O C?sar o nada
la mujer por la dedicación a su inmediato compañero de armas.
– Deberíamos hablar a fondo sobre la campaña, duque. Yo calculo mis expediciones metro a metro, pan a pan de la intendencia. Y quisiera que comenzáramos haciendo un análisis sin piedad de los defectos de la campaña contra los Orsini, en la que no me explico cómo fracasó un militar tan experto como Guidubaldo de Urbino.
– Guidubaldo tiene una mentalidad de condotiero clásico. Hoy la guerra es un arte, mejor, una ciencia.
Se toma tiempo para contestar el Gran Capitán y cuando lo hace trata de filtrar la ironía para que no soliviante al displicente duque.
– Qué razón tiene, señor duque.
El tiempo de los aventureros victoriosos se ha terminado y empieza el tiempo de la ciencia de las derrotas.
– Es un honor recibir al duque de Gandía, el conquistador del castillo de Ostia, al lado del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba.
Ascanio Sforza ha levantado la copa y secundan el brindis cardenales y patricios.
A pesar del homenaje no se siente cómodo el duque, semirrecostado en una tumbona, sobre las sienes una corona de laurel, con la copa por enésima vez vacía y el brillo de la embriaguez en los ojos con que recorre el grupo de invitados de Ascanio sentados a la mesa.
Un viejo clérigo coloreado por el alcohol, también sobre las sienes una báquica corona de laurel, se dirige al duque.
– Con la venia, caudillo victorioso.
Ascanio le corta con la mirada y retoma el discurso de la amabilidad.
– Os preguntaréis por qué un Sforza, familia tan agraviada últimamente por los Borja, organiza este homenaje al duque de Gandía. Y os limitaréis hoy, mañana, siempre, a la explicación que voy a daros. A pesar de que mi sobrino Giovanni ha sido repudiado como marido de Lucrecia y a pesar de los recelos que tradicionalmente se cruzan Milán y la Santa Sede, mi lealtad al papa y a su proyecto de Estado Vaticano está fuera de cualquier sospecha.
Se suman embriagadamente varios comensales al entusiasmo de Ascanio.
– ¡Por eso brindo por el duque de Gandía, instrumento de la política del Santo Padre!
– Insuficiente instrumento, sin duda.
Se revuelve Ascanio hacia el socarrón que habla desde la retaguardia. Joan le mira con desprecio.
– ¿Desde cuándo en casa de los Sforza opinan los mayordomos? ¿Por qué no haces callar a tu mayordomo, Ascanio?
– Cállate, Fabio.
– Ojalá el instrumento del Vaticano sea más eficaz que el instrumento de su sobrino, cardenal Ascanio. Se dice que no funcionó ante la hermosa Lucrecia.
Las arqueadas cejas del cardenal Sforza no consiguen evitar el contagio de la hilaridad, ni que Joan se enfrente con el discurseante con una imperativa mala mirada que no detiene el discurso.
– Mal asunto lo del instrumento. El duque no es un buen instrumento militar y ni siquiera los encantos y la sabiduría amorosa de Lucrecia Borja consiguen que a su sobrino se le levante el instrumento.
Lanza el duque el contenido de su copa de vino sobre la cara del incordiante y tras el vino las palabras:
– Con la cara de capón que tienes, tu problema debe de ser previo. Tú careces de instrumento.
Mas no se altera el litigante y, como si hablara con Sforza, espeta:
– ¿Es cierto, cardenal, que los bastardos, como este bastardo que esta noche es su invitado, hijo de la putísima Vannozza Catanei, llevan un estigma morado, cardenalicio en suma, en los testículos?
Se ha levantado Joan ya sin capacidad de ironía y sale de la habitación para ganar la calle trastabilleando, avanzando a impulsos dominados por la energía del alcohol, cayéndose, volviéndose a levantar, seguido por sus criados, que dudan en intervenir en su larga huida por el túnel de la noche hasta que gana los aposentos de su padre. Allí está Alejandro departiendo con Remulins.
– No podemos dar un paso en falso con Savonarola y es importante que el hastío empiece a entrar en la sociedad florentina.
– Se ha convertido en un tirano moral y crece la contestación contra él. Los comerciantes se quejan de que Florencia es una ciudad sin créditos e incitan a la revuelta.
Los florentinos siempre han sido muy levantiscos, no olvidemos que hasta el palacio de la Signoria tiene forma de fortaleza para defenderse del populacho. La retirada de los franceses tampoco ha favorecido al fraile. Pero hemos de seguir teniendo paciencia. Savonarola debe autodestruirse.
Es el momento elegido por Joan de Gandía para irrumpir en la habitación y exhibir su descontrol histérico ante su padre, al que se enfrenta a gritos.
– ¡Soy un bastardo! ¿He de soportar que lo recuerden los sicarios de Sforza? ¿No [6] podías haber hecho de mí algo mejor que un bastardo?
– ¿De qué estás hablando?
– ¡Tú me has dicho que acudiera al homenaje que me iba a ofrecer Ascanio Sforza! ¡Tú! ¡Y he sido
insultado! ¡Tú también! ¡Vannozza, igualmente! ¡Me han llamado hijo de puta!
– ¿Quién ha sido? ¿Ascanio?
– ¡Ése ha preparado el escenario y su mayordomo ha hecho el resto! ¡Un mayordomo! ¡Él ha puesto la lengua!
– Por poco tiempo.
Hay determinación en el papa cuando abandona la estancia dejando a Remulins sin recursos para asumir al tambaleante Joan y recorriendo los corredores reclamando a gritos la presencia de Miquel de Corella.
– "Miquel, Corella, en el nom de Deu, per la Verge Santa de Lleida, malparit, vine, vine de seguida! A on t.has ficat, malparit?" (5).
A sus gritos acuden César y Miquel de Corella y va Rodrigo directamente a por el lugarteniente de su hijo al que aparta a empujones y cuando lo tiene a solas le vomita en la oreja crispadas consignas que Corella asume con progresiva frialdad. Escoge Corella a cuatro hombres entre los que le rodean y contiene a César cuando trata de intervenir en el lance.
– No va contigo.
Sale Corella al frente de los hombres armados y engrosa el grupo con la soldadesca de la puerta, para ponerse al frente de la tropa y reandar el camino desandado por el duque de Gandía. A medida que se acerca el portón del palacio de Ascanio Sforza, el grupo aumenta la decisión, la aceleración de su marcha subrayada por la respiración forzada. No lo detienen los portones, abiertos por la presión de los cuerpos unificados en uno solo, Corella como ariete. Baten las maderas contra las paredes y el grupo asciende las escaleras para desembocar en el comedor, donde permanecen los comensales digiriendo lo que han comido, lo que han bebido, lo que han reído y siguen riendo según las explicaciones del mayordomo Fabio, el hombre que ha agredido moralmente al duque de Gandía. Corella no dice nada. Va a por Ascanio y le pone un cuchillo en el cuello con la punta buscando una gota de sangre hasta que brota, entre el pánico establecido en los restantes comensales, y al oído del cardenal vierte no audibles palabras que llevan al aterrado Ascanio a señalar al comensal que ha insultado a Joan Borja. A por él se van Corella y la gente armada, le rodean, le sacan de la estancia a empujones y nada más recuperar la negrura de la noche un puñal en una mano traza una raya de plata en la garganta del aterrado Fabio, y lo que fue plata se vuelve hendidura de sangre que los ojos del agonizante no entienden, tratando inútilmente de contemplar la herida hasta que la muerte los nubla de evidencia y cae el cuerpo deshabitado como un pelele sobre la calle, a medida que se alejan los pasos diríase que rítmicos de los asesinos.
– No hay nada como una buena mesa para la reconciliación, si es que hay algo que reconciliar.
Gozosa, Vannozza se retira de la baranda desde la que se contemplan los viñedos y muestra la mesa llena de excesivos manjares para los escasos comensales. Coge con un brazo a César y con el otro a Joan y los invita a que se sienten frente a frente, flanqueados por Canale y el primo Borja cardenal.
– Podemos hablar entre familiares e incluso aligerados por la ausencia de Rodrigo, qué digo, Rodrigo, del Santo Padre. Siempre será Rodrigo para mí. Hay que glorificar a Joan el vencedor y a César, que va a Nápoles como legado pontificio.
Pellizca Joan de Gandía los alimentos, en cambio César come con buen apetito.
– Me gusta invitarte a comer, César, porque haces honor a lo que comes. Tu padre siempre ha sido tan poco apreciativo en estas cosas. Come para vivir, dice. Yo creo que comer es un placer. No hay que cerrarse a la tentación de los sentidos. Tú has salido a mí.
Tú eres un desganado, Joan.
– La gloria harta.
– César.
– Lo digo con propiedad, madre.
Joan lleva un tiempo rodeado de batallas, militares y amorosas.
– ¡Cuenta! ¡Cuenta!
– ¿Qué puedo contar que no sepa toda Roma? Se dice que tu hijo predilecto…
– César.
– ¿Acaso no es vuestro hijo predilecto? ¿De ti y de Rodrigo?
Se dice que comparte a la bella Sancha con el Gran Capitán, otros dicen en cambio que no, que el amor del Gran Capitán por doña Sancha es platónico, como sería lógico en estos tiempos de platonismo. Parece que también andas detrás de una hija del conde Della Mirandola.
– ¿Es todo eso cierto, Joan?
– Si lo dice César, dispone del servicio de espías más eficaz de Roma y no me explico el porqué de esta reunión si ya empezamos con sarcasmos.
– Tiene razón tu hermano, César. ¿Verdad, Carlo?
– Sí, Vannozza.
Parece admitir César que ha comenzado mal la reunión, bebe, gana tiempo y afronta a su hermano.
– Tú y yo deberíamos llegar a un acuerdo.
– La noche promete.
– A nadie se le escapa que Roma te gusta y te asfixia, te gusta porque vives su noche como un murciélago y te asfixia porque nuestro padre te ha preparado un destino que no es de tu agrado. Yo te propongo un cambio.
– ¿De qué cambio se trata?
– Yo te doy la noche y tú me das tu destino.
– Hermosa metáfora, César, hijo. Pero un tanto nocturna, oscura, ¿verdad, Carlo?
– Verdad, Vannozza.
– Yo quiero ser el capitán de los Borja y a cambio te doy la libertad de vivir tu vida.
Hay ironía en los ojos de Joan, pero poco a poco se va convirtiendo en interés.
– ¿Cómo se puede conseguir esa alquimia? ¿Has consultado a tu astrólogo Beheim?
– Los astrólogos sólo sirven para ofrecer ritos, como los cardenales. Beheim atribuye mi destino a un hecho tan aleatorio como el que en el momento de mi nacimiento el Sol se encontraba en la casa ascendente, la Luna en la séptima, Marte en la décima, Júpiter en la cuarta. Es bellísimo pero estéril.