco.
– Me han dejado estudiar latín, leer a los clásicos, discutir de filosofía, pero no puedo escoger marido y ni siquiera me dejan conservar los que me imponen.
– Me han educado como un militar. Detesto el papel que me han atribuido. Me divierte pero me cansa sólo imaginarlo. Me gusta
vivir, sólo vivir, como le gustaba al pobre Djem.
Ahora es Joan el que está llorando desconsoladamente y contagia en su total desconsuelo a Lucrecia, mientras Sancha contempla la escena desde una divertida curiosidad.
Sancha, desnuda. Sancha coge un velo y lo retuerce con voluntad de hacer de él un dogal y va a por el cuerpo del hombre también desnudo entre las sábanas. Pasa el dogal por el cuello y se revuelve el cuerpo de César, sobresaltado por la blanda amenaza y aliviado por las risas de ella. Se libera el hombre y monta sobre la mujer, primero jugando y luego atraído por las provocaciones la penetra por el camino más corto y consigue que la sorpresa de los ojos femeninos se vuelva desmayo amoroso y demanda de que prosiga y así hasta que separan sus humedades y buscan en el
techo paisajes que sólo ellos ven.
De los que vuelve Sancha con una conversación aplazada.
– Tenías que haberlos visto llorar. Lucrecia lloraba como una mujer y Joan…
– ¿A qué vienen Joan y Lucrecia ahora?
– Nunca había visto llorar a un hombre a causa de otro hombre. Era tan tierno.
– ¿No te basta con la ternura del joven Jofre?
– Mi marido es tierno porque es inseguro e inmaduro. Es tierno como un novillo. La ternura de Joan era diferente.
– ¿Yo no soy tierno?
– No. No eres tierno. Tienes demasiado cerebro. La gente demasiado inteligente puede fingir la ternura. Sólo fingirla.
– El cardenal Ascanio Sforza, ¿también es tierno?