Una muerte inmortal
– ¿Impresiones, Peabody?
– Es muy astuto.
– Como el hambre. -Eve hundió las manos en los bolsillos mientras el ascensor descendía, jugueteó con unos discos de crédito-. La despreciaba pero se acostaba con ella, y estaba dispuesto a utilizarla.
– Creo que la encontraba patética, potencialmente peligrosa pero rentable.
– Y si esa rentabilidad hubiera menguado, o aumen?tado el peligro, ¿podría Redford haberla matado?
– En un abrir y cerrar de ojos. -Peabody se adelantó para entrar en el garaje-. No tiene escrúpulos. Si ese proyecto que tenían entre manos hubiera empezado a ir mal, o si ella hubiera querido presionarle, él habría he?cho cruz y raya. La gente tan controlada y tan pagada de sí misma tiende a esconder un alto potencial de violen?cia. Y su coartada es una birria.
– Sí, desde luego. -Las posibilidades hicieron sonreír a Eve-. La comprobaremos, pero primero pasaremos por casa de Pandora y buscaremos el escondrijo. Comunicado -ordenó-: asegúrese de que podemos saltar cerraduras.
– Eso no es una traba para usted -murmuró Pea?body, pero conectó el enlace.
La caja había desaparecido. El chasco fue tal que Eve se quedó plantada en la lujosa alcoba de Pandora mirando al cajón durante diez segundos hasta asimilar que estaba vacío.
– Esto es un tocador, ¿no?
– Así los llaman. Mire toda esa cantidad de frascos y de tarros. Cremas para esto, ungüentos para lo otro. -Peabody cogió un frasco del tamaño de medio dedo pulgar-. Crema para estar siempre joven. ¿Sabe cuánto cuesta esta chorrada, Dallas? Quinientos pavos en Saks. Quinientos por media onza de nada. Hablando de vani?dad…
Peabody dejó el frasco, avergonzada de haber tenido la breve tentación de metérselo en el bolsillo.
– Sumando todo lo que hay aquí, Pandora poseía unos diez o quince mil dólares en cosméticos.
– Domínese, Peabody.
– Sí, señor. Lo siento.
– Estamos buscando una caja. Los del gabinete ya han recogido los discos de los enlaces de Pandora. Sabe?mos que esa noche no hizo ni recibió ninguna llamada. Al menos desde aquí. Bien, está cabreada. Va ciega. ¿Qué hace entonces?
Eve siguió abriendo cajones y revolviendo cosas.
– Bebe más, tal vez, va por toda la casa pensando lo que querría hacer a las personas que la han fastidiado. Cerdos, puercas. ¿Quién se han creído que son? Ella puede tener todo lo que desee. Tal vez entra aquí y se zampa otra píldora, para que la cosa no decaiga.
Esperanzada, aunque era un estuche corriente, es?maltado, y no de madera ni chino, Eve levantó una tapa. Dentro había un surtido de anillos: oro, plata, porcela?na, marfil tallado.
– Curioso lugar para guardar joyas -comentó Peabody-. Bueno, quiero decir, tiene un gran cofre de cris?tal para la bisutería, y la caja fuerte para lo verdadera?mente valioso.
Eve levantó la vista, vio que su ayudante lo decía muy en serio, y no disimuló del todo la risa.
– No son joyas precisamente, Peabody. Son anillos eróticos. Se encajan en la polla y luego…
– Sí. -Peabody trató de no mirar-. Ya lo sé. Pero bueno, curioso sitio para guardarlos.
– Ya, desde luego es tonto guardar juguetes sexua?les en una caja cerca de la cama. En fin, ¿dónde esta?ba? Pandora ha ingerido algo acompañado de champán. Alguien va a pagar por haberle estropeado la vela?da. Ese mierda de Leonardo va a tener que arrastrarse, que implorar. Le hará pagar el haberse tirado a una furcia a sus espaldas, y por dejar que la zorra apare?ciese en su casa (su casa, por Dios) para tocarle las narices.
Eve cerró un cajón y abrió otro. -Según el sistema de seguridad, ella salió de aquí después de las dos. La puerta tiene cierre automático. No pide un coche. Está como a sesenta manzanas de casa de Leonardo y lleva tacones de aguja, pero no pide un taxi. No hay constancia de que ninguna compañía la fuera a recoger ni la dejara en ninguna parte. Consta que tenía un minienlace, pero no lo hemos encontrado. Si lo llevaba encima e hizo una llamada, es que ella o alguien más disponía de uno.
– Pero si llamó al asesino, éste fue lo bastante listo para deshacerse del aparato. -Peabody empezó a regis?trar el armario ropero de dos niveles y consiguió no asfi?xiarse con todos aquellos percheros, muchas de cuyas prendas conservaban aún la etiqueta del precio-. Lo que está claro es que no fue a pie hasta el centro. La mitad de estos zapatos ni siquiera tiene la suela arañada. No era de las que caminan.
– De acuerdo. No creo que tomara un cochambroso taxi. Le bastaba con chasquear los dedos y ya tenía a me?dia docena de esclavos ansiosos peleándose por llevarla allá donde quisiera ir. Así que alguien la recoge. Van a casa de Leonardo. ¿Por qué?
Fascinada por el modo en que Eve hacía encajar el punto de vista de Pandora con el suyo propio, Peabody dejó de buscar y la observó.
– Ella insiste. Exige. Amenaza.
– Quizá llama a Leonardo. O quizá es otra persona. Llegan al apartamento, la cámara de seguridad está rota. O la rompe ella.
– O la rompe el asesino. -Peabody salió del mar de seda color marfil-. Porque él ya ha planeado liquidarla.
– ¿Para qué llevarla a casa de Leonardo si ya lo ha pla?neado? O si fue Leonardo, ¿por qué ensuciar su propia casa? Aún no estoy segura de que el asesinato fuera prio?ritario. Llegan allí, y si es verdad lo que dice Leonardo, no hay nadie en el apartamento. Él se ha ido de copas y a buscar a Mavis, que también se ha ido de copas. Pandora quiere castigar a Leonardo. Empieza a arrasar el lugar, quizá da rienda suelta a una parte de su cólera con su compañero. Pelean. La cosa va a más. Él agarra el bastón, tal vez para defenderse, tal vez para atacar. Ella está conmocionada, dolida, asustada. A Pandora nadie le pega. ¿Qué pasa aquí? Él no puede parar, o no quiere. Ella queda tendida en el suelo y hay sangre por todas partes.
Peabody no dijo nada. Había visto las fotografías. Podía imaginarse lo sucedido tal como lo explicaba Eve.
– El asesino está de pie a su lado, jadeando. -Semicerrados los ojos, Eve trató de enfocar la sombría figura del homicida-. La sangre de ella le ha salpicado. Se huele por todas partes. Pero no tiene miedo, no puede permi?tírselo. ¿Qué le ata a ella? El minienlace. Lo coge, se lo guarda. Si es lo bastante listo, y ahora ha de serlo, revisa las cosas de ella, se asegura de que no haya nada que pue?da inculparle. Limpia el bastón y todo lo demás que cree haber tocado.
En la mente de Eve todo sucedía como en un vídeo antiguo, borroso y lleno de sombras. La figura -hombre o mujer- apresurándose a borrar las huellas, pasando por encima del charco de sangre.
– Hay que darse prisa. Podría venir alguien. Pero hay que ser concienzudo. Ya casi está todo limpio. Entonces oye entrar a alguien. Es Mavis. Ella llama a Leonardo, ve el cuerpo, se arrodilla a su lado. La situación es perfecta. El asesino la golpea, luego le cierra los dedos sobre el bastón, hasta puede que le dé a Pandora algunos golpes más. Coge la mano de la muerta y araña con sus uñas el rostro de Mavis, su ropa. Se pone algo encima, de Leo?nardo, para así ocultar su propia ropa.
Se enderezó tras registrar un cajón inferior y vio que Peabody la estaba mirando.
– Es como si estuviera allí -murmuró ésta-. Me gus?taría poder hacer eso, meterme en la escena de ese modo.
– Con un poco más de experiencia lo conseguirá. ¿Dónde diablos está la caja?
– Quizá se la llevó al salir.
– No lo creo. ¿Dónde está la llave, Peabody? Pando?ra cerró el cajón. ¿Dónde está la llave?
En silencio, Peabody sacó su unidad de campo y so?licitó una lista de los artículos encontrados en el bolso de la víctima o en su persona.
– No consta llave alguna entre las pruebas.
– Entonces la tenía él. Y volvió para coger la caja y todo lo que necesitara llevarse. Veamos el disco de segu?ridad.