La aventura del tocador de se?oras
Al pasar por el cuarto de baño repetí la operación de alivio por si sufría una recidiva y me adentré en la habitación siguiente. Era un gabinete o estudio provisto de librería (con más obras de Saramago) en un paño de pared, un escritorio o buró, un tresillo, varias lámparas y otros muebles prescindibles. El escritorio ofrecía un surtido botín: cartas, extractos de cuentas de diversas entidades bancarias, cada una en su peculiar galimatías, un directorio de teléfonos, una agenda. Me lo habría llevado todo, pero no quería dejar constancia de mi visita, así que me limité a hojear la agenda.
Lunes: tenis.
Martes: llamar a Nicolasete.
Miércoles: descanso.
No era gran cosa ni probaba nada, pero tampoco cabía esperar más. Ni el criminal más obtuso anota en su agenda los delitos que se propone cometer. En las cuentas bancarias se apreciaba un saldo magro. En el escritorio había una fotografía más, esta vez en un marco de piel clara. La fotografía mostraba de nuevo a una Reinona más joven, vestida de novia, del brazo del marido de Reinona, el bondadoso Arderiu, vestido de novio, con cara de idiota. Todos los novios ponen cara de idiota, pero aquélla era de concurso.
*Por el conducto del aire acondicionado llegaron aplausos y vítores. El alcalde debía de estar finalizando su discurso. No podía seguir allí sin que mi ausencia se hiciera notar. Abandoné la estancia, salí al pasillo y me dirigí de nuevo a la escalera por donde había subido. Me habría gustado echar un vistazo a las habitaciones del marido de Reinona, pero no había tiempo. Antes de iniciar el descenso miré por el hueco de la escalera para ver si el camino estaba expedito. No lo estaba. Al pie de la escalera montaba guardia pertinaz el joven recepcionista. Recorrí el pasillo en sentido contrario hasta encontrar otra escalera. Cuando creí haberla encontrado miré por el hueco de la escalera y volví a ver al mismo joven recepcionista en la misma postura, lo que me hizo concluir que había dado la vuelta a la casa y regresado a la misma escalera. Para no perder tiempo fui sacando esta conclusión mientras probaba puerta tras puerta en busca de salida. Finalmente, tras una puerta, igual a las demás por respeto a la simetría, encontré una escalera más angosta, de mampostería con grietas, destinada a la discreta circulación de la servidumbre. Por ella bajé y desemboqué en una especie de alacena en cuyo interior había un filipino sentado en un escabel. Pasé por su lado, crucé otra puerta y me encontré en el salón, justo cuando el alcalde concluía por cuarta vez su discurso y recibía una salva de aplausos. Recuperé mi posición a espaldas de Reinona y uní mis palmas a las del público. Reinona se volvió y me dijo algo al oído que casi no oí a causa del bullicio y no entendí porque el recuerdo de su lencería interfería en el proceso y me agolpaba la sangre en las mejillas.
– ¡Una auténtica pieza oratoria! -exclamé para disimular.
– Te estoy diciendo que te largues si en algo valoras el pellejo -dijo Reinona-. Detrás de aquella cortina hay una puerta vidriera que da al jardín. Está cerrada, pero sólo con un pasador. Al fondo del jardín encontrarás el muro y allí, oculto bajo unas matas, un portillo. Nunca se usa. Si consigues abrirlo, tal vez puedas escapar.
Al pronunciar esta última palabra me dio algo parecido a un abrazo o un achuchón y susurró a mi oído:
– No trates de ponerte en contacto conmigo. Yo me pondré en contacto contigo. Y pase lo que pase no le cuentes a nadie lo nuestro. Corre.
Esta última admonición sobraba. Con el rabillo del ojo vi venir derechamente hacia mí al joven recepcionista con una expresión en el semblante que dejaba pocas dudas respecto de sus intenciones. Busqué con la mirada a Magnolio, en vano. Reinona se apartó de mí y trabó conversación con otra persona. Por fortuna se había armado un gran revuelo alrededor del alcalde. Todos querían hacer oír sus solicitudes: éste reclamaba la rescisión de un contrato del Ayuntamiento con una empresa rival, aquél quería ser nombrado director del Louvre, un tercero pedía permiso para circular por la izquierda porque se había comprado un coche inglés, y así sucesivamente. Aproveché la confusión para salvar la distancia que me separaba de la cortina. Detrás estaba la puerta de cristal anunciada por Reinona. La abrí y salí al jardín. Una vez allí corrí como un galgo, procurando no pisar las flores, hasta chocar con el muro. Como la luz era escasa busqué a tientas el portillo. Estaba cerrado con llave y no se me había ocurrido pasar las herramientas al traje prestado. Por fortuna la cerradura estaba oxidada y saltó al golpearla con un pedrusco. Me pregunté cómo a todas éstas el joven recepcionista no me había dado alcance. Más tarde supe que al salir al jardín había metido el pie en un hoyo y se había luxado un tobillo. También me pregunté si a alguien podía interesarle el relato de estos inverosímiles sucesos. En la calle no había nadie, por ser distinta a aquélla, ya descrita, donde esperaban los coches de los invitados y sus respectivos guardaespaldas. Por un desmonte fui a parar a una avenida de intensa circulación rodada. Por el momento estaba relativamente a salvo.
*Era tarde cuando me apeé del autobús. Todos los establecimientos del barrio estaban cerrados, salvo algún bar de copas y puterío y una farmacia de turno. Como no había cenado se me ocurrió comprar en la farmacia un bote de potitos, pero no andaba sobrado de dinero, así que opté por un piscolabis más frugal (nada) y me fui a casa. Había una sombra agazapada en el rellano.
– Sal sin miedo -dije-, soy yo.
– ¿Cómo te ha ido? -dijo Ivet.
Le temblaba la voz, como si estuviera a punto de llorar. Se enderezó y anduvo con dificultad. Subimos la escalera hasta la puerta de mi apartamento y le dije:
– Entremos.
Abrí la puerta de mi apartamento y entré. Me siguió medio encorvada. Debía de llevar un buen rato en la misma postura y tenía las articulaciones agarrotadas. Cuando estuvimos dentro cerré la puerta sin encender la luz. Fui hasta la ventana, bajé la persiana y corrí los estores de percal. Regresé junto a la puerta y encendí la lámpara. Aunque no soy manirroto en la luminotecnia, el resplandor deslumbró a Ivet. Se tapó los ojos con la mano. Estaba pálida. Se había puesto un vestido veraniego estampado no sé si holgado o ceñido (desde que leo tantas revistas femeninas me hago un lío con la nomenclatura) que acentuaba sus atractivos y le sentaba muy bien.
– ¿Qué ha pasado? -le pregunté.
– Estoy asustada -respondió-. ¿Y a ti, cómo te ha ido en casa de Reinona?
– Regulín -dije-. Reinona es una mujer. Su marido se llama Arderiu. ¿Has cenado?
– No.
– En la nevera no hay nada, pero puedo bajar en un salto y comprar potitos -sugerí.
– No, déjalo estar -dijo.
Flexionó brazos y piernas para desentumecerse y pidió permiso para utilizar el cuarto de baño, que le concedí sin trabas. En su ausencia me quité el traje, que de buena mañana debía devolver a la tintorería del señor Sapastra en perfecto estado, lo sacudí y colgué con sumo cuidado en el respaldo de una silla (la silla), arrimé la silla a la ventana para ventilar el traje (olía un poco mal) y yo me puse una camiseta de la Unió Esportiva Lleida que había encontrado años antes junto a un albañal, pero aún en buen estado, a raíz de haber bajado dicho equipo a segunda división después de haber hecho el papelón en primera toda la temporada, y que me cubría hasta los pies si doblando las rodillas apretaba los talones contra los glúteos y echaba el tronco hacia adelante. Postura en la cual me encontró Ivet cuando salió del baño algo más animada y recompuesta, se sentó en el sillón (habiendo yo ocupado el suelo), me preguntó si tenía algo de beber, declinó amablemente el agua del grifo que le ofrecí y a renglón seguido pasó a contarme lo que sigue.
Aquella misma tarde, de regreso a su casa después de haberse entrevistado conmigo en el bar y haber luego paseado de mi brazo (en mi engañoso recuerdo, amartelada), no había ocurrido nada. Con posterioridad, sin embargo, se había visto obligada a salir de nuevo a la calle para efectuar una compra en el supermercado más próximo o conveniente y había tenido la sensación de que alguien la seguía. Al pronto, dijo Ivet, no había hecho caso (del hecho), pues, como ella misma me explicó, estaba acostumbrada a que los hombres la siguieran en silencio, a que corretearan a su lado gritándole requiebros e incluso a que los más audaces la precedieran andando hacia atrás y mostrándole el pirindolo, pero al cabo de un rato algo en la conducta esquiva de aquel individuo y también, dijo Ivet, en la forma de proyectar su sombra en el pavimento, le había indicado que no se trataba de un vulgar ligón. Al llegar a este punto le pedí que describiera someramente al hombre y dijo Ivet haberle parecido de estatura regular, más bien alto, delgado, algo torcido de cuerpo, de andar sesgado y ademanes de espía. Vestía traje oscuro, gabardina negra, sombrero de ala ancha y guantes del mismo color y a pesar de ser de noche llevaba gafas de sol. En todo lo cual, dijo Ivet, se le notaba el deseo de pasar inadvertido. El individuo en cuestión, siguió diciendo, la había seguido hasta la puerta misma del supermercado, la había esperado allí y había seguido siguiéndola hasta la puerta de la casa de Ivet, donde había entrado Ivet precipitadamente, quedándose él de guardia junto a la farola (cuya luz mortecina daba un aire siniestro a su figura), según había podido comprobar la propia Ivet atisbando por la ventana de su dormitorio. Aquello estaba haciendo, continuó diciendo Ivet, cuando había sonado el teléfono. Ivet había contestado a la llamada y había oído una voz neutra, ni de hombre ni de mujer, proferir las más terribles amenazas contra ella si ella no devolvía de inmediato la carpeta azul y yo no abandonaba también de inmediato la investigación del caso. Tras lo cual, y sin darle tiempo a decir nada, el arisco llamador había colgado. Entonces, presa de miedo y alarmada por el más pequeño ruido, Ivet había aprovechado la ausencia momentánea del hombre de la gabardina negra y había venido a buscarme para contarme lo ocurrido y buscar mi apoyo y protección.
*Sin maquillaje y despeinada Ivet parecía aún más joven: a la tenue luz que arrojaba mi lámpara (a media luz) aparentaba tener a lo sumo veinte años, como ocurre con todas las mujeres que aún no los han cumplido y con algunas (muy pocas) a partir de los cuarenta. Estaba pensando estas cosas (y también en los potitos) cuando advertí que Ivet entornaba los párpados.