Una muerte inmortal
– Eve.
– ¿Hummm?
– Me toca a mí.
Ella le miró con ojos entrecerrados y él la hizo vol?ver de espaldas. Eve tardó un segundo en sentir que la penetraba.
– Pensaba que tú, que los dos…
– Tú sí-murmuró él, viendo cómo un rebrote de pla?cer le asomaba a la cara mientras él se movía dentro-. Ahora eres tú la que ha de aceptar.
Ella rió, pero su carcajada se convirtió en gemido.
– Acabaremos matándonos si seguimos así.
– Me arriesgaré. No, no cierres los ojos. Mírame. -Roarke vio cómo los ojos se ponían vidriosos cuando él aceleró el ritmo, oyó su grito ahogado al penetrarla él más y más.
Y luego ambos se pusieron a embestirse, ávidas las manos de ella, impacientes las caderas de él. Estaban trabados, como dos boxeadores esperando la cuenta y boqueando. Él había resbalado un poco hacia abajo, y veía que aunque sus pechos estaban al alcance de sus labios, ya no tenía vigor para aprovecharse de ello.
– No me noto los pies -dijo ella-. Ni los dedos de la mano. Creo que me he roto algo.
Roarke temió estar cortándole el aire y la circula?ción. Haciendo un esfuerzo, invirtió su posición y pre?guntó:
– ¿Mejor ahora?
Ella aspiró una larga bocanada de aire.
– Creo que sí.
– ¿Te he hecho daño?
– ¿Qué?
Roarke le inclinó la cabeza y escrutó aquella sonrisa inexpresiva.
– Déjalo. ¿Has terminado conmigo?
– De momento.
– Menos mal. -Él se echó hacia atrás y se concentró en respirar.
– Dios, menudo estropicio.
– No hay nada como el sexo viscoso y mojado para recordarle a uno que es humano. Vamos.
– ¿Adonde?
– Cariño -le plantó un beso en el hombro húmedo-, tienes que ducharte.
– Pienso dormir aquí un par de días. -Ella se ovilló y bostezó-. Ve tú primero.
Él meneó la cabeza y haciendo acopio de fuerzas apartó a Eve y se puso en pie. Tras inspirar profunda?mente, alargó el brazo y se la echó a la espalda.
– Sí, claro, aprovéchate de una muerta.
– De un peso muerto -masculló él y cruzó el gimna?sio en dirección a los vestuarios. Ajustando el peso de Eve sobre sus hombros, entró a la zona embaldosada. Con una sonrisa perversa, se dio la vuelta de forma que la cara de ella recibiera toda la fuerza de una de las du?chas.
– Sesenta y tres grados. Máxima potencia.
– Sesenta y… -fue todo lo que Eve pudo decir. El res?to se perdió en medio de gritos y exclamaciones que re?sonaron en los relucientes azulejos.
Ya no era un peso muerto sino una mujer mojada, y desesperada. Él rió mientras ella balbucía y le insultaba a placer.
– ¡Noventa! -gritó ella-. ¡Noventa jodidos grados!
Cuando el chorro salió casi hirviendo, Eve consi?guió aguantar la respiración.
– ¡Te mataré, Roarke!
– Es bueno para ti, cariño. -Roarke la dejó en el sue?lo y le ofreció el jabón-. Lávate, teniente. Me" muero de hambre.
Ella también.
– Te mataré después -decidió-. En cuanto haya co?mido.
Una hora después, Eve estaba limpia, satisfecha, vestida y atacando un grueso filete.
– Sólo me caso contigo por el sexo y el dinero, sabes.
Él bebió un poco de vino tinto y la observó comer a dos carrillos.
– Pues claro.
Eve mordió una patata frita.
– Y porque eres guapito de cara.
Roarke se limitó a sonreír.
– Eso dicen todas.
No eran ésas las razones, pero un buen polvo, un buen filete y una cara bonita podían aplacar cualquier mal humor. Eve le sonrió.
– ¿Cómo está Mavis?
Él había estado esperando que lo preguntara, pero sabía que ella había tenido que sacarse algo antes del or?ganismo.
– Bien. Está en su suite celebrando una especie de reunión con Leonardo. Puedes hablar con ellos mañana por la mañana.
Eve miró su plato mientras seguía cortando la carne.
– ¿Qué opinas de él?
– Creo que está desesperadamente, casi patéticamen?te enamorado de Mavis. Y como tengo cierta experiencia en ese tipo de emociones, me solidarizo con su situación.
– No hemos podido verificar sus movimientos la no?che del crimen. -Ella cogió su copa de vino-. Tenía el móvil, tenía medios, y muy probablemente la oportuni?dad. No hay ninguna prueba física que lo vincule al cri?men, pero éste tuvo lugar en su apartamento y el arma homicida le pertenecía.
– ¿Te lo imaginas matando a Pandora y luego organi?zando la escena para inculpar a Mavis?
– No. Aunque sería más fácil decir que sí. -Eve tam?borileó con los dedos en la mesa y volvió a coger la copa que había dejado-. ¿Conoces a Jerry Fitzgerald?
– Sí, la conozco. -Esperó un segundo-. No, no me he acostado con ella.
– Quién te lo pregunta.
– Es para abreviar.
Ella se encogió de hombros y bebió un poco más.
– A mí me parece astuta, ambiciosa, inteligente y dura.
– Sueles dar en la diana.
– No sé mucho de modelos, pero he investigado un poco la profesión. Al nivel de Fitzgerald, los premios son muy importantes. Dinero, prestigio, publicidad. Ser cabeza de cartelera en un show tan anunciado como el de Leonardo merece créditos grandes y una cobertura total. Eso le permitiría ocupar el puesto de Pandora.
– Si sus diseños tienen garra, valdría la pena gastarse una suma importante en ser el primer patrocinador -con?cedió Roarke-. Pero eso no deja de ser una conjetura.
– Jerry tienen un lío con Justin Young, y reconoció que Pandora estaba tratando de apartarlo de ella.
Roarke reflexionó:
– No me imagino a Jerry Fitzgerald convertida en asesina por amor a un hombre.
– Ya, seguramente por un estilista lo haría -admitió Eve-, pero hay más.
Le habló de la conexión entre la muerte de Boomer y la nueva mezcla hallada en el organismo de Pandora.
– No hemos dado con el escondrijo. Alguien más fue a buscarlo, y sabía dónde mirar.
– Jerry ha criticado públicamente las ilegales. Claro que eso es de puertas afuera -añadió Roarke-. Y aquí se trata de beneficios, no de reuniones sociales.
– Ésa es mi hipótesis. Una mezcla así, muy adictiva, potente, etcétera, podría generar grandes beneficios. El hecho de que sea letal en última instancia no frenará su distribución ni su consumo.
Apartó el filete a medio terminar, con un gesto que hizo arquear una ceja a Roarke. Cuando no comía, es que estaba preocupada.
– Yo creo, Eve, que estás a punto de hincarle el diente a una pista. Una pista que se aparta totalmente de Mavis.
– Sí. -Se levantó, inquieta-. Una pista que no apunta hacia nadie. Fitzgerald y Young se cubren mutuamente. Los discos de seguridad confirman su paradero en el momento de la muerte. Paul Redford no tiene coartada, o a la que tiene le sobran agujeros, pero no puedo echar?le el guante. Por ahora.
Que quería eso le pareció muy claro a Roarke:
– ¿Qué impresión sacaste?
– Insensible, despiadado, interesado.
– No te cayó bien.
– Pues no. Es empalagoso, presumido, cree que pue?de manejarme sin forzar su materia gris. Y me ofreció información, como hicieron Young y Fitzgerald. No me gustan los voluntarios, sabes.
Roarke pensó que la mente de un policía era una caja de sorpresas.
– Te habrías fiado más si hubieras tenido que sacarle la información a la fuerza.
– Claro. -Para ella era una regla básica-. Estaba an?sioso por chivarme que Pandora consumía drogas. Igual que Fitzgerald. Y los tres se alegraron casi de decirme que la víctima les caía fatal.
– Supongo que no se te ocurrió que pudieran ser sin?ceros.
– Cuando la gente es tan franca, y más con un policía, normalmente es que debajo hay algo. Voy a tener que sonsacarles un poco. -Dio una vuelta y se sentó de nue?vo-. Luego está el hombre de Ilegales con el que no dejo de tropezarme.
– Casto.
– El mismo. Quiere los casos, y aceptó muy bien que el tiro le saliera por la culata, pero con él no será como par?ticipar a partes iguales. Casto quiere ascender a capitán.