El Laberinto
El Château Comtal estaba lleno de huéspedes distinguidos y cada día llegaban más: los señores de los castillos más importantes de los dominios de Trencavel, con sus esposas, y los más valientes y famosos chavalièrs del Mediodía. Los mejores juglares y trovadores habían sido invitados al tradicional torneo de verano, que se convocaba para la fiesta de Sant Nazari, a finales de julio. Teniendo en cuenta la sombra de guerra que se cernía desde hacía más de un año, el vizconde había decidido que el deleite de sus huéspedes fuera grande y que aquel torneo fuera el más memorable de su mandato.
Pelletier, por su parte, había resuelto no dejar nada librado al azar. Cerró la puerta del granero con una de las muchas y pesadas llaves que llevaba colgadas de un aro metálico en la cintura y se alejó por el pasillo.
– Ahora, la bodega -le dijo a François, su criado-. El vino del último tonel estaba rancio.
Pelletier recorrió a grandes zancadas el pasillo, deteniéndose brevemente para observar las salas por las que iban pasando. El almacén de la ropa blanca, oloroso a lavanda y tomillo, estaba desierto, como esperando la llegada de alguien que le devolviera la vida.
– ¿Están lavados y listos para la mesa esos manteles?
– Òc, messer.
En la despensa frente a la bodega, al pie de la escalera, unos hombres pasaban trozos de carne por la saladera. Después colgaban algunos cortes de los ganchos de metal que pendían del techo y metían otros en los toneles durante un día más. En una esquina, un hombre ensartaba setas, ajos y cebollas en cordeles y los ponía a secar.
Todos dejaron lo que estaban haciendo y guardaron silencio cuando entró Pelletier. Algunos de los criados más jóvenes se pusieron de pie desmañadamente. El senescal no dijo nada; se limitó a mirar, abarcando todo el recinto con su mirada aguda, antes de hacer un gesto de aprobación y proseguir su camino.
Estaba abriendo el cerrojo de la bodega, cuando oyó un griterío y ruido de carreras en el piso de arriba.
– Ve a ver qué ocurre -dijo en tono irritado-. No puedo trabajar con tanto alboroto.
– Òc, messer.
François se dio la vuelta y subió corriendo la escalera para investigar.
Pelletier empujó la pesada puerta y entró en la bodega, fresca y oscura, donde aspiró el perfume familiar de la madera húmeda y el olor punzante y agrio del vino y la cerveza derramados. Fue recorriendo lentamente los pasillos hasta localizar los toneles que buscaba. Cogió un vaso de barro de la bandeja preparada en la mesa y aflojó la espita. Lo hizo despacio y con cuidado, para no perturbar el equilibrio del interior del barril.
Un ruido fuera, en el pasillo, hizo que se le erizaran los pelillos de la nuca. Dejó el vaso. Alguien lo llamaba por su nombre. Alaïs. Había ocurrido algo.
Pelletier atravesó la estancia y abrió la puerta de par en par.
Alaïs bajaba la escalera a toda prisa, como perseguida por una jauría de perros, y François iba detrás de ella.
Advirtiendo la gris presencia de su padre entre los barriles de vino y cerveza, la joven lanzó una exclamación de alivio. Se arrojó en sus brazos y hundió en su pecho el rostro arrasado por las lágrimas. El olor familiar y reconfortante le reavivó las ganas de llorar.
– En nombre de Sainte Foy, ¿qué ocurre? ¿Qué te ha pasado? ¿Te has hecho daño? ¡Habla!
Alaïs distinguió el tono de alarma en la voz de su padre. Retrocedió un poco e intentó hablar, pero las palabras estaban atrapadas en la garganta y se resistían a salir.
– Padre, yo…
Los ojos del senescal rebosaban de interrogantes, viendo el aspecto desaliñado y la ropa manchada de su hija. Por encima de la cabeza de ella, miró a François, en busca de una explicación.
– He encontrado así a dòmna Alaïs, messer.
– ¿Y no ha dicho nada de la causa de este… del motivo de su aflicción?
– No, messer. Sólo que la trajera ante vos sin demora.
– Muy bien. Ahora vete. Te llamaré si te necesito.
Alaïs oyó que la puerta se cerraba. Después sintió el pesado contacto del brazo de su padre sobre sus hombros. El senescal la condujo hasta el banco que se extendía a lo largo de todo un lado de la bodega y la hizo sentar en él.
– Por favor, filha -dijo en tono más suave, alargando una mano para apartar un mechón de la cara de la joven-. Esto no es propio de ti. Cuéntame lo ocurrido.
Una vez más, Alaïs intentó controlarse, detestando ser motivo de ansiedad y preocupación para su padre. Con el pañuelo que él le tendía se frotó las mejillas manchadas y se secó los ojos enrojecidos.
– Anda, bebe -le dijo él, poniendo entre sus manos un vaso de vino, antes de sentarse a su lado. Los viejos tablones de madera crujieron y se combaron bajo su peso-. François ya se ha ido. Estamos solos tú y yo. Tienes que controlarte y contarme qué ha sucedido para alterarte tanto. ¿Es algo que ha hecho Guilhelm? ¿Te ha ofendido? Porque si es así, te juro que…
– Guilhelm no tiene nada que ver con esto, paire -se apresuró a aclarar Alaïs-. Nadie tiene nada que ver.
Levantó la vista para mirar a su padre y en seguida volvió a bajar la mirada, turbada y humillada por presentarse ante él en ese estado.
– Entonces, ¿qué? -insistió él-. ¿Cómo voy a ayudarte si no me dices lo que ha ocurrido?
La joven tragó saliva, sintiéndose culpable y conmocionada a la vez. No sabía por dónde empezar.
Pelletier le cogió las manos entre las suyas.
– Estás temblando, Alaïs.
Ella podía distinguir la preocupación y el afecto en la voz de su padre, así como el esfuerzo que estaba haciendo para controlar el miedo.
– ¡Y mírate la ropa! -prosiguió el senescal, levantando entre los dedos el borde de su vestido-. Mojada. Cubierta de barro.
Alaïs notaba su cansancio, su honda inquietud. Por mucho que intentara disimularlo, su padre aún no daba crédito a su colapso nervioso. Las arrugas de su frente eran surcos profundos. ¿Cómo no había reparado antes en los cabellos grises que ahora tenía en las sienes?
– Hasta ahora nunca he visto que te quedaras sin palabras -le dijo él, intentando sacarla de su silencio-. Tienes que contarme lo ocurrido.
Su expresión estaba tan llena de amor y confianza que le llegó al corazón.
– Temo vuestro enfado, paire. En realidad, tenéis todo el derecho a enfadaros.
El senescal endureció la expresión, pero mantuvo la sonrisa.
– Te prometo que no te regañaré, Alaïs. Ahora, ánimo. Habla.
– ¿Ni aunque os diga que he ido al río?
Su padre dudó por un momento, pero su voz no vaciló.
– Ni aun así.
«Cuanto antes se lo diga, antes acabaremos con esto.» Alaïs entrelazó las manos sobre el regazo.
– Esta mañana, poco antes del amanecer, bajé al río, a un lugar donde suelo ir a recoger hierbas.
– ¿Sola?
– Sí, sola -replicó ella, mirándolo a los ojos-. Ya sé que os di mi palabra, paire, y os pido perdón por mi desobediencia.
– ¿Andando?
Ella asintió con la cabeza, y aguardó hasta que él le hizo un gesto para que continuara.
– Me quedé un rato. No vi a nadie. Estaba recogiendo mis cosas para volver, cuando observé algo en el agua que me pareció un atado de ropa, ropa de buena calidad. Pero en realidad… -Alaïs se interrumpió, sintiendo que el color se le retiraba de las mejillas-. En realidad era un cadáver -prosiguió-. Un hombre bastante mayor. Con el pelo rizado y oscuro. Al principio pensé que se habría ahogado. No lo veía bien. Pero entonces advertí que tenía un corte en la garganta.
La postura del senescal se volvió más rígida.
– ¿Has tocado el cadáver?
Alaïs sacudió la cabeza.
– No, pero… -Bajó la vista, turbada-. El espanto de haberlo encontrado… Me temo que perdí la cabeza y eché a correr, dejando todo atrás. Mi único pensamiento era huir y venir a contaros lo que había visto.
Su padre volvió a fruncir el ceño.
– ¿Y dices que no has visto a nadie?
– A nadie. Todo estaba completamente desierto. Pero cuando vi el cadáver, tuve miedo de que los hombres que lo habían matado todavía anduvieran cerca -dijo ella con voz temblorosa-. Imaginaba sus miradas sobre mí, observándome. O eso fue lo que pensé.
– Entonces, ¿no has sufrido ningún daño? -dijo él cautelosamente, eligiendo con cuidado las palabras-. ¿Nadie te ha agraviado? ¿No has sido objeto de ninguna afrenta?
Ella entendió perfectamente lo que intentaba decirle su padre, porque de inmediato se le encendieron las mejillas.
– Ningún daño, salvo mi orgullo herido y… la pérdida de vuestra confianza.
Alaïs vio el alivio pintado en la cara de su padre, que sonrió. Por primera vez desde el inicio de la conversación, la mirada del senescal fue serena.
– Bien -dijo él con un lento suspiro-, dejando al margen de momento tu temeridad, Alaïs, y tu desobediencia… Dejando eso al margen, has hecho lo correcto al venir a contármelo.
Tendió los brazos y cogió las manos de su hija, rodeando con sus grandes manazas los dedos menudos y delgados de Alaïs. Su piel tenía el tacto del cuero curtido.
Alaïs sonrió, agradecida por su indulgencia.
– Lo siento, paire. Tenía intención de cumplir mi promesa, pero es que…
Su padre interrumpió la disculpa con un ademán.
– No se hable más de eso. En cuanto a ese desdichado, no hay nada que hacer. Los ladrones hace tiempo que se habrán marchado. Sería raro que se quedaran por aquí, arriesgándose a ser descubiertos.
Alaïs frunció el ceño. El comentario de su padre había removido algo que se había quedado como al acecho bajo la superficie de su mente. Cerró los ojos y se vio a sí misma de pie en el agua fría, paralizada por la presencia del cadáver.
– Eso es lo raro, paire -dijo lentamente-. No creo que hayan sido bandidos. No se llevaron la casaca, que era muy hermosa y parecía de valor. Y todavía tenía las joyas. Pulseras de oro, sortijas… Si hubiesen sido ladrones, habrían limpiado el cadáver.
– ¿No acabas de decirme que no has tocado el cuerpo? -replicó su padre secamente.
– Y no lo hice. Pero vi sus manos bajo el agua, eso es todo. Joyas. Muchas sortijas, padre. Una pulsera de oro, hecha de varias cadenas entrelazadas. Y un collar parecido. ¿Por qué iban a dejarle esas cosas?
Alaïs se interrumpió, recordando las espectrales manos que se tendían para tocarla, y la sangre y el hueso astillado allí donde hubiese debido estar el pulgar. Empezó a darle vueltas la cabeza. Se recostó en la pared húmeda y fría, y se obligó a concentrarse en la madera dura del banco que soportaba su peso y en el agrio olor de los barriles en su nariz, hasta superar el aturdimiento.