El Idiota
Desde entonces pasaron cinco años y en su curso se aclararon muchas cosas. La situación de Totzky no era envidiable. Habiéndose dejado intimidar una vez, no lograba recuperar la confianza en sí mismo. Temía no sabía qué, aunque en realidad sólo temía a Nastasia Filipovna. ¡Durante los dos primeros años supuso que ella deseaba casarse con él y que, a causa de su extraordinario orgullo, nada decía, esperando que él se lo ofreciese. La idea podía parecer extraña; pero Totzky se había vuelto muy suspicaz. Su rostro ensombrecíase a menudo y su mente se entregaba a penosas meditaciones. Grande y desagradable (el corazón humano es así) fue la sorpresa que experimentó cuando tuvo la convicción de que incluso si él hiciese una oferta de matrimonio a su protegida, no le sería aceptada. Pasó largo tiempo antes de que pudiese comprender el motivo. Sólo cabía una explicación: la de que aquella mujer, «ofendida y fantástica» hubiese extremado su orgullo hasta el punto de expresarle su desprecio definitivo negándose a casarse con él, prefiriendo esta venganza al hecho de asegurar su futura posición y elevarse a casi inaccesibles alturas de grandeza. Para colmo, Nastasia Filipovna mostrábase superior a él de un modo muy molesto. No influían en ella consideraciones venales, por importantes que fuesen, y, aunque aceptando el lujo que él la ofrecía, vivía muy modestamente y apenas se preocupó de guardar dinero en aquellos cinco años. Totzky inició sutiles tácticas para romper sus cadenas, procurando tentar a la joven con los más idealísticos métodos de tentación. Pero los ideales en forma de príncipes, húsares, secretarios de embajada, novelistas, poetas y hasta socialistas no ejercieron la menor influencia sobre Nastasia Filipovna. Dijérase que escondía una piedra en lugar de corazón y que todos sus sentimientos se habían agotado. Llevaba una existencia retirada, leía, estudiaba y le gustaba la música. Tenía pocas amistades: tratábase con pobres y grotescas mujeres de empleados, con dos actrices y con varias ancianas. También la unía muy buena amistad con la numerosa familia de un respetable profesor, todos los miembros de la cual la querían mucho y la recibían calurosamente en su casa. A menudo la visitaban durante las veladas cinco o seis amigos. Totzky iba a verla asidua y regularmente. El general Epanchin, tras algunas dificultades, había logrado conocimiento con ella desde algún tiempo atrás. Y a la vez un joven empleado público llamado Ferdychenko, hombre mal educado y beodo, con pretensiones de gracioso, pero un bufón en realidad, había conseguido sin trabajo alguno ser admitido en la casa. Otro miembro del círculo de Nastasia Filipovna era un extraño joven llamado Ptitzin, modesto, correcto, de corteses maneras, que, elevándose desde la pobreza, se había convertido en prestamista. Finalmente, Gabriel Ardalionovich fue presentado a la joven... Nastasia Filipovna acabó granjeándose una curiosa reputación. Todos hablaban de su belleza y nada más. Ninguno podía jactarse de haber conseguido sus favores, ninguno podía decir nada contra ella.
Esta fama, la buena educación y el talento y elegancia de modales de la joven, acabaron confirmando a Totzky en el plan que ya bosquejaba. Por entonces el general Epanchin comenzó a tomar parte activa en el asunto.
Cuando Totzky, discretamente, se confió a él pidiéndole un consejo de amigo respecto a declararse a una de sus hijas, le hizo una noble y sincera confesión general. Declaróle que estaba dispuesto a no retroceder ante medio alguno para recuperar su libertad; que no se sentiría tranquilo ni aun si Nastasia Filipovna le ofreciese dejarle tranquilo en el porvenir, y que, como las palabras significaban poco, él deseaba garantías positivas. Hablaron largamente y determinaron obrar de concierto. Se resolvió primero apelar a las buenas y tocar, por así decirlo, «las cuerdas más nobles del corazón» de Nastasia Filipovna. Fueron juntos a verla y Totzky le expuso la miseria moral de su situación. Achacóse todas las culpas y añadió que no podía arrepentirse de lo hecho porque era un desenfrenado epicúreo y no sabía dominarse; pero que ahora, deseando contraer un matrimonio honroso, todo dependía de ella y en ella ponía todas sus esperanzas. El general Epanchin, en su calidad de padre de la futura desposada, comenzó a hablar y habló razonablemente, evitando todo sentimentalismo, y limitándose a decir que reconocía el derecho de Nastasia Filipovna a resolver sobre el porvenir de Totzky. Luego, adoptando inteligentemente un aire de humildad, declaró que la suerte de una de sus hijas, y acaso la de las otras dos, dependía de la resolución de Nastasia Filipovna.
Ésta les preguntó qué deseaban de ella y Totzky respondió con la franqueza que mostrara desde el principio de la conversación. Nastasia Filipovna habíale asustado de modo tal cinco años antes, que ahora nunca se sentiría completamente seguro de su actitud mientras ella no se casase. Apresuróse a añadir que semejante propuesta sería absurda de su parte a no tener algún fundamento en que apoyarla. Pero había observado y le constaba que un joven bien nacido y de distinguida familia, Gabriel Ardalionovich Ivolguin, a quien ella acogía con gusto en su casa, la amaba apasionadamente y daría con gusto la mitad de su vida sólo por la esperanza de conseguir su afecto. Gabriel Ardalionovich le había confiado su amor a él largo tiempo atrás, en el secreto de la amistad y con toda la sencillez de su puro corazón juvenil, e Ivan Fedorovich, protector del joven, conocía ese amor también. Finalmente, Totzky añadió que si él no estaba equivocado, Nastasia Filipovna debía, desde tiempo atrás, haber reparado en la pasión del joven y hasta no parecía mirarle con malos ojos. Desde luego, agregó Totzky, hablar de semejante cosa le era muy duro, más que a nadie; pero si Nastasia Filipovna creía que él albergaba al menos algún buen deseo hacia ella, además de pensar en su propio y egoísta interés, debía comprender que no la veía sin disgusto llevar una existencia solitaria, únicamente debida a su indefinible depresión y a su creencia de que no le era posible comenzar una nueva vida que podía hacerla conocer las nuevas satisfacciones del amor conyugal. Destruir sistemáticamente capacidades que acaso fuesen de las más brillantes, a cambio de entregarse a un sombrío pensar en la ofensa sufrida, constituía, en verdad, una especie de sentimentalismo indigno del buen sentido y el noble corazón de Nastasia Filipovna. Siempre repitiendo que le era más duro que a nadie hablar de aquel tema, acabó declarando su confianza en que ella no le contestase con el desprecio si, con el sincero deseo de asegurar su porvenir, le ofrecía una suma de setenta y cinco mil rublos. Añadió, como explicación, que, de todos modos, tal suma le estaba ya asignada a la joven en su testamento y que no se trataba de compensación alguna... Aunque, después de todo, ¿por qué no reconocer y admitir y perdonar en él un muy humano deseo de tranquilizar algo su conciencia? Y así continuó discurriendo, y alegando cuanto se suele en análogas circunstancias. Atanasio Ivanovich habló mucho y con elocuencia. De paso deslizó la interesante noticia de que nadie, ni aun Ivan Fedorovich, allí presente, conocía lo de las setenta y cinco mil rublos.
La contestación de Nastasia Filipovna sorprendió a los dos amigos. No mostró ni trazas de su anterior ironía, hostilidad y aversión, ni de aquella risa cuyo solo recuerdo hacía estremecerse a Totzky. Por el contrario, la joven parecía contenta de poder hablar al fin amistosa y francamente con alguien. Reconoció que durante largo tiempo había estado deseando un consejo leal, aunque su orgullo le impidiera pedirlo; pero roto el hielo, ella se alegraba de poder escucharles. Con sonrisa triste al principio y que al cabo se trocó en risa abierta y alegre, afirmó que no volvería a producirse una tempestad como antaño, que desde hacía algún tiempo miraba las cosas de otro modo y que, si bien su corazón no había cambiado en nada, creía conveniente aceptar ciertas cosas como hechos consumados. Lo hecho, hecho estaba; lo pasado, pasado. No comprendía, pues, la continua inquietud de Atanasio Ivanovich. Luego, volviéndose con deferencia a Ivan Fedorovich, díjole que hacía tiempo conocía de oídas a sus hijas y albergaba por ellas estima sincera y profunda. Se sentía, pues, orgullosa y feliz en poder serles útil en algo. También era verdad que se notaba deprimida y triste: Atanasio Ivanovich había adivinado en esto, como también en que ella hubiese querido renacer, ya que no en el amor, al menos en el cariño de los hijos y la vida del hogar. Respecto a Gabriel Ardalionovich, apenas podía decir nada. Juzgaba, en efecto, que él la quería y parecíale que, de creer en la verdad de su afecto, ella podría corresponderle; pero, aun de ser Gabriel Ardalionovich sincero, ella vacilaba por verle tan joven. Lo que más le agradaba en él era saber que trabajaba y sostenía a su familia sin auxilio de nadie. Había oído comentar que era hombre enérgico, altivo, resuelto a abrirse camino y hacer carrera. Constábale que su madre, Nina Alejandrovna, era mujer excelente y respetada, así como Bárbara Ardalionovna, su hermana, era muchacha notable por su recio carácter. Ptitzin le había hablado mucho de la última. Conocía que toda la familia Ivolguin soportaba su mala fortuna con entereza y con gusto hubiese estrechado sus relaciones con ellos; pero faltaba saber si la acogerían o no. En resumen, Nastasia Filipovna no objetaba contra aquella propuesta de matrimonio; si bien quería reflexionar y que no la apremiasen. Respecto a los setenta y cinco mil rublos, Atanasio Ivanovich no necesitaba esforzarse en convencerla de que los aceptara. Ella sabía apreciar el valor del dinero y por tanto los tomaría. Agradecía a Totzky su delicadeza al no hablar de ello al general ni a Gabriel Ardalionovich, pero ¿por qué no informar al joven sobre el asunto? Ella no tendría de qué avergonzarse recibiendo aquel dinero al entrar en la familia. En cualquier caso, se proponía no excusarse de nada ante nadie, y deseaba que ello fuese conocido de todos. No se casaría con Gabriel Ardalionovich sino después de estar segura de que ni él ni su familia abrigaban reticencia alguna hacia ella. En todo caso, por lo que la atañía, no tenía nada de qué culparse y desde luego valía más que Gabriel Ardalionovich supiera en qué condiciones económicas y morales se hallaba ella con Totzky. En fin, si aceptaba el dinero, no era como pago de su honor perdido, sino en compensación de su existencia destrozada.