Cromosoma 6
– ¿Y qué me dice de los ruidos? -preguntó Melanie-. ¿Hacen mucho ruido?
– Mucho.
– ¿Como los bonobos de Zaire? -intervino Kevin.
– Más. Pero en Zaire yo no veía a los bonobos tan a menudo como aquí y nunca les di de comer. Allí se alimentan solos, con lo que encuentran en la selva.
– ¿Qué clase de ruido hacen? -preguntó Candace-. ¿Puede darnos un ejemplo?
Alphonse rió con timidez.
Miró alrededor para asegurarse de que su mujer no lo escuchaba y vocalizó en voz baja:
– Eeee, ba da, lu lu, ta ta. -Rió otra vez. Era obvio que se sentía avergonzado.
– ¿Chillan como los chimpancés? -preguntó Melanie.
– Algunos -dijo Alphonse.
Los invitados se miraron. Por el momento no se les ocurrían más preguntas. Kevin se levantó y las mujeres lo imitaron. Dieron las gracias a Alphonse por su hospitalidad y le devolvieron las bebidas intactas. Si Alphonse se sintió ofendido, no lo demostró. Su sonrisa permaneció inalterable.
– Hay algo más -dijo Alphonse poco antes de que sus invitados se marcharan-. A los bonobos de la isla les gusta hacerse los payasos. Siempre que voy a llevarles la comida, se ponen de pie.
– ¿Todo el tiempo? -preguntó Kevin.
– Casi todo.
El grupo cruzó la aldea en dirección al coche. No hablaron hasta que Kevin puso en marcha el motor.
– ¿Y bien? ¿Qué opináis? -preguntó Kevin-. ¿Deberíamos continuar? Ya se ha puesto el sol.
– Yo voto por seguir -dijo Melanie-. Si hemos llegado hasta aquí…
– Estoy de acuerdo -apuntó Candace-. Además, siento curiosidad por ver el puente que crece.
– Yo también -dijo Melanie sonriendo-. ¡Qué hombrecillo tan encantador!
Kevin condujo alejándose de la tienda, ahora aún más atestada que antes, aunque no estaba seguro de la dirección que debía tomar. Dentro de la aldea, el camino simplemente se expandía en el aparcamiento de la tienda, y la carretera que conducía al este no estaba señalizada. Para encontrarla, tuvo que dar vueltas alrededor del perímetro del aparcamiento.
Una vez en camino, les llamó la atención cuánto más fácil había sido viajar por la carretera asfaltada. El camino era estrecho, lleno de baches y barro. En la parte central, la hierba alcanzaba casi un metro de altura. Las ramas de los árboles se extendían de un lado al otro y golpeaban el parabrisas o en traban por las ventanillas. Tuvieron que cerrar las ventanillas para evitar lastimarse con las ramas. Kevin encendió el aire acondicionado y las luces. La vegetación circundante devolvía el reflejo de los faros, creando la impresión de que conducían por un túnel..
– ¿Cuánto tiempo tendremos que seguir por este camino de vacas? -preguntó Melanie.
– Sólo cinco o seis kilómetros -respondió él.
– Es una suerte que el coche tenga tracción en las cuatro ruedas -observó Candace, que a pesar de cogerse con fuerza del asidero lateral, no podía evitar ir dando botes. El cinturón de seguridad no servía de mucho-. No puedo imaginar nada peor que quedarnos atascados aquí.
Miró por la ventanilla la selva negra y tembló. El paisaje era siniestro. No veía nada aparte de pequeños jirones de cielo sobre sus cabezas. Y encima el ruido… Durante la breve visita a Alphonse, las criaturas nocturnas de la selva habían iniciado su estridente y monótono coro.
– ¿Qué opináis de lo que ha dicho Alphonse? -preguntó Kevin.
– El jurado sigue fuera de la sala -respondió Melanie-.
Pero sin duda alguna está deliberando.
– Yo creo que su comentario sobré el bipedismo de los bonobos cuando van a buscar la comida es desconcertante
– dijo Kevin-. Las pruebas circunstanciales se van sumando.
– La idea de que podrían estar comunicándose entre ellos me ha impresionado -dijo Candace.
– Sí, pero también es cierto que hay precedentes de gorilas y chimpancés que han aprendido a hablar por señas -señaló Melanie-. Y sabemos que los bonobos son más bípedos que cualquier otro simio. Lo que a mí me impresionó fue lo de la conducta agresiva, aunque sigo sosteniendo mi teoría de que podría deberse a un error nuestro, por no haber llevado más hembras para mantener el equilibrio.
– ¿Los chimpancés pueden emitir los sonidos que imitó Alphonse?-preguntó Candace.
– No lo creo -respondió Kevin-. Y es un punto importante. Sugiere que quizá sus laringes sean diferentes.
– ¿Los chimpancés suelen matar a los monos? -preguntó Candace.
– En ocasiones -respondió Melanie-. Pero nunca había oído que un bonobo lo hiciera.
– ¡Agarraos! -gritó Kevin de repente.
El coche chocó contra un tronco caído en el camino.
– ¿Estás bien? -preguntó Kevin a Candace mirándola por el retrovisor.
– Perfectamente -respondió ella, aunque había sido una buena sacudida. Por suerte el cinturón de seguridad la había sujetado y había evitado que se golpeara la cabeza contra el techo.
Kevin disminuyó considerablemente la velocidad por miedo a encontrar otro tronco. Quince minutos después, llegaron a un claro que marcaba el final del camino. Kevin frenó. Directamente frente a ellos, los faros delanteros iluminaron un edificio de ladrillo de ceniza con una puerta de garaje.
– ¿Ya hemos llegado? -preguntó Melanie.
– Supongo -respondió él-. Aunque este edificio es nuevo para mí.
Apagó las luces y el motor. En el claro, la iluminación del cielo bastaba. Por un momento, nadie se movió de su sitio.
– ¿Qué hacemos? -preguntó-. ¿Bajamos a mirar o no?
– Desde luego -repuso Melanie-. A eso hemos venido.
– Abrió la portezuela y bajó. Kevin la imitó.
– Yo prefiero esperar en el coche -dijo Candace.
El se acercó al edificio e intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Se encogió de hombros.
– No sé qué puede haber aquí -dijo dándose un manotazo en la frente para matar un mosquito.
– ¿Por dónde se va a la isla? -preguntó Melanie.
Kevin señaló hacia la derecha.
– Por ahí hay un sendero. La orilla está a unos cincuenta metros.
Melanie alzó la vista al cielo, que había adquirido un color azul lavanda.
– Pronto oscurecerá. ¿Tienes una linterna en el coche?
– Creo que sí -respondió Kevin-. Pero lo más importante es que tengo un repelente de mosquitos. Si no lo usamos, nos comerán vivos.
Se dirigieron al coche, y cuando se acercaban Candace bajó.
– No quiero quedarme aquí sola-dijo-. Es demasiado lúgubre.
Kevin sacó un repelente de mosquitos en aerosol. Mientras las mujeres se rociaban todo el cuerpo, buscó la linterna.
La encontró en la guantera. Después de aplicarse él mismo el repelente, hizo señas a las mujeres de que lo siguieran.
– No os separéis de mí -dijo-. Los cocodrilos y los hipopótamos salen del agua por la noche.
– ¿Bromea? -preguntó Candace a Melanie.
– No lo creo.
En cuanto se internaron en el sendero, la luz descendió notablemente, aunque todavía no necesitaban la linterna.
Kevin tomó la delantera y las dos mujeres lo siguieron encogidas. Cuanto más se acercaban al agua, más fuerte sonaba el coro de insectos y ranas.
– ¿Cómo me he metido en esto? -preguntó Candace-. No me va la vida al aire libre. Ni siquiera puedo imaginarme a un cocodrilo o a un hipopótamo fuera del zoo. Jolín, cualquier bicho más grande que la uña de mi pulgar me aterroriza. Y no hablemos de las arañas…
De repente oyeron una estampida a la izquierda. Candace soltó un grito ahogado y se agarró a Melanie, que también gritó. Kevin dio un respingo y encendió la linterna. Dirigió el haz de luz hacia el lugar de donde había procedido el ruido, pero la densa vegetación no permitía iluminar más de un metro de terreno.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Candace cuando recuperó la voz.
– Probablemente un duiker -respondió Kevin-. Es una especie de antílope pequeño.
– Antílope o elefante -dijo Candace-, me ha dado un susto de muerte.
– Y a mí también -admitió él-. Quizá deberíamos regresar y volver de día.
– ¡Jo! ¿Ahora que hemos llegado hasta aquí? -protestó Melanie-. Ya oigo el rumor del agua.
Por un instante nadie se movió. En efecto, se oía el ruido del agua al chocar contra la orilla.
– ¿Qué ha ocurrido con las criaturas nocturnas? -preguntó Candace.
– Buena pregunta -dijo Kevin-. El antílope también debe de haberlas asustado a ellas.
– Apaga la luz -ordenó Melanie.
En cuanto él lo hizo, los tres vislumbraron la brillante superficie del agua entre la vegetación. Parecía plata líquida. Melanie tomó la delantera mientras el coro de criaturas nocturnas se reiniciaba. Al llegar al río, el camino acababa en otro claro, en medio del cual había una mole oscura, prácticamente del tamaño del garaje donde habían dejado el coche.
Kevin se dirigió hacia allí. Era fácil adivinar que se trataba del puente.
– Tiene un mecanismo telescópico -observó Kevin-. Por eso Alphonse dijo que crecía.
Al otro lado del río, a unos nueve metros de distancia, estaba la isla Francesca. Bajo la luz mortecina del atardecer, la densa vegetación se veía de color azul marino. En la orilla opuesta, a la altura del puente telescópico, había una estructura de cemento que servía de soporte cuando el puente estaba desplegado. Más allá, un claro se extendía hacia el este.
– Intenta desplegar el puente -sugirió Melanie.
Kevin encendió la linterna; encontró el panel de mandos del puente, donde había dos botones, uno rojo y otro verde.
Apretó el rojo. Al ver que no ocurría nada, pulsó el verde. Nada. Entonces notó una cerradura con una ranura alineada en la posición off.
– Se necesita una llave -dijo.
Melanie y Candace se habían acercado a la orilla.
– Hay corriente -señaló Melanie. Hojas y desperdicios flotaban lentamente en el agua.
Candace alzó la vista. Las ramas más altas de los árboles de ambas orillas prácticamente se tocaban.
– ¿Por qué los animales se quedan en la isla? -preguntó.
– Los simios y los monos no se meten en el agua, sobre todo si son aguas profundas -explicó Melanie-. Por eso los zoológicos sólo necesitan rodear las jaulas de los primates con una pequeña zanja con agua.
– ¿Y por qué no cruzan por las ramas de los árboles? inquirió Candace.
Kevin se unió a las mujeres en la orilla.
– Los bonobos son bastante pesados -dijo-. En particular los nuestros. Algunos pesan más de cincuenta kilos y las ramas de allí arriba no son lo bastante fuertes para resistir su peso. Antes de llevar los primeros animales a la isla, se talaron los árboles más recios. Pero los monos colobos todavía van y vienen.