El Laberinto
Las líneas entre ambas facciones estaban trazadas más por criterios geográficos que ideológicos. Los que tenían sus tierras en las llanuras más vulnerables se inclinaban por las negociaciones, mientras que aquellos cuyos dominios se encontraban en las altas laderas de la Montagne Noire, al norte, o en las montañas del Sabarthès y los Pirineos, al sur y al oeste, preferían oponerse con firmeza a la Hueste y luchar.
Pelletier sabía que el corazón del vizconde Trencavel estaba con estos últimos. Estaba hecho de la misma pasta que los señores de las montañas y compartía su fiera independencia de espíritu. Pero el senescal también sabía que la cabeza de Trencavel le estaba diciendo que su única oportunidad de conservar intactos sus dominios y proteger a su gente era tragarse el orgullo y negociar.
A última hora de la tarde, la estancia olía a frustración y las discusiones se habían estancado. Pelletier estaba agotado. Estaba harto de escuchar cómo los demás removían viejas rencillas y repetían una y otra vez frases altisonantes sin llegar a nada. Le dolía la cabeza. Se sentía rígido y viejo, demasiado viejo para todo aquello, según pensó mientras hacía girar el anillo que siempre llevaba en el pulgar, consiguiendo que se le enrojeciera la piel callosa de debajo.
Era hora de llegar a una conclusión.
Envió a un criado a buscar agua, mojó un cuadrado de lienzo en la jarra y se lo dio al vizconde.
– Aquí tenéis, messer -dijo.
Trencavel cogió agradecido el paño y se refrescó con él la frente y el cuello.
– ¿Crees que les hemos concedido suficiente tiempo?
– Así lo creo, messer -replicó Pelletier.
Trencavel asintió. Estaba sentado con las manos firmemente apoyadas sobre los apoyabrazos de madera labrada de la silla, con un aspecto an sereno como el que tenía al principio de la asamblea, cuando se había puesto en pie para dirigirse al Consejo. A muchos hombres mayores y con más experiencia les habría costado mantener el control de una reunión como aquélla, pensó Pelletier. La fortaleza de su carácter le daba el valor de seguir hasta el final.
– ¿Está todo tal como hemos hablado antes, messer?
– Así es -respondió Trencavel-. Aunque no todos coinciden, creo que la minoría aceptará los deseos de la mayoría en este… -Hizo una pausa, y por primera vez una nota de indecisión, o quizá de tristeza, tiñó sus palabras-. Pero, Bertran, me gustaría que hubiera otro modo.
– Lo sé, messer -dijo suavemente el senescal-. A mí me pasa igual. Pero por mucho que nos duela, no hay otra opción. Vuestra única esperanza de proteger a vuestro pueblo es negociar una tregua con vuestro tío.
– Quizá se niegue a recibirme, Bertran -dijo en voz baja-. La última vez que nos vimos, dije cosas que no hubiese debido decir. Nos despedimos de malos modos.
Pelletier apoyó una mano sobre el brazo de Trencavel.
– Es un riesgo que tendremos que correr -repuso, aunque compartía la misma preocupación-. El tiempo ha pasado desde entonces. Los hechos de este asunto hablan por sí mismos. Si la Hueste realmente es tan grande como dicen, e incluso si es la mitad de grande de lo que cuentan, no tenemos más alternativa. Dentro de la Cité estaremos a salvo, pero ¿qué hay de vuestra gente fuera de las murallas? ¿Quién la protegerá? La decisión del conde de sumarse a la cruzada ha hecho de nosotros, o mejor dicho, ha hecho de vos, messer, el único blanco posible de los ataques. La Hueste no se disolverá ahora. Necesita un enemigo contra el cual luchar.
Pelletier bajó la vista hacia el rostro atormentado de Raymond-Roger y vio pesadumbre y dolor. Hubiese querido ofrecerle algún consuelo, decirle algo, cualquier cosa, pero no podía. Cualquier flaqueza de ánimo en ese instante habría sido fatal. No podía haber debilidad, no podía haber dudas. De la decisión de Trencavel dependía mucho más de lo que el joven vizconde podía imaginar.
– Habéis hecho todo lo que habéis podido, messer. Debéis permanecer firme. Tenéis que poner fin a esto. Los hombres empiezan a inquietarse.
Trencavel miró el escudo de armas por encima de su cabeza y una vez más volvió la vista hacia Pelletier. Por un momento, se sostuvieron las respectivas miradas.
– Llama a Congost -dijo.
Con un profundo suspiro de alivio, Pelletier se acercó rápidamente al escritorio donde estaba sentado el escrivan, masajeándose los rígidos dedos. Como accionado por un muelle, Congost levantó la cabeza, pero no dijo nada, mientras empuñaba la pluma y se erguía para dejar constancia de la decisión final del Consejo.
Por última vez, Raymond-Roger se puso en pie.
– Antes de anunciar mi decisión, debo daros las gracias a todos. Señores de Carcassès, Razès y Albigeois, y de los dominios más lejanos, reconozco vuestra fortaleza, firmeza y lealtad. Hemos hablado durante muchas horas y habéis hecho gala de gran paciencia y ánimo. No tenemos nada que reprocharnos. Somos las víctimas inocentes de una guerra que no hemos buscado. Algunos de vosotros quedaréis decepcionados por lo que voy a decir, y otros, complacidos. Ruego para que todos encontremos el valor, con la ayuda y la gracia de Dios, de permanecer unidos.
Asumió una postura más erguida.
– Por el bien de todos nosotros, y por la seguridad de nuestra gente, pediré audiencia con mi tío y señor, Raymond, conde de Tolosa. No podemos saber lo que saldrá de esto. Ni siquiera es seguro que me reciba, y el tiempo no corre a nuestro favor. Por lo tanto, es importante disimular nuestras intenciones. Los rumores se difunden con rapidez, y si algo de nuestros propósitos llegara a oídos de mi tío, nuestra posición en la negociación se vería debilitada. Así pues, los preparativos para el torneo proseguirán tal como estaba previsto. Me propongo regresar mucho antes de la fiesta del santo, espero que con buenas noticias.
Hizo una pausa.
– Mi intención es partir mañana, con la primera luz del alba, llevando conmigo sólo una pequeña comitiva de chavalièrs y algunos representantes, con vuestro permiso, de la gran casa de Cabaret y de las de Minerve, Foix, Quilhan…
– ¡Mi espada es vuestra, messer ! -exclamó un chavalièr.
– ¡Y la mía! -gritó otro.
Uno a uno, los hombres fueron poniéndose de rodillas por toda la sala.
Sonriendo, Trencavel levantó una mano.
– Vuestro coraje y valor nos honra a todos -dijo-. Mi ayudante informará a aquellos cuyos servicios serán requeridos. Ahora, amigos míos, me despido de vosotros Os sugiero que volváis a vuestras habitaciones y descanséis. Nos reuniremos para cenar.
En la conmoción que acompañó la salida del vizconde Trencavel de la Gran Sala, nadie reparó en una figura solitaria, cubierta por una larga capa azul con capucha, que se deslizaba entre las sombras y salía furtivamente por la puerta.
CAPÍTULO 8
Hacía mucho que las campanas de vísperas habían callado, cuando finalmente Pelletier emergió de la torre Pinta.
Sintiendo cada uno de sus cincuenta y dos años, apartó la cortina y volvió a la Gran Sala. Se frotó las sienes con manos cansadas, intentando aliviar el dolor palpitante y persistente en su cabeza.
El vizconde Trencavel había pasado todo el tiempo desde el final del Consejo en compañía del más poderoso de sus aliados, debatiendo el mejor modo de abordar al conde de Toulouse. Habían hablado durante horas. Una a una, se habían tomado decisiones y los mensajeros habían partido al galope del Château Comtal, llevando misivas no sólo para Raymond VI, sino para los legados papales, el abad de Cîteaux y los cónsules y vegueros de Trencavel en Béziers Los chavalièrs elegidos para acompañar al vizconde habían sido informados. En los establos y la herrería, los preparativos habían empezado y continuarían toda la noche.
Un silencio contenido pero expectante llenaba la estancia. Debido a la temprana hora de la partida, al día siguiente, el banquete previsto había sido sustituido por una cena más informal. Se habían instalado largas mesas sobre caballetes, sin manteles, en filas dispuestas de norte a sur a través de la sala. Unas velas parpadeaban con tenue luz en el centro de cada mesa. En los candelabros de las altas paredes, las antorchas ardían ferozmente, agitando las sombras en animada danza.
Al otro lado de la sala, los criados entraban y salían con manjares más suculentos que ceremoniosos. Carne de venado, muslos de pollo, cuencos de barro llenos de alubias y embutidos, pan blanco recién horneado, rojas ciruelas guisadas en miel, vino rosado de los viñedos de Corbières y jarras de cerveza para los de cabeza más débil.
Pelletier hizo un gesto aprobador. Estaba complacido. François lo había suplido muy bien en su ausencia. Todo estaba tal como debía estar y el cariz del agasajo era el que los huéspedes del vizconde Trencavel tenían derecho a esperar.
François era un buen criado, pese a su desdichado comienzo en la vida. Era hijo de padre desconocido. Su madre había estado al servicio de Marguerite, la esposa francesa de Pelletier, pero había sido ahorcada por ladrona cuando François aún era un niño. A la muerte de Marguerite, nueve años atrás, Pelletier se había hecho cargo de François, le había enseñado y le había dado una posición. De vez en cuando se permitía sentir satisfacción por lo bueno que había resultado el muchacho.
El senescal salió a la plaza de armas. El aire fresco le hizo demorarse un momento en la puerta. Alrededor del pozo había niños jugando, que, cuando sus bulliciosos juegos se volvían demasiado vehementes, se ganaban de tanto en tanto algún coscorrón de sus cuidadoras. Las niñas mayores paseaban del brazo a la luz tenue del crepúsculo, hablando y contándose sus secretos entre susurros.
Al principio, Pelletier no reparó en el niño de cabellos oscuros, sentado contra el muro, al lado de la capilla, con las piernas cruzadas.
– Messer, messer! -gritó el muchacho, poniéndose en pie con dificultad-. Tengo algo para vos.
El senescal no le prestó atención.
– Messer -insistió el chico, tironeándole de la manga para llamar su atención-. ¡Señor senescal, por favor! Es importante.
Sintió que le ponía algo entre las manos. Bajó la vista y vio que era una carta escrita en grueso pergamino color crema. Le dio un vuelco el corazón. Por fuera se leía su nombre, trazado con una escritura familiar e inconfundible que Pelletier nunca habría esperado volver a ver.
El senescal agarró al chico por el cuello.
– ¿De dónde has sacado esto? -le preguntó, sacudiéndolo con fuerza-. ¡Habla!