Una muerte extasiada
Ella hizo una mueca al recordar su pánico y obstinada negativa a embarcar en el transporte que los esperaba, y cómo se había reído él y, cargándola a los hombros, la había subido a bordo mientras ella lo maldecía.
– Me gustó París -respondió ella con un resoplido-. Y me encantó la semana en aquella isla. No veía razón para venir a este refugio a medio terminar y suspendido en el espacio cuando íbamos a pasar la mayor parte del tiempo en la cama.
– Estabas asustada. -Le había encantado verla atemorizada ante la perspectiva de su primer viaje fuera del planeta, y había sido un placer para él distraerla durante la mayor parte del trayecto.
– No es cierto. -Aterrorizada, pensó ella-. Estaba con toda razón indignada de que hubieras hecho planes sin consultarme.
– Me parece recordar a alguien absorto en un caso y diciéndome que hiciera los planes que quisiera. Estabas muy guapa de novia.
Esas palabras la hicieron sonreír.
– Era el vestido.
– No; eras tú. -Le acarició el rostro-. Eve Dallas, me perteneces.
Eve desbordaba amor, que parecía llegarle en inesperadas oleadas que la dejaban temblorosa.
– Te quiero. -Bajó el rostro hacia él y lo besó-. Parece como que eres mío.
Era medianoche cuando cenaron. En la terraza bañada por la luz de la luna del alto y casi terminado edificio del Gran Hotel Olympus, Eve escarbaba en la langosta rellena y contemplaba la vista.
Con Roarke ocupándose de ello, el Olympus estaría en pleno funcionamiento dentro de un año. De momento lo tenían para ellos solos, si ignoraban a los obreros de la construcción, arquitectos, ingenieros y otros colaboradores que ocupaban la enorme estación espacial.
Desde la pequeña mesa de cristal donde se hallaban sentados se alcanzaba a ver el centro del refugio. Las luces encendidas para los trabajadores nocturnos y el débil zumbido de las máquinas hablaban de jornadas de veinticuatro horas. Las fuentes y las antorchas y arco iris simulados que brotaban de los surtidores de agua eran para ella, Eve lo sabía.
Él había querido que ella viera lo que estaba construyendo para que empezara a hacerse una idea del mundo al que pertenecía ahora que era su esposa.
Esposa. Eve exhaló un suspiro, y bebió un sorbo del champán que él le había servido. Iba a tardar en comprender cómo había pasado de ser Eve Dallas, teniente de homicidios, a esposa de un hombre que, según afirmaban algunos, tenía más dinero y poder que Dios.
– ¿Algún problema?
Ella parpadeó y esbozó una sonrisa.
– No. -Con concentración, hundió un trozo de langosta en la mantequilla derretida (mantequilla auténtica, no artificial, para la mesa de Roarke), y lo saboreó-. ¿Cómo me enfrentaré al cartón que hacen pasar por comida en la cantina cuando vuelva al trabajo?
– De todos modos comes golosinas. -Le llenó hasta arriba la copa de champán y arqueó una ceja al verla entornar los ojos.
– ¿Tratas de emborracharme, amigo?
– Desde luego.
Ella se echó a reír, algo que él la veía hacer cada vez con mayor facilidad y más a menudo, y encogiéndose de hombros alzó la copa.
– ¡Qué demonios! No voy a hacerte un desaire. -Bebió de un trago el caro champán como si se tratara de agua y añadió-: Y cuando esté borracha te echaré un polvo que tardarás en olvidar.
El deseo que él había creído saciado por el momento volvió a despertar.
– En ese caso nos emborracharemos los dos -repuso él, llenándose la copa hasta el borde.
– Me gusta este lugar.
Se levantó de la mesa y llevó la copa hasta el grueso muro de mármol. Debía de haber costado una fortuna extraerlo de una cantera y llevarlo allí, pero era Roarke, después de todo.
Inclinándose, contempló el espectáculo de la luna reflejada en el agua y observó los edificios de cúpulas y torres, todos relucientes y elegantes para albergar a la gente deslumbrante y los juegos deslumbrantes que habían ido a jugar.
El casino ya estaba terminado y relucía como una esfera dorada en la oscuridad. Una de las doce piscinas estaba iluminada y el agua brillaba de color azul cobalto. Entre los edificios serpenteaban pasillos aéreos que parecían hilos plateados. Ahora estaban vacíos, pero imaginó cómo estarían dentro de seis meses, un año: atestados de gente envuelta en seda y reluciente de joyas. Acudirían allí para ser mimados entre las paredes de mármol del balneario, con sus baños de barro e instalaciones para embellecer al cuerpo, sus especialistas de voz melosa y sus solícitos androides. Acudirían a perder fortunas en el casino, beber licor selecto en los clubes y acostarse con los cuerpos firmes y suaves de prostitutas con licencia.
Roarke les ofrecería un mundo de maravillas. Pero ése no sería el mundo de Eve. Ella se sentía más cómoda en la calle, en la otra acera del mundo de la ley y el crimen. Roarke lo comprendía, ya que procedía de los mismos orígenes. De modo que él se lo había ofrecido cuando sólo era de los dos.
– Estás haciendo algo importante aquí -comentó ella, volviéndose y apoyando la espalda contra el muro.
– Ésa es la idea.
– No. -La joven meneó la cabeza, y sonrió al sentir que todo empezaba a girarle a causa del champán-. Estás haciendo algo de lo que la gente hablará durante siglos, y con lo que soñarán. Has recorrido un largo camino desde que eras el joven ladrón que correteaba por los callejones de Dublín, Roarke.
Él sonrió con malicia.
– No tan largo, teniente. Sigo robando carteras, sólo que de la forma más legal posible. Casarte con una polizonte pone límites a ciertas actividades.
Esta vez ella frunció el entrecejo.
– Prefiero no oír hablar de ellas.
– Mi querida Eve. -Roarke se levantó con la botella-. Siempre tan rigurosa. Y tan impulsiva que te has enamorado perdidamente de un tipo sospechoso. -Volvió a llenarle la copa y dejó a un lado la botella-. Un tipo que meses atrás estaba en tu breve lista de sospechosos de asesinato.
– ¿Te divierte ser sospechoso?
– Pues sí. -Roarke le acarició con el pulgar el pómulo donde había desaparecido un cardenal, salvo en su memoria-. Y me preocupas un poco. -Mucho, reconoció para sus adentros.
– Soy una buena policía.
– Lo sé. La única que ha despertado toda mi admiración. ¡Qué extraña broma del destino que me haya enamorado de una mujer consagrada a la justicia!
– Me parece aún más extraño que yo me haya unido a alguien capaz de comprar y vender planetas a su antojo.
– Casado. -Él se echó a reír. Le dio la vuelta y le mordisqueó la nuca-. Vamos, dilo. Estamos casados. No te atragantarás.
– Ya sé que lo estamos. -Se ordenó relajarse y se apoyó contra él-. Dame tiempo para hacerme a la idea. Me gusta estar aquí contigo, lejos de todo.
– Entonces, ¿te alegras de que te haya presionado para que te tomaras estas tres semanas?
– No me presionaste.
– Tuve que insistirte. -Le mordisqueó la oreja-. E intimidarte. -Le deslizó las manos por los senos-. Y suplicarte.
– Nunca me has suplicado nada. Pero es posible que insistieras. No me había tomado tres semanas de vacaciones desde… nunca.
Él se abstuvo de recordarle que ahora tampoco lo había hecho exactamente. No habían transcurrido veinticuatro horas sin que probara un programa que la enfrentaba a un crimen.
– ¿Por qué no hacer que sean cuatro?
– Roarke…
Él se echó a reír.
– Sólo bromeaba. Apura la copa. No estás lo bastante borracha para lo que tengo en mente.
– ¿Ah, sí? -A ella se le aceleró el pulso, lo que la hizo sentir como una tonta-. ¿Y de qué se trata?
– Perderá la gracia si te lo digo. Digamos que me propongo tenerte ocupada las últimas cuarenta y ocho horas que nos quedan aquí.
– ¿Cuarenta y ocho? -Eve soltó una carcajada y apuró la copa-. ¿Cuándo empezamos?
– No hay como… -Él se interrumpió al oír el timbre de la puerta-. Pedí a los camareros que recogieran mañana. Espera aquí. -Le cerró el albornoz que acababa de desabrocharle-. Los mandaré a paseo.
– Trae otra botella de paso -pidió ella sonriendo mientras se servía las últimas gotas en la copa-. Alguien se ha pulido ésta entera.
Divertido, Roarke cruzó el espacioso salón de techo de cristal y mullidas alfombras. De entrada quería verla allí tendida, en ese suelo tan blando y con las estrellas brillando por encima de sus cabezas. Arrancó un largo lirio blanco de una fuente de porcelana y se imaginó enseñándole lo que un hombre habilidoso era capaz de hacer a una mujer con los pétalos de una flor.
Sonriendo, entró en el vestíbulo de paredes doradas y una amplia escalera de mármol. Tras echar un vistazo a la pantalla de seguridad, se preparó para maldecir al camarero del servicio de habitaciones por la interrupción.
Pero se encontró con uno de sus ingenieros.
– ¡Carter! ¿Algún problema?
Carter se frotó un rostro mortalmente pálido y cubierto de sudor.
– Señor, me temo que sí. Necesito hablar con usted. Por favor.
– Está bien. Un momento.
Roarke suspiró mientras apagaba la pantalla y desconectaba las cerraduras. A sus veinticinco años, Carter era joven para el puesto que ocupaba, pero era un genio del diseño y su ejecución. Si había algún problema en la construcción, lo mejor era resolverlo al momento.
– ¿Se trata del planeador de la sala? -preguntó Roarke mientras descodificaba la puerta-. Creía que ya lo habías resuelto.
– No, quiero decir, sí señor, ya lo he resuelto. Ahora funciona perfectamente.
Roarke advirtió que el joven temblaba y se olvidó de su enfado.
– ¿Ha habido un accidente? -Cogió a Carter del brazo para conducirlo al salón y lo hizo sentar-. ¿Algún herido?
– No lo sé… quiero decir, no sé si ha sido un accidente. -Parpadeó y clavó la mirada al frente con ojos vidriosos-. Señorita… señora. Teniente -saludó a Eve al verla entrar y se dispuso a levantarse, pero volvió a caer sin fuerzas cuando ésta le hizo sentar de un empujón.
– Está en estado de shock -señaló Eve-. Dale un poco de ese caro coñac que tienes por aquí. -Se inclinó hacia él-. Te llamas Carter, ¿verdad? Tranquilízate.
– Yo… -El rostro del joven adquirió un tono macilento-. Creo que voy…
Antes de que pudiera terminar la frase, Eve le colocó la cabeza entre las rodillas.
– Respira. Sólo respira. Dame ese coñac, Roarke. -Alargó la mano y allí tenía la copa.
– Cálmate, Carter -lo tranquilizó Roarke-. Bebe un trago de esto.
– Sí, señor.