Cromosoma 6
– La gente de los alrededores sabe que está prohibido -respondió Kevin-. Según las nuevas leyes ecuatoguineanas, es un delito castigado con la pena de muerte. No hay nada allí por lo que valga la pena morir.
– Entonces, ¿quién prendió las fogatas? -preguntó Candace.
– ¡Dios santo, Kevin! -exclamó súbitamente Melanie-.
Empiezo a vislumbrar lo que te ha pasado por la cabeza, pero permite que te diga que es ridículo.
– ¿Qué es ridículo? -preguntó Candace-. ¿Alguien puede darme una pista?
– Dejadme que os muestre otra cosa -dijo Kevin. Se giró hacia su ordenador y, tras pulsar unas cuantas teclas, en la pantalla apareció el gráfico de la isla. Explicó el sistema a las mujeres y a modo de demostración localizó al doble de Melanie. La pequeña luz roja parpadeó al norte del macizo, muy cerca de donde había localizado al suyo propio el día anterior.
– ¿Vosotros tenéis un doble? -preguntó Candace, atónita.
– Kevin y yo hicimos de conejillos de Indias -explicó Melanie-. Nuestros dobles fueron los primeros. Teníamos que demostrar que la técnica funcionaba.
– Bien, ahora que sabéis cómo funciona el programa de localización, permitidme que os enseñe lo que hice hace una hora y veremos si os preocupa también a vosotras. -Los dedos de Kevin aletearon sobre el teclado-. Estoy dando instrucciones al ordenador para que localice automática y secuencialmente a los setenta y tres dobles. Los números aparecerán en un rincón, seguidos por la luz parpadeante en el gráfico. Ahora mirad.
Pulsó una tecla para empezar. El programa trabajaba con rapidez y había apenas una pequeña pausa entre el número y la luz roja parpadeante.
– Tenía entendido que había casi cien animales -dijo Candace.
– Los hay -asintió Kevin-. Pero de ellos, veintidós tienen menos de tres años y están en un recinto cerrado en el Centro de Animales.
– Bueno -dijo Melanie después de observar la pantalla del ordenador durante unos minutos-. Está haciendo exactamente lo que has dicho. ¿Qué es lo que te preocupa tanto?
– Espera y verás -respondió Kevin.
De repente se encendió el número 37, pero no la corres pondiente luz roja. Después de unos segundos en la pantalla apareció un mensaje que decía: Animal no localizado. Haga clic para continuar.
Melanie miró a Kevin.
– ¿Dónde está el número treinta y siete?
Kevin suspiró.
– Lo que queda de él está en el incinerador -respondió-. El número treinta y siete era el doble de Winchester. Pero no era eso lo que quería enseñaros.
Kevin pulsó una tecla y el programa continuó la búsqueda. Luego se detuvo en el número 42.
– ¿Ese era el doble de Franconi? -preguntó Candace-.
¿Del otro trasplante de hígado?
Kevin negó con la cabeza. Pulsó varias teclas, pidiendo al ordenador la identidad del número cuarenta y dos, y apareció el nombre de Warren Prescott.
– ¿Entonces dónde está el cuarenta y dos? -preguntó Melanie.
– No lo sé con certeza, pero sé lo que temo -dijo Kevin.
Tecleó otra vez, y los números y luces rojas parpadearon alternativamente en la pantalla.
Al terminar toda la secuencia, el programa indicó que siete dobles de bonobos estaban ilocalizables, aparte del de Franconi, que había sido sacrificado.
– ¿Esto es lo mismo que viste antes? -preguntó Melanie.
Kevin asintió.
– Pero entonces no fueron siete, sino doce. Y aunque algunos de los que estaban ilocalizables hace un rato siguen así, la mayoría ha reaparecido.
– No entiendo -dijo Melanie-. ¿Cómo es posible?
– Cuando recorrí la isla, antes de que se iniciara el proyecto -explicó él- vi algunas cavernas en el macizo. Lo que creo es que nuestras creaciones se ocultan en las cavernas o incluso es probable que vivan allí. Es la única explicación que encuentro para que no aparezcan en el gráfico.
Melanie se llevó una mano a la boca. Sus ojos reflejaron una mezcla de horror y desolación.
Candace se sorprendió de la reacción de Melanie.
– ¡Eh, chicos! -suplicó-. ¿Qué pasa? ¿Qué estáis pensando?
Melanie se retiró la mano de la boca, mirando fijamente a Kevin.
– Cuando Kevin dijo que tenía miedo de haber traspasado los límites -explicó en voz baja y cautelosa- se refería a que tenía miedo de haber creado seres humanos.
– ¡No hablarás en serio! -exclamó Candace, pero le bastó con mirar a Kevin y luego a Melanie para saber que así era.
Durante un minuto nadie habló. Por fin él rompió el silencio:
– No hablo de un ser humano auténtico, con aspecto de simio -dijo-. Sugiero que involuntariamente he creado una especie de protohumano. Quizá algo similar a nuestros antepasados remotos, que aparecieron de manera espontánea en la naturaleza a partir de animales simiescos, hace cuatro o cinco millones de años. Es posible que entonces la mutación responsable del cambio se produjera en los genes de la evolución, que según he descubierto, se encuentran en el brazo corto del cromosoma seis.
Candace miró por la ventana con expresión ausente, mientras en su mente se reproducía la escena vivida dos días antes en el quirófano, cuando el bonobo estaba a punto de recibir la anestesia. Entonces el animal había emitido extraños sonidos, que parecían humanos, y había intentado desesperadamente liberarse las manos para repetir los mismos ademanes salvajes. Abría y cerraba los dedos sin parar y luego sacudía las manos, apartándolas del cuerpo.
– ¿Te refieres a una criatura primitiva, similar a los homínidos, algo así como de la especie del Homo erectus? -dijo Melanie-. Es cierto que notamos que los bonobos transgénicos jóvenes tendían a caminar más erguidos que sus madres.
En su momento, sólo nos pareció un detalle divertido.
– No pienso en un homínido tan remoto que no supiera hacer fuego -explicó Kevin-. Sólo los hombres primitivos usaban el fuego, y eso es lo que temo haber visto en la isla: fogatas.
– De modo que para decirlo brutalmente -intervino Candace volviéndose de la ventana-, ahí fuera hay un montón de cavernícolas, como en tiempos prehistóricos.
– Algo así -admitió Kevin. Tal como había previsto, las dos mujeres estaban boquiabiertas. Aunque le extrañaba, se sentía un poco mejor ahora que había expresado sus temores.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Candace-. Yo no pienso participar en el sacrificio de otro animal hasta que esto se resuelva de un modo u otro. Ya me sentía bastante mal cuando creía que la víctima era un simio.
– ¡Eh, un momento! -exclamó Melanie. Abrió los brazos, con los dedos separados. Sus ojos resplandecían-. Es probable que nos estemos apresurando a sacar conclusiones. No hay ninguna prueba. Las únicas que tenemos son, como mucho, circunstanciales.
– Sí, pero hay algo más -anunció Kevin.
Se volvió hacia el ordenador y dio instrucciones para que el programa localizara simultáneamente a todos los bonobos de la isla. En cuestión de segundos, dos grandes manchas de luces rojas comenzaron a parpadear. Una estaba en el sitio donde habían visto al doble de Melanie; la otra, al norte del lago. Kevin miró a Melanie.
– ¿Qué te sugieren estos datos?
– Que hay dos grupos -respondió ella-. ¿Crees que es permanente?
– Ocurrió lo mismo antes -dijo él-. Creo que es un fenómeno permanente. Hasta Bertram lo mencionó. Y esto no es típico de los bonobos, que por lo general se relacionan en grupos más grandes que los chimpancés. Además, estos animales son relativamente jóvenes. Deberían estar todos en un mismo grupo.
Melanie asintió con la cabeza. En los últimos cinco años había aprendido mucho sobre la conducta de los bonobos.
– Y hay otra cosa preocupante -prosiguió Kevin-. Bertram me contó que uno de los bonobos mató a un pigmeo durante la recogida del doble de Winchester. No fue un accidente. El bonobo le arrojó una piedra. Esa clase de agresión es más propia de la conducta humana que de los bonobos.
– Reconozco que es verdad -admitió Melanie-. Pero siguen siendo pruebas circunstanciales todas ellas.
– Circunstanciales o no -replicó Candace-, yo no pienso vivir con este peso sobre mi conciencia.
– Comparto tu opinión -dijo Melanie-. Hoy mismo me he pasado el día preparando a dos hembras bonobos nuevas para la recolección de óvulos. No pienso seguir adelante hasta que sepamos si esta idea aparentemente absurda sobre posibles protohumanos tiene algún fundamento o no.
– No ser fácil descubrirlo -repuso Kevin-. Para comprobarlo, alguien tendría que ir a la isla. El problema es que sólo hay dos personas que pueden autorizar una visita: Bertram Edwards y Siegfried Spallek. Yo ya he hablado con Bertram, y aunque le comenté lo del humo, me dejó bien claro que no se permite el acceso de ninguna persona a la isla, con la excepción del pigmeo que lleva la comida suplementaria.
– ¿Le explicaste por qué estabas preocupado? -preguntó Melanie.
– No de manera explícita. Pero él lo sabe; estoy seguro. Sin embargo, le restó importancia. El problema es que él y Siegfried han conseguido que los incluyeran en el plan de incentivos. En consecuencia se asegurarán de que nada amenace sus beneficios. Me temo que son lo bastante corruptos para no preocuparse por lo que ocurre en la isla. Y, además de su corruptibilidad, tenemos que tener en cuenta la sociopatía de Siegfried.
– ¿Tan terrible es? -preguntó Candace-. He oído rumores.
– Pues multiplica por diez lo que hayas oído -respondió Melanie-. Está como una regadera. Para darte un ejemplo, ejecutó a unos desgraciados ecuatoguineanos porque los pilló cazando furtivamente en la Zona, que es su coto privado.
– ¿Los mató él personalmente? -preguntó Candace impresionada y asqueada.
– El mismo no -respondió Melanie-. Los hizo juzgar por un tribunal improvisado, aquí en Cogo. Luego un pelotón de soldados ecuatoguineanos los ejecutó en el campo de fútbol.
– Y para colmo -añadió Kevin-, usa los cráneos de esos hombres para guardar los utensilios de su escritorio.
– Comienzo a arrepentirme de haber hecho esa pregunta -dijo Candace, estremeciéndose.
– ¿Y qué hay del doctor Lyons? -preguntó Melanie.
Kevin rió.
– Olvídate de él. Es aún más corrupto que Bertram. Esta operación es obra suya. También a él intenté hablarle del humo, pero fue incluso menos receptivo. Dijo que todo era fruto de mi imaginación. Con franqueza, no me fío de él, aunque debo reconocer que ha sido generoso con los incentivos y las acciones. Es lo bastante listo para darle una buena tajada a todas las personas involucradas en el proyecto, muy en particular a Bertram y a Siegfried.