Testigos del silencio
– Monsieur Claudel -dije sin mirarlo-. ¡Fíjese en esto!
Se aproximó detrás de mí, y yo me aparté para que pudiera observarlo libremente. Le señalé una irregularidad en el borde superior de la cadera. La cresta ilíaca estaba en proceso de soldarse cuando había sobrevenido la muerte.
Deposité la pelvis en la mesa y el hombre siguió mirándola, aunque sin tocarla. Volví junto al cadáver para examinar la clavícula, convencida de lo que iba a encontrar. Retiré el extremo del esternón del agua y comencé a desprender el tejido. Cuando ya se distinguía la superficie de la articulación hice señas a Claudel para que se me aproximase y, sin pronunciar palabra, le señalé el extremo del hueso cuya superficie, al igual que en el caso del pubis, estaba hinchada. Un pequeño disco óseo se adhería al centro, de bordes claros y no soldado.
– ¿Qué sucede? -inquirió.
Tenía la frente perlada en sudor: trataba de disimular su nerviosismo con insolencia.
– Es joven. Probablemente veinteañera.
Podía haberle explicado cómo demuestran los huesos la edad, pero no creí que se prestara a escucharme, de modo que me limité a aguardar. Partículas de cartílago se adherían a mis enguantadas manos, que mantenía lejos de mi cuerpo, con las palmas hacia arriba, como un mendigo. Claudel guardaba la misma distancia que si se encontrara ante un enfermo de Ébola. Fijaba sus ojos en mí, pero se hallaba abstraído en los pensamientos que cruzaban su mente y revisaba los datos en busca de una candidata.
– Gagnon -dijo finalmente.
Era una afirmación, no una pregunta.
Asentí. Isabelle Gagnon, de veintitrés años.
– Le indicaré al juez que solicite el historial dental -añadió. Asentí de nuevo. Parecía que él expresara en voz alta mis pensamientos.
– ¿Cuál ha sido la causa de la muerte? -preguntó.
– Nada evidente -repuse-. Tal vez lo sepa cuando vea las radiografías. O acaso descubra algo en los huesos cuando estén limpios.
Tras estas palabras se marchó sin siquiera despedirse, aunque yo no lo esperaba. Su partida fue mutuamente apreciada.
Me quité los guantes y los deseché. Al salir, asomé la cabeza en la sala mayor de autopsias e informé a Daniel que por el momento había acabado con el caso y le pedí que se encargase de someter a rayos equis, y desde todos los ángulos, el cuerpo y el cráneo. Cuando llegué arriba me detuve en el laboratorio de histología y comuniqué al técnico jefe que el cadáver estaba a punto para ser sometido a ebullición, al tiempo que le advertía que tomara precauciones especiales por tratarse de un descuartizamiento. Aunque era innecesario: nadie podía reducir un cuerpo como Denis. En dos días el esqueleto estaría limpio e ileso.
Dediqué el resto de la tarde a trabajar en el cráneo recompuesto. Aunque fragmentarios, aparecían suficientes detalles para confirmar la identidad de su propietario. El hombre ya no conduciría más camiones cisterna de propano.
Cuando regresaba a mi casa volví a experimentar la sensación premonitoria del barranco. Durante todo el día me había refugiado en el trabajo para mantenerla a raya. Para desterrar el temor había centrado por completo mi mente en identificar a la víctima y en recomponer al finado camionero. Mientras comía, me distraje con las palomas del parque: establecer el orden jerárquico podía ser agotador. Las grises eran de primera categoría; parecían seguirlas las de manchas castañas, y las de patas negras estaban, sin duda alguna, al final del escalafón.
Ahora me hallaba en libertad de relajarme, de pensar, de preocuparme. Aquello comenzó en cuanto metí el coche en el garaje y cerré la radio. Una vez apagada la música surgió la inquietud. Me prohibí a mí misma pensar en ello: lo haría más tarde, después de cenar.
Al entrar en el apartamento percibí el tranquilidor zumbido del sistema de seguridad. Dejé la cartera en el recibidor, cerré la puerta y me fui al restaurante libanes de la esquina donde encargué un shish taouk y un plato de shawarna para acompañar. Es lo que más me gusta de vivir en el centro: a una manzana de mi residencia están representadas todas las cocinas del mundo. ¿Repercutirá ello en el peso…? ¡De ningún modo!
Mientras aguardaba a que me preparasen la comida para llevármela inspeccioné los surtidos del bufé: homos, taboule, feuilles de vignes… ¡Bendito fuera aquel despliegue mundial! Lo libanes iba bien con lo francés.
En una estantería a la izquierda de la caja se exhibían botellas de vino tinto. Una peligrosa elección. Mientras las miraba por enésima vez, sentí el antojo. Recordaba el sabor, el olor, la seca y fuerte consistencia del vino en mi lengua. Recordaba el calor que irradiaba desde mi interior y se extendía arriba y abajo abriendo un sendero por mi cuerpo que provocaba el fuego del bienestar en su curso, las hogueras del control, del vigor, de la euforia. Pensé que podía utilizarlo en aquel mismo momento. Ciertamente. ¿Pero a quién quería engañar? No me detendría allí. ¿Cuáles eran las etapas? Me volvería invulnerable y luego invisible. ¿O era totalmente al contrario? No importaba. Me excedería y después sobrevendría el colapso. El consuelo sería demasiado breve; el precio, caro. Hacía ya seis años que no tomaba una copa.
Me llevé la comida a casa y me la comí con Birdie y los Montreal Expos. El gatito dormía; enroscado en mi regazo ronroneaba quedamente. Perdieron frente a los Cubs por dos carreras. En ningún momento mencionaron el crimen, algo por lo que me sentí reconocida.
Tomé un baño caliente y prolongado y a las diez y media me desplomé en el lecho. A solas entre la oscuridad y el silencio ya no pude contener mis pensamientos, que como células enloquecidas crecieron y se intensificaron hasta instalarse finalmente en mi conciencia, insistiendo en ser reconocidos. Se trataba de otro homicidio, otra joven que había llegado al depósito despedazada. La rememoré con vividos detalles, recordé los sentimientos que había experimentado mientras trabajaba en sus huesos. Se llamaba Chántale Trottier y tenía dieciséis años. Había sido estrangulada, golpeada, decapitada y descuartizada. Hacía menos de un año que había llegado desnuda y metida en bolsas de basura de plástico.
Me disponía a concluir la jornada, pero mi mente se negaba a desconectar. Yací en el lecho mientras se formaban las montañas y las placas continentales se desplazaban. Por fin me quedé dormida. Una frase martilleaba mi cerebro y me obsesionaría todo el fin de semana: crímenes en serie.