La aventura del tocador de se?oras
*Concluidas estas reflexiones y no teniendo allí nada más que hacer ni que pensar, emprendí camino hacia donde mi escaso sentido de la orientación me sugería que debía de estar la ciudad de Barcelona. Con gran incertidumbre trataba de fijar, ora aquí ora allá, los cuatro puntos cardinales, o al menos tres de ellos, a partir de la sombra que de mi cuerpo proyectaba el sol en el asfalto, cuando me encontré a la orilla misma de una autopista sin duda recién inaugurada, en cuyo arcén estaba sentado Cañuto. Al acercarme para averiguar qué hacía allí, le vi mover los ojos, los labios y los dedos con gran agitación.
– Seis mil ciento nueve en esta dirección, ocho mil seiscientos catorce en aquélla. Aquélla gana.
Cañuto era un hombre de mediana edad, tirando a viejo. En los años 70 (de nuestra era) había robado varios bancos. No bancos de sentarse, sino oficinas bancarias. Operaba solo, con una media en la cabeza y la otra en el bolsillo (por si acaso), una pistola de juguete y una bomba de verdad. Él decía que era una bomba atómica. A tanto no llegaba, pero de todas formas le daban el dinero sin rechistar. Cuando el robo había sido perpetrado, Cañuto se quitaba la media, pronunciaba unas palabras adecuadas a la ocasión y se iba caminando por la acera. Lo curioso es que tardaron mucho en capturarlo. En su modesta vivienda encontraron la totalidad del dinero robado. No se había gastado ni una peseta y vivía de la caridad pública. Cuando finalmente lo llevaron a juicio, la galopante inflación de aquellos años convulsos había reducido el monto de sus fechorías a una cifra irrisoria. El abogado defensor de Cañuto mostró al tribunal una entrada de cine cuyo precio superaba lo que en tiempos de Cañuto había sido una fortuna. Lo habrían absuelto y puesto de nuevo en la calle si Cañuto no se hubiera empeñado en decir que sus atracos formaban parte de un plan mundial para sembrar el caos, y del cual él, Cañuto, era sólo la punta del iceberg, a la que, por otra parte, se empeñaba en llamar la punta del nabo. Por no saber qué pena imponerle, lo enviaron al manicomio, donde gozaba de justa fama de hombre metódico, riguroso, muy versado en cuestiones bursátiles, y donde yo lo conocí y traté.
– Oye, Cañuto, ¿tú sabes hacia dónde cae Barcelona?
– Hombre -respondió Cañuto-, eso depende de la dirección del viento. Déjame hacer una comprobación.
Se puso en mitad de la autopista y se metió en la boca el dedo índice con la intención de humedecerlo y hacer de él veleta. Elevé una plegaria por el eterno descanso de Cañuto y eché a andar por el borde de la autopista procurando mantener los dos pies en la parte de fuera del bordillo. En cuanto a la dirección, la elegí a ojo de buen cubero, ya que si bien mi intención era llegar a Barcelona, en el fondo lo mismo me habría dado llegar a otro lugar (por ejemplo a Copenhague) porque en ninguno tenía donde caerme muerto, si se me permite el aforismo.
El camino era llano y me sobraba tiempo, aunque no energía, porque entre unas cosas y otras no había comido ese día sino el agua sucia con medio adoquín que nos habían dado para desayunar, y el peculiar trazado de la autopista me obligaba a dar amplios rodeos a fin de contornear los bucles en que a trechos ella misma con mucha gracia se trenzaba. De este modo, derrengado yo y pasada la medianoche, la ciudad olímpica me acogía con similar desdén.
*Careciendo de objetivo y no disponiendo de otro peculio que la moneda de cien pesetas que me había dado el doctor Sugrañes, acudí al barrio donde en los buenos tiempos y desde su más tierna infancia mi hermana Cándida hacía las aceras. Era un sector algo apartado de los bajos fondos, cuyas concavidades, un alumbrado tenue si no nulo, un aire viciado y hediondo y la presencia de seres como la propia Cándida atraían a un público escaso en número y también en gracias personales, juventud, salud, educación, finura, dinero y afición a la higiene personal, pero muy regular en sus malas costumbres, muy directo en sus tratos y muy fácil de conformar, y con el que Cándida mantenía una relación poco expresiva, pero hasta cierto punto afectuosa, porque si bien es cierto que la naturaleza no le había concedido encantos, ni talento, ni sentido común, la vida no había sido con ella misericordiosa, su talante era huraño y su genio vivo, y era tan dada a sufrir que le salían sabañones en el mes de julio, a la hora de faenar no había en toda Barcelona persona más buena ni acomodaticia que la pobre Cándida. Pero al llegar comprobé que el barrio había cambiado, y con él sus gentes y sus prácticas. Las calles estaban bien iluminadas, las aceras, limpias. Gente bien vestida paseaba admirando el tipismo del lugar. Me acerqué a varios transeúntes a preguntarles si conocían a Cándida y salieron huyendo nada más verme. Uno me hizo una foto (y salió huyendo), otro me amenazó con la guía Michelin, y un tercero, que se avino a escucharme, resultó ser extranjero, miembro de una secta y, al parecer, tonto. En vista de lo cual, y como no podía hacer sino esperar, mis fuerzas estaban agotadas y el clima era benigno, me recogí entre los cascotes de una obra pública y antes de que mi cabeza rebotara contra el suelo ya me había quedado profundamente dormido.
El fresquito del alba me despertó y me hallé en el mismo sitio, pero despojado del dinero y de toda mi ropa, salvo de los calzoncillos, que difícilmente se habrían podido desprender de mi piel sin herramientas. Me hice un ovillo y continué durmiendo hasta que el ruido de la laboriosa ciudad vino a desvelarme sin remedio. Para entonces los comercios habían abierto sus puertas y allí proseguí mi búsqueda, considerando que aun cuando las alteraciones urbanísticas o el natural ciclo biológico hubieran retirado a Cándida del oficio, no se habría ido a vivir lejos si aún vivía. Por fortuna, había empezado la temporada turística y mi atuendo se confundía con el de los numerosos visitantes extranjeros que a cambio de contemplar nuestras curiosidades arquitectónicas nos ofrecen la contemplación de sus vellosas adiposidades, pudiendo así yo deambular sin otra molestia que algún ofrecimiento como el de pasear en calesa, adquirir un piso en la Villa Olímpica o degustar un suquet de bogavante, cuando no las tres cosas a la vez, y ser recibido en todas partes con serviles muestras de cordialidad. Que se trocaban en insultos, befas y amenazas al formular yo en la lengua propia mi pregunta. Al mediodía mis esperanzas de dar con Cándida se habían disipado. Me senté en un banco a pensar qué hacer, y estando en actividad improductiva me abordó un niño de tez morena, el cual, con más desparpajo que sintaxis, me dijo que me había estado siguiendo toda la mañana, que sabía lo que yo buscaba y que disponía de una información que él tasaba en dos talegos, tirando por lo bajo.
– Muchacho -le respondí-, no tengo un real. Pero te hago un trato. ¿Qué edad tienes y cómo te llamas?
Me respondió que pronto cumpliría veintiún años, pero que de momento sólo tenía ocho, y que podía llamarle Jamín, contracción de Jaime en catalán aljamiado.
– Está bien Jamín -le dije-, ahora escucha. Si sabes dónde vive Cándida, dímelo y quizá algún día te pueda pagar este favor. Si no me lo dices, acudiré a la policía y le diré que te he violado. A mí me dejarán en libertad y a ti te encerrarán en un reformatorio.
Era listo, aunque le faltaba experiencia y mundología. Echó a andar a paso vivo, y yo le seguí sin ocultar mi admiración por aquel genuino producto de la reforma escolar. Al cabo de poco se detuvo ante un edificio que había escapado al plan de embellecimiento e higienización a que parecía sometido el barrio entero: la fachada aún rezumaba hollín y del portal surgía un invicto pestazo a sardina frita, excremento y gas Lebón. Jamín señaló aquel negror y masculló antes de alejarse:
– Tercero segunda.
Con el ánimo hinchado por la esperanza y pinchado por la incertidumbre, subí los escalones resbalosos y llegué a lo que la claridad que dejaban entrar las grietas del muro me indicó ser la presunta vivienda de mi hermana. Pulsé el timbre y esperé un buen rato. Finalmente mis oídos percibieron el sensual deslizarse de unas zapatillas viejas por los baldosines desencolados de un piso en ruinas. Se abrió una mirilla, pero al no llegar la persona que la había abierto al agujero, se volvió a cerrar la mirilla y una voz cascada dijo:
– Aquí no hay nadie, ¿quién va?
– Busco a una señorita llamada Cándida -respondí-. Le traigo buenas noticias. Y un ramo de flores. Y un lote de productos alimenticios. Y la posibilidad de ganar muchos premios más.
– No siga, joven -dijo la cascada voz-. Cándida no puede atenderle. Está ocupada.
– Señora -amenacé-, si no me abre ahora mismo, echo la puerta abajo.
Sonaron aldabas, rechinaron goznes y por un resquicio asomó el rostro de una viejuca mientras yo introducía en él el pie, más por dar impresión de firmeza que con fin práctico alguno, pues iba descalzo y si aquella cacatúa hubiera optado por cerrar, habría tenido que batirme en retirada dejando en el interior del piso mis cinco deditos. Por suerte la cacatúa parecía demasiado aturdida para advertir su ventaja táctica.
– ¿Quién es usted?
Los dos habíamos formulado al mismo tiempo la pregunta, pero fui yo quien respondió, en parte por cortesía y en parte porque es inútil razonar con las personas de edad.
– Soy el hermano de la señorita Cándida.
– Cándida nunca me dijo que tuviera un hermano -replicó la cacatúa.
– No le gusta alardear. ¿Está en casa?
– ¿Quién?, ¿yo?
– No, Cándida.
– Ah. ¿Y usted por qué va en paños menores, joven?
– Para una visita familiar opté por un atuendo informal -dije a modo de excusa-. No soy un esclavo de la moda. Ni usted tampoco, señora, a juzgar por la bata astrosa que lleva.
– Sí, pero yo estoy en mi casa.
– ¿Su casa? -dije-. ¿Vive usted con Cándida?
– No, señor -replicó la cacatúa-. Cándida vive conmigo.
– ¿Puedo preguntarle en calidad de qué? -pregunté yo.
– Cándida -respondió la cacatúa- es mi nuera. Mi hijo y su esposa, esto es, mi nuera y su esposo, viven en mi casa y a costa de mi modesta pensión. Pero no son en puridad dos parásitos: mi hijo tiene un negocio floreciente y Cándida hace lo que puede, que no es mucho.
– O sea -exclamé más para mí que para los obturados oídos de la cacatúa- que al final la pobre Cándida se acabó casando. Nunca lo habría imaginado.