Testigos del silencio
Capítulo 1
Ya no pensaba en el hombre que se había saltado la tapa de los sesos y a quien en aquellos momentos estaba recomponiendo. Ante mí se encontraban dos secciones de cráneo, y una tercera descansaba en un cuenco de acero inoxidable repleto de arena, mientras se secaba el pegamento aplicado a los fragmentos reunidos. Había suficiente materia para confirmar su identidad, por lo que el juez de instrucción se consideraría satisfecho.
Era el atardecer del martes 2 de junio de 1994, y mientras el pegamento se fijaba yo dejaba divagar mi mente. La llamada que interrumpiría mi ensueño, desviaría el curso de mi vida y modificaría mi conocimiento de los límites de la depravación humana aún tardaría diez minutos en producirse. Entretanto, disfrutaba de la perspectiva del San Lorenzo, la única ventaja de mi repleto y arrinconado despacho situado en una esquina. En cierto modo la visión del agua siempre me ha rejuvenecido, en especial cuando fluye rítmicamente. Olvidemos el Estanque Dorado. Estoy segura de que Freud habría encontrado algún significado a esto.
Centraba mis pensamientos en el próximo fin de semana. Me proponía viajar a la ciudad de Quebec, pero sin una intención definida. En una especie de escapada turística pensaba visitar los Llanos de Abraham, comer mejillones y crepes y comprar baratijas a los vendedores callejeros. Llevaba un año entero en Montreal trabajando como antropóloga forense para la provincia, pero aún no había estado allí, por lo que me parecía un programa atractivo. Necesitaba pasar un par de días sin esqueletos ni cadáveres descompuestos o recién extraídos del río.
Las ideas me surgen con facilidad, pero me cuesta realizarlas. Suelo dejar que las cosas sigan su curso. Tal vez sea una vía de escape, un modo de escabullirme por la tangente y desistir de muchos de mis proyectos. Soy indecisa en mi vida social y obsesiva en mi trabajo.
Supe que él estaba al otro lado de la puerta antes de que llamara. Aunque se movía con sigilo para su gran corpulencia, lo delataba el olor a tabaco de pipa. Pierre LaManche era director del Laboratoire de Médecine Légale desde hacía casi dos décadas. Puesto que sus visitas a mi despacho nunca eran de carácter social, sospeché que no era portador de buenas noticias. El hombre llamó discretamente con los nudillos.
– ¿Temperance? -dijo.
Nunca empleaba mi diminutivo. Tal vez le sonaba más francés -rimaba con France-, o bien la traducción carecía de sentido para él o había tenido alguna experiencia desagradable en Arizona. Era el único que no me llamaba Tempe.
– Oui? -respondí.
Al cabo de tantos meses la respuesta era casi automática. Había llegado a Montreal creyendo dominar el idioma, pero no había contado con la variante quebequesa. Aprendía, mas con lentitud.
– Acabo de recibir una llamada.
Miró la nota de color rosado que llevaba en la mano. En su rostro todo era vertical: las arrugas y pliegues iban de arriba abajo, paralelas a la larga y recta nariz y las orejas. Recordaba un puro Basset, un rostro que ya en su juventud debía de parecer viejo, aunque su disposición se habría intensificado con el tiempo, y de edad incalculable.
– Dos obreros de HydroQuebec han descubierto unos huesos.
Observó mi expresión, en absoluto satisfecha, y volvió a mirar el papel rosado.
– Están cerca del lugar donde se encontraron los restos históricos el verano pasado -prosiguió con su correctísimo francés.
Nunca le había oído decir un vulgarismo ni expresarse en la jerga policial.
– Usted estuvo allí. Es probable que se trate de lo mismo. Necesito que vaya alguien a confirmar que no es un caso para el juez.
Al levantar la mirada, el cambio de plano intensificó sus arrugas y pliegues mientras absorbía la luz del atardecer, como un agujero negro atrae a la masa. Esbozó una vaga sonrisa, y cuatro surcos se desviaron hacia arriba.
– ¿Cree que serán restos arqueológicos? -inquirí con desgana.
No entraba en mis planes para el fin de semana investigar profesionalmente ningún escenario criminal. Para marcharme al día siguiente aún tenía que pasar por la tintorería y la farmacia, lavar la ropa sucia, hacer mi equipaje, repostar gasolina y dar instrucciones a Winston, el conserje de mi casa, para que cuidase del gato.
– Desde luego -asintió el hombre.
Yo no me sentía tan segura.
– ¿Desea que la acompañe un coche patrulla? -dijo al tiempo que me tendía la nota.
Lo miré con expresión ceñuda.
– No, he venido con mi coche.
Comprobé la dirección y reparé en que se hallaba próxima a mi domicilio.
– Lo encontraré -afirmé.
El hombre se alejó tan silencioso como había llegado. Calzaba zapatos con suela de crepé y llevaba los bolsillos vacíos, por lo que nada sonaba ni tintineaba a su paso y, como los cocodrilos, se presentaba y desaparecía de modo inadvertido, sin hacerse anunciar. A algunos colegas les parecía exasperante.
Metí un mono en una bolsa de lona junto con mis botas de caucho con la esperanza de no precisarlos y cogí mi ordenador portátil, la cartera y la funda de cantimplora bordada que utilizaba como monedero veraniego. Aún me prometía a mí misma no regresar hasta el lunes, pero una voz interior me auguraba todo lo contrario.
Cuando llega el verano a Montreal, irrumpe como una rumbera: con algodones de vivos colores que se arremolinan en el aire, muslos entrevistos y cuerpos brillantes de sudor. Es un festejo obsceno que comienza en junio y se prolonga hasta septiembre.
La gente acoge la estación con entusiasmo y deleite. La vida se desarrolla al aire libre. Tras el prolongado y desapacible invierno, reaparecen los cafés en las terrazas, ciclistas y patinadores compiten en los carriles destinados a bicicletas, los festivales se suceden en las calles y la multitud pasea por las aceras formando ondulantes dibujos.
¡Cuan distinto es el verano en San Lorenzo del de mi estado natal de Carolina del Norte! Allí la gente descansa lánguidamente en tumbonas en las playas o en los porches de casas de montaña o de las afueras, y las delimitaciones entre primavera, verano y otoño resultan difíciles de establecer sin ayuda del calendario. Más que la gelidez invernal, lo que me sorprendió el primer año que pasé en el norte fue este insolente renacer de la primavera, que desterró la nostalgia experimentada durante la prolongada y sombría estación fría.
Tales pensamientos rondaban por mi mente mientras circulaba bajo el puente de JacquesCartier y giraba en dirección oeste hacia Viger. Pasé junto a la fábrica de cerveza Molson, que se extendía a lo largo del río a mi izquierda, y por la torre redonda del edificio de Radio Canadá, y pensé en la gente que estaría allí adentro atrapada: ocupantes de colmenas industriales que sin duda ansiaban liberarse tanto como yo. Imaginé que, bajo los efectos de junio, observarían los rayos de sol tras los rectángulos acristalados, soñarían con barcas, bicicletas y zapatillas deportivas y consultarían sus relojes.
Bajé el cristal de la ventanilla y conecté la radio.
– Aujourd'hui je vois la vie avec les yeux du coeur -cantaba Gerry Boulet.
«Hoy veo la vida con los ojos del corazón», traduje mentalmente de modo automático. Podía imaginar al intérprete, un hombre fogoso de ojos negros, con la cabeza coronada por una maraña de rizos, que cantaba con apasionamiento y había fallecido a los cuarenta y cuatro años.
Enterramientos históricos. Todos los antropólogos forenses nos enfrentamos a tales casos. Viejos huesos exhumados por perros, obreros de la construcción, riadas primaverales y sepultureros. La oficina del juez de instrucción es la supervisora de la muerte en la provincia de Quebec. Si alguien fallece de modo indebido, sin hallarse bajo los cuidados de un médico ni en el lecho, el juez desea conocer la razón, y asimismo le interesa averiguar si tal muerte amenaza con arrastrar a otras consigo y, aunque exige una explicación de los fallecimientos violentos, inesperados o inoportunos, los cadáveres antiguos son de escaso interés para él. Aunque su muerte haya clamado justicia en otros tiempos o anunciado una inminente epidemia, sus voces han permanecido silenciadas durante demasiado tiempo y, una vez establecida su antigüedad, tales hallazgos son entregados a los arqueólogos. Tal prometía ser aquel caso. ¡Yo así lo esperaba!
Estuve zigzagueando por el embotellamiento circulatorio del centro de la ciudad y al cabo de un cuarto de hora llegué a la dirección facilitada por LaManche. Le Grand Séminaire, vestigio de las vastas propiedades de la iglesia católica, ocupa una amplia extensión de terreno en el núcleo de Montreal. Centreville, centro de la ciudad. Mi vecindario. La pequeña ciudadela urbana perdura como una isla de verdor en un mar de altísimos edificios de cemento y se mantiene como mudo testimonio de aquella institución en otros tiempos poderosa. Muros de piedra rematados por torres de vigilancia rodean sombríos castillos grises, zonas de césped muy cuidadas y vastos espacios que se han vuelto agrestes.
En los tiempos gloriosos de la Iglesia, las familias enviaban allí a sus hijos a miles a fin de prepararlos para el sacerdocio. Aún acuden algunos, pero en número muy reducido. Los edificios más grandes han sido alquilados y albergan escuelas e instituciones con objetivos más seglares, donde los faxes y las conexiones a Internet sustituyen a los manuscritos y a los discursos teológicos como paradigma de trabajo. Tal vez sea una buena metáfora para la sociedad moderna: la comunicación entre nosotros nos absorbe demasiado para preocuparnos por un creador todopoderoso.
Me detuve en una callecita frente a los jardines del seminario y miré en dirección este a lo largo de Sherbrooke, hacia la porción de la propiedad cedida a la sazón a Le College de Montreal. No advertí nada insólito. Saqué un codo por la ventanilla y observé en dirección opuesta. El polvoriento y recalentado metal estaba ardiendo, y retiré rápidamente el brazo, como un cangrejo al que golpearan con un palo.
Allí estaban. Juxtapuestos de modo incongruente contra una pétrea torre medieval distinguí un coche patrulla azul y blanco con la leyenda «POLICE-COMMUNAUTÉ URBAINE DE MONTREAL» grabada en un lateral, que bloqueaba la entrada oeste del recinto, y un camión gris de HydroQuebec aparcado delante de él, del cual, como apéndices de una estación espacial, surgían las escaleras y el equipo. Junto al camión, un policía uniformado hablaba con dos hombres que vestían traje de faena.
Giré a la izquierda y me introduje en el tráfico que se dirigía hacia la parte oeste de Sherbrooke, aliviada al no advertir la presencia de periodistas. En Montreal un encuentro con la prensa puede significar un doble calvario, puesto que los periódicos aparecen en francés y en inglés. No soy especialmente cortés cuando me acosan en un idioma, pero frente a un ataque dual puedo resultar muy antipática.