Testigos del silencio
A Margaret Adkins le gustaba el azul. Todas las paredes y trabajos de carpintería estaban pintados de una viva tonalidad mediterránea.
Y, por último, la víctima. El cuerpo yacía en una pequeña habitación, a la izquierda de la puerta principal que daba acceso a otro dormitorio y a la cocina. A través de la entrada de la cocina distinguí una mesa de formica con manteles individuales de plástico. En el atestado espacio donde Adkins había encontrado la muerte sólo había un televisor, un sofá y un aparador. Su cuerpo estaba tendido en el centro.
Yacía de espaldas, con las piernas muy separadas. Estaba vestida, pero le habían arrancado la parte superior del chándal, que le cubría el rostro. La prenda le sujetaba las muñecas sobre la cabeza, con los codos hacia afuera, y las manos colgaban inertes en tercera posición, como una bailarina principiante en su primer recital.
El corte del pecho estaba muy abierto, en carne viva y sangrante, disimulado parcialmente por la oscura película que rodeaba el cuerpo y que parecía cubrirlo todo. Un recuadro carmesí señalaba el lugar donde había estado su seno izquierdo; los bordes formaban unas incisiones superpuestas y los cortes largos y perpendiculares se entrecruzaban y formaban ángulos de noventa grados en las esquinas. La herida me recordó las trepanaciones que había visto en los cráneos de los antiguos mayas. Pero aquella mutilación no había sido hecho para aliviar el dolor de la víctima ni para liberar fantasmas imaginarios de su cuerpo. Si habían liberado algún espíritu allí aprisionado, no era el de ella. Margaret Adkins había sido la trampilla por la que el retorcido y atormentado espíritu de un desconocido había tratado de aliviarse.
Le habían bajado los pantalones del chándal hasta las separadas rodillas, donde se tensaba la cintura elástica. La sangre goteaba entre sus piernas y formaba un charco debajo de ella. El cadáver aún llevaba zapatillas de deporte y calcetines.
Guardé las fotos en el sobre y se lo devolví a Charbonneau en silencio.
– Es horrible, ¿verdad? -preguntó.
Se retiró una mota del labio inferior, la observó y le dio un papirotazo.
– Sí.
– Ese imbécil se cree todo un cirujano. Es un auténtico navajero -comentó al tiempo que movía la cabeza pensativo.
Me disponía a responderle, cuando entró Daniel con las radiografías y comenzó a colocarlas en la pantalla luminosa de la pared con sonidos similares a truenos distantes al arquearse en su mano.
Las observamos en secuencia paseando las miradas de izquierda a derecha, desde la cabeza a los pies. Las radiografías frontales y laterales del cráneo mostraban múltiples fracturas. Los hombros, brazos y caja torácica eran normales. No vimos nada extraordinario hasta que llegamos al abdomen y la pelvis. Lo descubrimos todo de repente.
– ¡Diablos! -exclamó Charbonneau.
– ¡Por Cristo!
– Tabemouche!
Una pequeña forma humana aparecía en las profundidades del abdomen de la víctima. La observamos en silencio. Sólo cabía una explicación: la figura había sido empujada por la vagina hasta introducirla a gran presión en las visceras para ocultarla por completo del exterior. Al verla sentí como si un atizador candente me perforase los intestinos. Me llevé la mano al vientre de manera instintiva mientras el corazón golpeaba contra mis costillas. Miré con fijeza la pantalla y advertí que se trataba de una figurilla.
Enmarcada por los anchos huesos pélvicos la silueta destacaba claramente contra los órganos en los que había quedado incrustada. La blanca figura, rodeada por los grises intestinos, adelantaba un pie y tenía las manos extendidas. Parecía de carácter religioso y tenía la cabeza inclinada como una Venus del paleolítico.
Durante unos momentos todos permanecimos en absoluto silencio.
– Las he visto anteriormente -dijo por fin Daniel.
Con brusco movimiento se subió las gafas sobre el puente de la nariz. Un tic le contraía el rostro como un juguete de caucho.
– Es Nuestra Señora de no sé qué. Ya saben: la virgen María.
Examinamos aquella forma opaca en la radiografía. En cierto modo parecía agravar el delito haciéndolo más obsceno.
– Ese hijo de puta es un enfermo mental -exclamó Charbonneau.
La habitual indiferencia de que alardeaban los detectives de homicidios quedaba superada por la emoción del momento.
Me sorprendió su apasionamiento. No comprendía exactamente si aquella atrocidad por sí sola había conmovido sus sentimientos o si la naturaleza religiosa del ofensivo objeto contribuía a su reacción. Como la mayoría de los quebequeses, Charbonneau sin duda habría tenido una infancia impregnada del catolicismo tradicional, y el ritmo de su vida cotidiana habría estado inextricablemente dominado por los dogmas eclesiásticos. Aunque muchos nos despojamos de los atributos externos, suele persistir el respeto hacia el símbolo. Acaso un hombre se niegue a ponerse un escapulario, pero no lo quemará. Yo lo comprendía. Era una ciudad diferente con diferente lenguaje, pero también yo era miembro de la tribu. Las emociones atávicas difícilmente se extinguen.
Se produjo otro prolongado silencio. Por fin intervino LaManche, que escogió sus palabras con sumo cuidado. No pude adivinar si él comprendía las plenas implicaciones de lo que estábamos viendo; no estaba segura de ello. Aunque empleó un tono más suave del que yo hubiera utilizado, expresó a la perfección mis pensamientos.
– Monsieur Charbonneau, creo que usted y su compañero deberían reunirse con la doctora Brennan y conmigo -dijo-. Como supongo que no ignora, este caso, y otros varios, presentan aspectos inquietantes.
Hizo una pausa para comprobar el efecto de sus palabras y consultar un calendario mental.
– Tendré los resultados de esta autopsia a últimas horas de la noche. Mañana es fiesta. ¿Qué les parece el lunes por la mañana?
El detective lo miró a él y luego a mí con aire inexpresivo. No pude discernir si había comprendido las palabras de LaManche o si desconocía realmente los restantes casos. Era probable que Claudel hubiera desechado mis comentarios sin compartirlos con su compañero. De ser así, Charbonneau no podía admitir su ignorancia.
– Sí, de acuerdo. Veré lo que puedo hacer.
LaManche fijó sus melancólicos ojos en Charbonneau y aguardó.
– De acuerdo, de acuerdo: aquí estaremos. Ahora será mejor que salga a la calle y comience a buscar a este hijo de puta. Si aparece Claudel por aquí dígale que me reuniré con él en el cuartel general sobre las ocho.
Estaba desconcertado. Incluso había olvidado dirigirse en francés a LaManche. Era evidente que mantendría una extensa charla con su compañero.
LaManche reanudó la autopsia antes de que la puerta se cerrara tras Charbonneau. El resto era rutinario. El pecho fue abierto con una incisión en forma de i griega, y los órganos, retirados, pesados, cortados y examinados. Se estableció la posición de la estatua y se calcularon y describieron los daños internos. Daniel, con la ayuda de un escalpelo, cortó la piel de la coronilla, la arrancó hacia adelante, echó el cuero cabelludo hacia atrás y retiró un fragmento del casquete craneal con una sierra. Yo retrocedí un paso y contuve el aliento mientras el aire se llenaba con el gemido de la sierra y el olor a hueso quemado. El cerebro era de estructura normal. De vez en cuando aparecían gotas gelatinosas pegadas a su superficie como negras medusas en un globo brillante y gris. Eran los hematomas subdurales de los golpes recibidos en la cabeza.
Sabía cómo sería esencialmente el informe de LaManche. La víctima era una joven saludable sin anomalías ni indicios de enfermedad a quien, aquel día, alguien había golpeado el cráneo con suficiente fuerza para fracturárselo y provocar la hemorragia de los vasos cerebrales en el cerebro. Por lo menos cinco veces. Asimismo le habían embutido una estatuilla en la vagina, la habían destripado parcialmente y le habían cercenado un seno.
Un estremecimiento recorrió mi cuerpo al considerar el calvario sufrido por la mujer. Las heridas de la vagina eran vitales: la carne desgarrada había sangrado profusamente. Le habían insertado la estatua cuando aún latía su corazón, cuando aún estaba viva.
– … explíquele a Daniel lo que desea, Temperance.
No lo había escuchado. La voz de LaManche me devolvió al presente. Había concluido y me sugería que tomara muestras de los huesos. El esternón y las costillas habían sido extraídos al comenzar la autopsia, por lo que le indiqué a Daniel que debían enviarse arriba para empaparlos y limpiarlos.
Me aproximé al cadáver y examiné la cavidad torácica. Cierto número de pequeños cortes se extendían por la parte ventral de la estructura vertebral. Parecían un reguero de tenues ranuras en la consistente vaina que cubre la espina dorsal.
– Necesito las vértebras que van de aquí hasta aquí y también las costillas. -Señalé el segmento donde aparecían los cortes-. Envíeselos a Denis y dígale que los empape, que no los hierva, y que vaya con mucho cuidado al retirarlos, que no los toque con ningún objeto cortante.
Me escuchaba y extendía las manos enguantadas. Frunció la nariz y el labio superior mientras trataba de ajustarse las gafas y asintió sin cesar.
Cuando me hubo escuchado se volvió hacia LaManche.
– ¿Luego la cierro? -preguntó.
– Sí, puede hacerlo -respondió su interlocutor.
Daniel puso manos a la obra. Retiró los segmentos óseos, devolvió los órganos a su sitio y cerró la sección central. Por fin colocó de nuevo el fragmento de cráneo, reajustó el rostro y cosió los bordes cortados del cuero cabelludo. Salvo por la costura en forma de i griega que tenía en la parte delantera, Margaret Adkins parecía intacta. Estaba preparada para su funeral.
Regresé a mi despacho decidida a concentrarme mentalmente antes de volver a casa. La quinta planta estaba totalmente desierta. Hice girar mi silla, puse los pies en el alféizar de la ventana y contemplé mi mundo fluvial. En mi playa, el complejo Mirón se asemejaba a una creación de Lego, con los excéntricos edificios grises conectados por una especie de celosía horizontal de acero. Más allá de la fábrica de cemento, un barco se deslizaba con lentitud río arriba; sus luces discurrían apenas visibles tras el grisáceo velo crepuscular.
El edificio se mantenía en absoluto silencio, pero aquella estremecedora tranquilidad no lograba relajarme. Mis pensamientos eran tan negros como el río. Me pregunté brevemente si habría alguien que me mirase a su vez desde la fábrica, alguien asimismo solitario, también abatido entre el silencio de las horas de inactividad, tan sonoro en un edificio de oficinas vacío.