Testigos del silencio
Aún no estaba segura de por qué me encontraba allí ni de lo que me proponía hacer. Me sentía tensa y baja de tono. De nuevo recordé a la doctora Lentz. Ella había conseguido que yo reconociera mi alcoholismo y que me enfrentase al creciente alejamiento de Pete, pero sus palabras habían arrancado despiadadamente las costras que cubrían mis emociones.
– ¿Por qué tiene que controlar siempre la situación, Tempe? -me decía-. ¿No puede confiar en nadie?
Tal vez tuviera razón. Quizá yo sólo tratara de evadirme de la culpabilidad que me atormentaba cuando no podía resolver un problema. Acaso únicamente tratara de eludir la inactividad y la sensación de incapacidad que la acompañaba. Me dije que la investigación del crimen no era en realidad responsabilidad mía, que tal misión incumbía a los detectives de homicidios y que mi trabajo consistía en ayudarlos facilitándoles un absoluto y fidedigno apoyo técnico. Me autoincrepé por encontrarme allí simplemente ante la falta de opciones. Aquello no funcionaba.
Cuando había recogido los bolígrafos y rotuladores por completo y reconocía la lógica de mis propios argumentos, aún no podía evitar la sensación de que necesitaba hacer algo. Aquel sentimiento me corroía como un conejo devora una zanahoria. No podía liberarme de la insistente impresión de que, en aquellos casos, se me escapaba algún elemento ínfimo aunque de suma importancia, de un modo que aún no comprendía. Necesitaba hacer algo.
Saqué un expediente del archivador donde conservaba los informes de los casos antiguos y otro del montón de los que estaban en marcha y los deposité junto al de Adkins. Tres expedientes amarillos. Tres mujeres arrebatadas de su círculo y asesinadas con la malignidad de un psicópata. Trottier, Gagnon, Adkins. Las víctimas vivían muy distantes entre sí y contaban con diferentes entornos, edades y características físicas. Sin embargo, no podía liberarme del convencimiento de que la desaparición de todas ellas era obra de un mismo asesino. Claudel tan sólo era capaz de percibir las diferencias; necesitaba descubrir un vínculo para convencerlo de lo contrario.
Arranqué una hoja de papel reglado y elaboré un tosco gráfico encabezando las columnas con las categorías que consideraba más importantes: edad, raza, color y longitud de cabellos, color de ojos, altura, peso, ropas que vestían la última vez que fueron vistas, estado civil, idioma, grupo étnico/religión, lugar/tipo residencia, lugar/tipo de empleo, causa, fecha y hora de la muerte, tratamiento posmórtem del cadáver y su localización.
Comencé con Chantale Trottier, pero comprendí rápidamente que mis archivos no contendrían toda la información que precisaba. Deseaba examinar todos los informes policiales y las fotos de los escenarios del crimen. Consulté mi reloj: eran las dos menos cuarto de la tarde. Puesto que el caso de Trottier había sido asignado a la SQ decidí bajar a la primera planta. Dudaba que hubiera mucha actividad en la sala de la brigada de homicidios, por lo que sería una ocasión oportuna para solicitar lo que deseaba.
No me equivocaba. La enorme sala estaba casi vacía, y sus hileras de escritorios de metal gris reglamentario se hallaban desocupados en su mayoría. Tres hombres se agrupaban en el otro extremo de la estancia. Dos de ellos ocupaban mesas próximas, uno frente a otro, entre montones de expedientes de archivo y bandejas rebosantes de documentación.
Un hombre alto y desgarbado, con las mejillas hundidas y cabellos de color ceniciento, estaba sentado con la silla inclinada hacia atrás, los pies sobre la mesa y los tobillos cruzados. Se llamaba Andrew Ryan. Hablaba el seco y duro francés de los anglófonos y acuchillaba el aire con un bolígrafo. Su chaqueta pendía del respaldo de la silla, y las mangas se agitaban al ritmo con que movía el bolígrafo. La escena me recordó a un bombero en el parque de servicio, relajado pero dispuesto a entrar en acción en cualquier momento.
El compañero de Ryan lo observaba desde su escritorio con la cabeza ladeada, como un canario que examinara un rostro fuera de su jaula. Era de escasa estatura y musculoso, aunque su cuerpo comenzaba a asumir los contornos propios de la mediana edad. Presentaba un perfecto bronceado artificial, sus espesos y negros cabellos tenían un corte moderno y se veía muy atildado. Parecía un futuro actor en unas pruebas de promoción. Pensé que incluso se había atusado el bigote de modo profesional. En una placa de madera que estaba sobre su escritorio se leía su nombre: Jean Bertrand.
El tercero, sentado en el borde de la mesa de Bertrand, seguía las bromas y examinaba las borlas de sus mocasines italianos. Al verlo, el alma se me cayó a los pies con el vertiginoso descenso de un ascensor.
Tras la conclusión de un chiste obsceno los hombres rieron simultáneamente, con las roncas carcajadas con que parecen disfrutar de las chanzas a costa de las mujeres. Claudel consultó su reloj.
«Te vuelves paranoica, Brennan -me dije-. Haz un esfuerzo por controlarte.» Me aclaré la garganta y me abrí camino por el laberinto de mesas. El trío guardó silencio y se volvió a mirarme. Al reconocerme, los detectives del SQ sonrieron y se levantaron. Claudel permaneció impasible, sin esforzarse en absoluto por disimular su desaprobación. Dobló y bajó los pies y siguió observando sus borlas, interrumpiéndose tan sólo para consultar su reloj.
– ¿Cómo está, doctora Brennan? -me saludó Ryan en inglés y tendiéndome la mano-. ¿Hace tiempo que no regresa a su país?
– Bastantes meses.
El hombre me estrechó la mano con fuerza.
– Pensaba preguntarle si se lleva allí un AK-47.
– No, las conservamos preferentemente para uso doméstico, ya montadas.
Estaba acostumbrada a sus bromas sobre violencia americana.
– ¿Y tienen lavabos dentro de las casas? -me preguntó Bertrand.
Solía centrar en el sur el tópico de sus conversaciones.
– En algunos hoteles importantes, sí -respondí.
De los tres, sólo Ryan parecía sentirse violento.
Andrew Ryan había sido un candidato insólito para la brigada de homicidios de la SQ. Nacido en Nova Scotia, era hijo único de padres irlandeses, ambos médicos, que habían ejercido en Londres y llegaron a Canadá hablando únicamente inglés. Esperaban que su hijo siguiera su misma profesión e, irritados por las restricciones que les imponía su monolingüismo, decidieron asegurarse de que dominara el francés.
Durante su penúltimo año en el instituto St. Francis Xavier, la situación comenzó a empeorar. Seducido por la vida peligrosa, Ryan entró en dificultades con el alcohol y las drogas. Por último pasaba poco tiempo en el campus y frecuentaba los siniestros antros de maleantes y drogadictos. Acabó siendo conocido por la policía local pues sus borracheras solían conducirlo al suelo de una celda, con la apoteosis de sus vómitos. Una noche tuvo que ser internado en el hospital St. Martha's, con la arteria carótida casi seccionada por la navaja de un camello.
Como un cristiano renacido, su conversión fue rápida y total. Atraído aún por los bajos fondos, se limitó a cambiar de bando. Estudió criminología y solicitó y obtuvo un empleo en la SQ, donde alcanzó el cargo de teniente.
Su experiencia callejera le fue muy útil. Aunque solía mostrarse cortés y se expresaba con amabilidad, tenía fama de tipo peleón, capaz de enfrentarse a los degenerados en su propio terreno y de utilizar todos sus trucos. Yo nunca había trabajado con él: toda aquella información me había llegado a través de las habladurías de la brigada. Jamás había oído un comentario negativo sobre Andrew Ryan.
– ¿Qué hace hoy aquí? -se asombró. Señaló con un ademán hacia la ventana-. Debería estar por ahí y disfrutar de la fiesta.
Distinguí la cicatriz de su cuello, que se extendía hasta casi la nuca como una serpiente sinuosa.
– Supongo que mi vida social es pésima. Y no sé qué hacer cuando los comercios están cerrados.
Mientras lo decía apartaba el flequillo de mi frente. Recordé las ropas de gimnasia que vestía y me sentí algo intimidada ante su impecable atavío. Los tres parecían figurines de una revista masculina de moda.
Bertrand rodeó su escritorio y se acercó sonriente a saludarme con la mano tendida, que yo estreché. Claudel seguía sin mirarme. Me hacía menos falta que una alergia.
– Pensaba si podría echar una mirada a un expediente del año pasado. De una tal Chantale Trottier que fue asesinada en octubre del 93. El cadáver se encontró en Saint Jerome.
Bertrand chascó los dedos y me señaló.
– Sí, lo recuerdo: la chica del vertedero. Aún no hemos dado con el canalla que lo hizo.
Observé de reojo la mirada que Claudel dirigía a Ryan. Aunque el movimiento fue casi imperceptible, provocó mi curiosidad. Dudaba que él se encontrara allí de visita: estaba segura de que estaban hablando del crimen descubierto el día anterior. Me pregunté si comentarían el caso de Trottier o el de Gagnon.
– Desde luego -repuso Ryan sonriente pero impasible-. Lo que quiera. ¿Cree que se nos pasó algo por alto?
Sacó un paquete de cigarrillos y cogió uno que se puso en la boca. A continuación me ofreció otro, que rechacé con un movimiento de cabeza.
– No, no, nada de eso -contesté-. Trabajo en un par de casos que me han recordado el de Trottier. No estoy muy segura de lo que trato de encontrar, pero me gustaría volver a ver las fotos del escenario de los hechos y tal vez el informe del incidente.
– Sí, ya he tenido esa sensación -comentó al tiempo que echaba una bocanada de humo por la comisura de la boca.
Si sabía que todos mis casos competían asimismo a Claudel, no dio muestras de ello.
– A veces uno siente que debe seguir una corazonada. ¿Qué piensa que va a encontrar?
– Cree que por ahí anda un psicópata responsable de todos los crímenes cometidos desde Jack el Destripador -intervino Claudel. Se expresaba con aire indiferente, y advertí que volvía a examinar las borlas de sus zapatos. Apenas había movido los labios al hablar. Me parecía que no trataba de disimular su desdén. Le di la espalda e hice caso omiso de su presencia.
– ¡Vamos, Luc! -dijo Ryan sonriente-. ¡Tranquilo, nunca está de más echar otra mirada! Tampoco hemos fijado ningún límite de tiempo para cazar a ese gusano.
Claudel dio un resoplido, movió la cabeza despectivo y consultó de nuevo su reloj.
– ¿Qué ha descubierto? -prosiguió dirigiéndose a mí.
La puerta se abrió bruscamente sin darme tiempo a responder, y Michel Charbonneau irrumpió por el extremo de la sala. Corría hacia nosotros sorteando las mesas y agitaba un papel en la mano.