Testigos del silencio
– Mira, ésa es Monique -me indicó.
Monique llevaba botas de vinilo rojo hasta medio muslo y minifalda de licra negra tensada hasta el límite, que le cubría sucintamente el trasero. Se distinguía la línea de sus bragas y el bulto que formaba el borde de su camisa blanca de nylon. Sus pendientes de plástico le colgaban hasta los hombros, y mechas de un rosa llamativo destacaban en su cabellera teñida de un negro rotundo. Parecía la caricatura de una prostituta.
– Ésa es Candy.
Se refería a una joven con pantalones cortos de color amarillo y botas vaqueras cuyo maquillaje habría hecho palidecer a un piel roja. Era terriblemente joven. Salvo por el cigarrillo y su rostro de payaso, podría haber sido mi hija.
– ¿Usan sus verdaderos nombres? -me interesé.
Era como estar viendo un cliché.
– No lo sé. ¿Lo harías tú?
Señaló a una muchacha con zapatillas negras y pantalones cortos.
– Es Poirette.
– ¿Qué edad tiene?
Yo estaba horrorizada.
– Según dice, dieciocho, pero debe de tener quince.
Me recosté en el asiento y apoyé las manos en el volante. Mientras me las señalaba una tras otra, no podía dejar de pensar en los gibones. Como los monitos, aquellas mujeres se espaciaban a intervalos regulares y dividían el terreno en un mosaico de territorios concretos. Cada una trabajaba su parcela y excluía a las restantes de su especie con el fin de seducir a un macho. Las posturas seductoras, las mofas y pullas, constituían el ritual del cortejo, al estilo sapiens. Sin embargo, aquellas bailarinas no tenían como objetivo la reproducción.
Advertí que Gabby había dejado de hablar cuando hubo concluido de pasar lista. Me volví a mirarla. Estaba frente a mí, pero fijaba sus ojos en algo que se encontraba más allá de la ventanilla. Tal vez fuera de mi mundo.
– Vamonos -exclamó.
Lo dijo tan quedamente que apenas pude oírla.
– ¿Cómo…?
– ¡Vamos!
Su ferocidad me aturdió. Un torrente de palabras llegó hasta mis labios, pero su expresión me disuadió de expresarlas.
De nuevo circulamos en silencio. Gabby parecía sumida en sus pensamientos, como si se hubiera trasladado mentalmente a otro planeta. Cuando me detuve ante su apartamento me desconcertó con una nueva pregunta.
– ¿Las habían violado?
Rebobiné mentalmente el curso de nuestra conversación. Imposible. Me faltaba otro puente.
– ¿Quiénes? -pregunté a mi vez.
– Esas mujeres.
¿Se refería a las prostitutas o a las víctimas del asesino?
– ¿Qué mujeres?
Durante unos segundos no respondió.
– ¡Estoy harta de esta basura! -exclamó. Y sin darme tiempo a reaccionar se apeó del coche y subió la escalera. Su vehemencia me golpeó como una bofetada.