Testigos del silencio
Enmudeció. No pude adivinar si se me cerraba de nuevo o si había vuelto a refugiarse en su fuero interno para proseguir con su versión. Decidí atizar el fuego.
– ¿Te amenaza alguna de ellas?
La ética siempre había sido muy importante para Gabby, y sospeché que trataba de proteger a algún confidente.
– ¿Las chicas? ¡No, no! Son estupendas. Nunca me han dado problemas. Creo que incluso les agrada mi compañía. Puedo ser tan sexy como cualquiera de ellas.
¡Magnífico! Ya sabíamos dónde no radicaba el problema. Seguí hostigándola.
– ¿Cómo evitas que te confundan con las profesionales?
– ¡Oh, no lo intento! Trato de mezclarme en su grupo; de no ser así, frustraría mis propósitos. Las chicas saben que yo juego limpio y aceptan la situación.
No pregunté lo que era evidente.
– Si un tipo se pone pesado le digo que no estoy trabajando. La mayoría se marchan.
Se produjo otra pausa mientras ella, prosiguiendo con su selección introspectiva, consideraba qué decirme, qué reservarse y qué recopilar mentalmente, sin revelarlo, pero teniéndolo disponible por si el tema se suscitaba. Jugueteó con un adorno de su cartera. Un perro ladró en la plaza. Yo estaba segura de que protegía a alguien o que se reservaba algo, pero en esta ocasión no la apremié.
– La mayoría, salvo ese tipo que ha aparecido recientemente -prosiguió.
Nueva pausa.
– ¿De quién se trata?
Otra pausa.
– No lo sé, pero me pone la carne de gallina. Aunque no es un cliente exactamente, le gusta pasar el rato con las prostitutas. No creo que las chicas le dediquen mucha atención, pero sabe mucho sobre la calle y, como estaba dispuesto a hablar conmigo, lo he entrevistado.
Pausa.
– Últimamente se dedica a seguirme. Al principio no me di cuenta pero luego he comenzado a advertir su presencia en lugares extraños. Está en el metro cuando llego a casa de noche, o aquí, en la plaza. En una ocasión lo vi en Concordia, ante el edificio de la biblioteca donde tengo mi despacho. O advierto que me sigue por la acera y marcha en la misma dirección que yo. La semana pasada yo estaba en St. Laurent cuando lo distinguí. Como deseaba convencerme de que no era fruto de mi imaginación, lo sometí a prueba. Si yo reducía la marcha, él hacía lo mismo; si aceleraba, me imitaba. Intenté deshacerme de él y entré en una pastelería, pero, cuando salí, se hallaba en la acera de enfrente simulando ver escaparates.
– ¿Estás segura de que se trata siempre del mismo individuo?
– Por completo.
Se produjo un largo y denso silencio. Aguardé.
– Eso no es todo.
Se miró las manos que, de nuevo, tenía entrelazadas, apretadas con fuerza.
– Recientemente ha comenzado a hablar de temas muy extraños. He intentado evitarlo, pero esta noche se presentó en el restaurante. Desde hace poco parece estar provisto de radar. El caso es que abordó el mismo asunto, haciéndome toda clase de preguntas de mal gusto.
Volvió a abstraerse en sus pensamientos. Al cabo de un momento se volvió hacia mí como si de repente hubiera descubierto una respuesta. Se expresaba con cierta sorpresa.
– ¡Son sus ojos, Tempe! ¡Tiene unos ojos tan extraños! Son negros y duros, como los de una víbora, y el blanco está sonrosado y moteado con puntos sanguinolentos. No sé si está enfermo o con resaca constante. Nunca he visto unos ojos como los suyos. Inspiran deseos de ponerse a cubierto y ocultarse de su visión. ¡Estoy alucinada, Tempe! Supongo que habré pensado en nuestra última conversación y en toda esa carnicería a la que debes enfrentarte, y mi mente se ha desequilibrado.
No supe qué decirle. No podía leer su rostro en la oscuridad, pero su cuerpo expresaba el lenguaje del terror. Tenía el torso rígido y estrechaba los brazos contra su cuerpo apretando la cartera en el pecho como si tratara de protegerse con ella.
– ¿Qué más sabes acerca de ese tipo?
– Poca cosa.
– ¿Qué piensan las chicas de él?
– No le prestan atención.
– ¿Se ha mostrado amenazador alguna vez?
– No. Por lo menos de manera directa.
– ¿Ha estado violento o ha perdido el control?
– No.
– ¿Toma drogas?
– No lo sé.
– ¿Sabes quién es o dónde vive?
– No. Hay cosas que, en ese ambiente, no se preguntan. Es una norma implícita, una especie de acuerdo tácito.
De nuevo siguió un largo silencio mientras ambas ponderábamos sus palabras. Un ciclista pasó por la acera pedaleando sin apresurarse. Su casco pareció vibrar, destellar bajo una farola callejera, y luego se perdió de vista al internarse en la oscuridad. Había atravesado mi campo visual y desaparecido después lentamente entre la noche, como una luciérnaga que señalara su paso. Encendido, apagado; encendido, apagado.
Pensé en lo que ella me había dicho y me pregunté si debía sentirme culpable. ¿Habría desencadenado yo sus temores al hablarle de los míos o se habría encontrado realmente con un psicópata? ¿Exageraba una serie de coincidencias inofensivas o se hallaba realmente en peligro? ¿Debía yo dejar que las cosas siguieran su curso durante algún tiempo o tenía que hacer algo? ¿Era conveniente denunciarlo a la policía? Me encontraba dando vueltas a mi antiguo y acostumbrado círculo.
Permanecimos un rato sentadas escuchando los sonidos del parque y percibiendo el suave perfume de la noche, abstraída cada una en sus propios pensamientos. El tranquilo intermedio produjo efectos sedantes. Por fin Gabby agitó la cabeza, dejó caer la cartera en su regazo y se recostó en el asiento. Aunque su expresión era sombría, se advertía en ella un cambio muy visible. Cuando habló de nuevo su voz era más firme, menos temblorosa.
– Comprendo que reacciono de manera exagerada. Tal vez se trate solamente de un bicho raro que desea asustarme y yo le sigo el juego. He permitido que ese elemento me meta el miedo en el cuerpo y me trastorne.
– ¿No te encuentras con muchos «bichos raros», cómo calificas a ése?
– Sí. La mayoría de mis confidentes no son precisamente unos dandis -replicó con una breve risita carente de alegría.
– ¿Qué te hace pensar que ese tipo es diferente?
Meditó unos instantes, con la uña del pulgar entre los dientes.
– Resulta difícil expresarlo con palabras. Es simplemente una… línea que divide a los chiflados de los verdaderos depredadores. No es fácil definirlo, pero una sabe cuándo está en peligro. Tal vez sea un instinto que he adquirido aquí. Si en este negocio una mujer se siente amenazada por alguien, no va con esa persona. Cada una tiene sus propios desencadenantes, pero todas establecen sus límites en cierto punto. Pueden ser los ojos o alguna petición extraña. Hélène no irá con nadie que calce botas de vaquero.
Se tomó otro respiro para ensimismarse en sus pensamientos.
– Creo que me dejé llevar por aquella conversación sobre criminales en serie y desviaciones sexuales.
Más introspección. Traté de echar una mirada a mi reloj.
– Ese tipo tan sólo trata de perturbarme.
Nueva pausa. Se esforzaba por restar importancia al asunto.
– ¡Vaya asno!
O por dársela. Su voz sonaba irritada por momentos.
– ¡Maldita sea, Tempe, no permitiré que ese cabrón se refocile revolviendo basura y mostrándome sus asquerosas fotos! ¡Le diré que se vaya al infierno!
Se volvió y puso su mano sobre la mía.
– Lamento haberte hecho venir hasta aquí. ¡Soy una idiota!, ¿Me perdonas?
La miré con fijeza y en silencio. De nuevo su giro emocional me había cogido por sorpresa. ¿Cómo podía mostrarse aterrada, analítica, irritada y por fin disculparse en tan sólo media hora? Yo estaba muy cansada y era demasiado tarde para resolver aquel enigma.
– Es tarde, Gabby. Ya hablaremos de ello mañana. No te preocupes, no me he enfadado: me alegro de que estés bien. Te ofrecía sinceramente mi casa. Siempre eres bien recibida.
Se inclinó a abrazarme.
– Gracias, pero puedo arreglarme. Te prometo que te llamaré.
La observé mientras subía la escalera con la falda flotando como rodeada de niebla. Al cabo de unos instantes desapareció por la puerta morada, y el espacio que nos separaba quedó vacío y tranquilo. Permanecí sentada unos instantes rodeada por la oscuridad y el tenue perfume a sándalo. Aunque nada se movía sentí un momentáneo escalofrío que, al igual que su sombra, fluctuó unos instantes y desapareció.
Durante el camino de regreso mi mente funcionó a velocidad vertiginosa. ¿Construía Gabby otro melodrama o se hallaba realmente en peligro? ¿Se había reservado alguna confidencia? ¿Sería aquel hombre realmente peligroso? ¿Habría germinado en ella la simiente de paranoia sembrada por mi charla sobre los asesinatos? ¿Debería yo informar a la policía? No quise dejarme dominar por la preocupación de la seguridad de Gabby. Al llegar a casa recurrí a un ritual de mi infancia que funciona a la perfección cuando estoy tensa o muy nerviosa: llené la bañera de agua caliente y eché sales de hierbas. Puse en marcha un compactdisc de Leonard Cohen a pleno volumen y, mientras me sumergía en las aguas, él cantó para mí acerca del futuro. Los vecinos tendrían que resistir. Después del baño, intenté comunicarme con Katy, mas de nuevo me encontré con su contestador automático. Luego compartí leche y galletas con Birdie, que prefirió la leche, dejé los platos en el mostrador de la cocina y me metí en la cama.
Mi ansiedad no se había disipado por completo, y el sueño no acudía con facilidad. Yací algún tiempo observando las sombras del techo y luchando contra el impulso de llamar a Pete. Me odiaba a mí misma por necesitarlo en tales ocasiones, por ansiar su fortaleza siempre que me sentía trastornada. Era un ritual que me había jurado romper.
Por fin me invadió el sueño como un remolino, y en mi conciencia se confundieron pensamientos de Pete, de Katy, de Gabby y de los crímenes. Fue algo saludable que me permitió resistir la siguiente jornada.