El Laberinto
Recogiéndose la falda, Alaïs sorteó con cuidado los restos dispersos de otra tumultuosa noche en la taberna de Sant Joan deis Evangèlis. Manzanas machucadas, peras a medio comer, huesos roídos y fragmentos de jarras de cerveza yacían en el polvo. Un poco más allá, un mendigo dormía acurrucado en un portal, con el brazo apoyado sobre el dorso de un perro enorme, viejo y roñoso. Tres hombres yacían contra las paredes del pozo, gruñendo y roncando con tanta fuerza que sofocaban el canto de los pájaros.
El centinela de guardia en la poterna tenía un aspecto lamentable y no hacía más que toser y farfullar, envuelto en su capa de tal modo que sólo las cejas y la punta de la nariz quedaban a la vista. No quería que lo importunaran. Al principio hizo como que no veía a la joven, pero entonces ella sacó una moneda del bolso. Sin mirarla siquiera, cogió la moneda con una mano mugrienta, la probó entre los dientes y, a continuación, descorrió los cerrojos y abrió la poterna lo suficiente como para dejar pasar a Alaïs.
El sendero hasta la barbacana era empinado y rocoso. Discurría entre dos altas empalizadas protectoras de madera y resultaba difícil ver algo. Pero Alaïs había recorrido muchas veces ese mismo trayecto para salir de la Cité y conocía bien cada oquedad y cada montículo del terreno, por lo que bajó la cuesta sin dificultad. Rodeó el pie de la achaparrada torre circular de madera siguiendo la línea trazada por la corriente, que aceleraba su curso como un canal de molino al pasar por la barbacana.
Las zarzas le arañaban las piernas y las espinas se le enganchaban al vestido. Cuando llegó al final, la bastilla de la capa había adquirido un tono violáceo y estaba empapada de ir pasando a ras de la hierba húmeda. Tenía las puntas de las babuchas de piel manchadas de oscuro.
Nada más salir de la sombra de la empalizada hacia el ancho mundo que se abría ante ella, Alaïs sintió que su espíritu se elevaba. A lo lejos, una blanca niebla de julio flotaba sobre la Montagne Noire. Sobre el horizonte, trazos de rosa y añil surcaban el cielo del amanecer.
Mientras contemplaba el perfecto mosaico de campos de trigo, avena y cebada, y los bosques que se prolongaban hasta más allá de donde alcanzaba la vista, Alaïs sintió a su alrededor la presencia del pasado, que la abrazaba. Espíritus amigos y fantasmas que le tendían las manos, hablaban susurrando de sus vidas y compartían con ella sus secretos. La conectaban con todos aquellos que alguna vez habían estado de pie en esa colina (y con todos los que vendrían), soñando con lo que podía depararles la vida.
Alaïs nunca había salido de las tierras del vizconde Trencavel. Le costaba imaginar las grises ciudades del norte, como París, Amiens o Chartres, donde había nacido su madre. No eran más que nombres, palabras sin color ni tibieza, duras como la langue d’oil, el idioma que por allí se hablaba. Pero aunque tenía poco con qué compararlo, no podía creer que ningún otro sitio fuera tan bonito como el sempiterno e intemporal paisaje de Carcasona.
Bajó la colina, abriéndose paso entre los matorrales y los ásperos arbustos, hasta llegar a las llanas ciénagas de la ribera meridional del Aude. La falda empapada se le enredaba en las pantorrillas y de vez en cuando la hacía tropezar. Notó que estaba inquieta, atenta y que andaba más aprisa que de costumbre. No era que Jacques o Berengier la hubiesen alarmado, se dijo. Ellos siempre se preocupaban por ella. Pero ese día se sentía aislada y vulnerable.
Al recordar la historia del mercader que decía haber visto un lobo del otro lado del río, apenas una semana antes, su mano buscó la daga en la cintura. Todos creyeron que exageraba. En esa época del año, todo lo más sería un zorro o un perro salvaje. Pero ahora que estaba sola en el campo, la historia le parecía más creíble. La fría empuñadura la tranquilizó.
Por un instante, estuvo tentada de regresar. «No seas tan cobarde.» Siguió adelante. Una o dos veces se volvió, sobresaltada por ruidos cercanos que resultaron no ser más que el batir de las alas de un pájaro o la reptante agitación de una anguila amarilla, en el agua somera del río.
Poco a poco, al seguir la senda familiar, su nerviosismo se fue desvaneciendo. El río Aude era ancho y poco profundo, con varios tributarios que se abrían a ambos lados, como las venas en el dorso de una mano. La bruma matinal reverberaba traslúcida sobre la superficie del agua. En invierno, la corriente bajaba rápida e impetuosa, alimentada por los gélidos torrentes de las montañas; pero el verano estaba siendo seco, y el río llevaba poca agua. Las ruedas del molino casi no se movían con la corriente; aseguradas a la orilla con gruesos cabos, formaban una dorsal de madera que subía por el centro del río.
Era pronto para las moscas y mosquitos, que planearían como nubes negras sobre las charcas cuando el calor se volviera más intenso, de modo que Alaïs tomó el atajo que atravesaba los pantanos. El sendero estaba marcado con pequeños montones de piedras blancas, para prevenir caídas en el cieno traicionero. La joven lo siguió con cuidado hasta llegar al borde del bosque que se extendía justo al pie del tramo occidental de las murallas de la Cité.
Su destino era un pequeño claro aislado, donde crecían las mejores plantas, sobre la ribera parcialmente umbría del río. Nada más sentirse a resguardo bajo los árboles, Alaïs ralentizó la marcha y comenzó a disfrutar. Tras apartar las ramas de hiedra suspendidas sobre el sendero, inhaló el aroma generoso y terreo del musgo y las hojas.
Aunque no había signos de actividad humana, el bosque estaba lleno de colores y sonidos. El aire vibraba con los trinos y gorjeos de estorninos, currucas y pardillos. Ramas y hojas crujían y chasqueaban bajo los pies de Alaïs. Por el sotobosque se escabullían conejos de rabos blancos, botando mientras buscaban refugio entre matas de veraniegas flores amarillas, violáceas y azules. En lo alto, en las ramas horizontales de los pinos, las ardillas rojas partían piñas, enviando al suelo una lluvia de delgadas y aromáticas agujas.
Alaïs estaba acalorada cuando llegó al claro, pequeña isla de hierba con un espacio abierto que bajaba hasta el río. Aliviada, dejó en el suelo el capazo, frotándose el interior del codo, donde el asa se le había hincado en la carne. Se quitó la pesada capa y la colgó de la rama baja de un sauce blanco, antes de enjugarse la cara y el cuello con un pañuelo. Puso el vino en el hueco de un árbol para que se conservara fresco.
Los muros del Château Comtal se cernían en lo alto, sobre ella. El distintivo contorno de la torre Pinta, alta y esbelta, se recortaba contra la palidez del cielo. Alaïs se preguntó si su padre estaría despierto, sentado ya con el vizconde en sus aposentos privados. Sus ojos se desviaron a la izquierda de la torre del vigía, buscando su propia ventana. ¿Aún dormiría Guilhelm? ¿O se habría despertado y descubierto su ausencia?
Siempre la asombraba, cuando levantaba la vista a través del verde dosel de hojas, que la Cité estuviera tan cerca. Dos mundos diferentes en agudo contraste. Allí arriba, en las calles y en los pasillos del Château Comtal, todo era bullicio y actividad. No había paz. Abajo, en el reino de las criaturas de los bosques y las ciénagas, reinaba un silencio profundo e intemporal.
Era allí abajo donde ella se sentía como en casa.
Alaïs se quitó las babuchas de piel. La hierba era deliciosamente fresca bajo sus pies; aún conservaba la humedad del rocío de la mañana y le hacía cosquillas. Con el placer del momento, todo pensamiento de la Cité y la casa se esfumó de su mente.
Llevó sus utensilios hasta la ribera. Una mata de angélica crecía en el agua poco profunda de la orilla. Los resistentes tallos acanalados parecían una fila de soldados de juguete, montando guardia sobre el lecho cenagoso. Las brillantes hojas verdes, algunas más grandes que su mano, proyectaban una sombra tenue sobre la corriente.
Nada mejor que la angélica para limpiar la sangre y proteger contra infecciones. Su amiga y mentora, Esclarmonda, le había inculcado la importancia de recoger los ingredientes para fabricar cataplasmas, pociones y otros remedios en cualquier momento y allí donde los encontrara. Aunque por entonces la Cité estaba libre de miasmas, nadie podía saber qué iba a suceder al día siguiente. La enfermedad podía abatirse en cualquier momento. Como todas las cosas que le decía Esclarmonda, aquél era un buen consejo.
Tras remangarse, Alaïs desplazó hacia la espalda la vaina del cuchillo, de modo que no le entorpeciera los movimientos. Se recogió el pelo en una trenza para evitar que le tapara la cara mientras trabajaba y se remetió la falda en el cinturón, antes de adentrarse en el río. El repentino frío en los tobillos le erizó la piel y la hizo retener el aliento.
Mojó en el agua las tiras de paño, las desplegó en fila a lo largo de la orilla y se puso a cavar con la paleta bajo las raíces. Acto seguido, con un ruido de ventosa, la primera planta quedó libre del fango. La joven la arrastró hasta la ribera y la partió en trozos con una hachuela. Envolvió con los paños las raíces y las dispuso en el fondo del capazo, a continuación, envolvió en otra de las telas las florecillas amarillo verdosas, con su distintivo aroma especiado, y las guardó en el saco de cuero que reservaba para las hierbas. Desechó las hojas y el resto de los tallos, y volvió a adentrarse en el río para empezar otra vez el proceso. No tardó en tener las manos teñidas de verde y los brazos cubiertos de barro.
Cuando hubo cosechado toda la angélica, Alaïs miró a su alrededor, para ver si encontraba alguna otra cosa útil. Un poco más lejos, río arriba, había consuelda, con sus extrañas y características hojas que parecen crecer directamente del tallo, y sus flores arracimadas semejantes a campanillas rosa y violeta. La consuelda, o hierba de las cortaduras, es buena para reducir las magulladuras y sanar la piel y los huesos. Decidida a aplazar sólo un poco más su desayuno, Alaïs cogió sus herramientas y se puso manos a la obra, y únicamente se detuvo cuando el capazo estuvo lleno y hubo usado hasta la última tira de paño.
Cargó la cesta río arriba, se sentó bajo los árboles y estiró hacia adelante las piernas. Sentía rígidos la espalda, los hombros y los dedos, pero estaba satisfecha con lo que había conseguido. Inclinándose, sacó del hueco del árbol la jarra de vino de Jacques. El tapón se soltó con un ruido seco. Alaïs se estremeció ligeramente al sentir el cosquilleo de la bebida fría en la lengua y la garganta. Después desenvolvió el pan recién hecho y partió un buen trozo con la mano. Sabía a una extraña combinación de trigo, sal, agua de río y hierbajos, pero estaba hambrienta. Fue una comida tan buena como la mejor que hubiese tomado en su vida.