El Padrino
Durante la fiesta nupcial, algunas señoras jóvenes uniformemente entraditas en carnes miraban a Sonny Corleone con ojos lánguidos. Sin embargo, aquel día concretamente estaban perdiendo el tiempo. A pesar de la presencia de su esposa y de sus tres hijos de corta edad, Sonny Corleone tenía la vista puesta en Lucy Mancini, la dama de honor de su hermana. La muchacha, que conocía los planes de Sonny, estaba sentada junto a una de las mesas del jardín. Llevaba el traje de gala, con una tiara de flores encima de su lustroso pelo negro. Había flirteado con Sonny en el curso de la última semana, durante los ensayos de la ceremonia, y aquella mañana, ante el altar, había rozado su mano. Una joven soltera no podía hacer más.
A Lucy no le importaba que Sonny no fuera un gran hombre como su padre, ni tuviera probabilidades de serlo. Sonny Corleone era fuerte, tenía valor, se mostraba siempre generoso, y era del dominio público que tenía un corazón muy grande, noble y a menudo tierno. Por desgracia carecía de la humildad de su padre, y su genio, pronto y vivo, le hacía caer a menudo en errores de apreciación. Si bien se le consideraba un excelente colaborador en los negocios de su padre, muchos dudaban de que éste lo nombrara su heredero.
El segundo vástago de don Corleone, Frederico, conocido como Fred o Fredo, era el hijo con el que sueñan todos los padres italianos. Cumplidor, leal, siempre al servicio de su padre… Tenía treinta años y seguía viviendo con sus progenitores. Era más bajo y corpulento que su hermano, pero se le parecía: la misma cabeza de Cupido, el mismo pelo ondulado, idénticos labios gruesos. Pese a ello, los labios de Fred no eran sensuales, sino graníticos. Aunque de carácter más bien terco, nunca discutía con su padre ni le causaba disgusto alguno por causa de las mujeres. A despecho de tales virtudes, no poseía el magnetismo personal ni la fuerza animal tan necesaria para los conductores de hombres. Así pues, tampoco se le consideraba un heredero probable de los negocios familiares.
El tercero, Michael, no se encontraba junto a su padre y hermanos. Había ido a sentarse en el más apartado rincón del jardín, aunque ni allí logró escapar a las atenciones de los amigos de la familia.
Michael Corleone era el menor de los hijos del Don y el único que no se había dejado guiar por el gran hombre. No tenía la cara de Cupido de sus hermanos, y su negro pelo era más bien liso. Su piel, apenas morena, hubiera sido la envidia de cualquier muchacha. Poseía una belleza delicada, casi femenina, hasta el punto que el Don había tenido sus dudas acerca de la masculinidad del menor de sus hijos. Afortunadamente, tales inquietudes se disiparon en cuanto Michael cumplió diecisiete años.
Michael se había sentado en la mesa más apartada del jardín, como si quisiera dar a entender su voluntaria separación de la familia. A su lado estaba la muchacha de la que todos habían oído hablar, pero a quien nadie hasta entonces había visto. Michael se había portado bien, naturalmente, y la había presentado a todos los invitados y a su familia. La verdad era que la chica no había causado gran sensación, ni mucho menos. Les había parecido demasiado delgada, demasiado fina, y su rostro excesivamente inteligente para una mujer. Por no mencionar sus maneras, muy desinhibidas para una muchacha soltera, y su nombre, que sonaba tan extraño a los oídos de todos los presentes. Se llamaba Kay Adams, y si hubiera dicho al resto de invitados que su familia residía en América desde hacía más de doscientos años y que su nombre era de lo más corriente, ellos se hubieran encogido de hombros.
Todos se dieron cuenta de que el Don apenas prestaba atención a su tercer hijo. Michael había sido su favorito antes de la guerra y, por lo tanto, el presunto heredero de los negocios familiares cuando llegara el momento. Había heredado la fuerza reposada y la inteligencia de su padre, y tenía un modo de actuar innato que le granjeaba el respeto de todos. Pero cuando, al estallar la Segunda Guerra Mundial, Michael Corleone se alistó voluntario en la Marina, contrarió abiertamente los deseos de su padre.
Don Corleone no tenía el deseo ni la intención de dejar que su hijo menor muriera al servicio de un país que él consideraba extraño. Se hicieron arreglos secretos y algunos médicos fueron sobornados. Preparar todo aquello costó mucho dinero, pero Michael tenía veintiún años y nada podía hacerse contra su voluntad. Al final se alistó. Luchó en el Pacífico, llegó a capitán y recibió varias condecoraciones. En 1944, la revista Life publicó un reportaje gráfico de sus numerosas hazañas.
Cuando un amigo mostró la revista a Don Corleone (su familia no se había atrevido), después de lanzar un gruñido de desdén, éste dijo: «Realiza estas proezas por cuenta de extraños».
Michael se licenció a principios de 1945 a causa de una herida, sin tener la menor sospecha de que su padre había hecho todos los preparativos para que se le diera de baja. Permaneció en casa durante unas semanas, pero luego, sin consultar a nadie, se matriculó en el Dartmouth College de Hanover, en New Hampshire. No había vuelto al hogar paterno desde entonces, y en esta ocasión lo hacía para asistir a la boda de su hermana y para mostrar a la familia su futura esposa, aquella descolorida muchacha americana.
Michael Corleone se había retirado hasta aquel rincón del jardín para contar a Kay Adams chismes y anécdotas relacionados con algunos de los invitados. Le divertía ver que Kay encontraba pintorescas a todas aquellas personas y, como siempre, le encantaba el interés que la muchacha mostraba por todo cuanto no conocía. Finalmente, la atención de Kay se concentró en un grupito de hombres que se hallaban reunidos alrededor de un barril de vino casero. Los componentes del pequeño grupo eran Amerigo Bonasera, el panadero Nazorine, Anthony Coppola y Luca Brasi. Con su agudeza habitual, ella comentó que ninguno de los cuatro parecía excesivamente feliz.
– No, no lo son -contestó Michael, riendo-. Están esperando ver a mi padre en privado. Todos tienen favores que pedirle.
En efecto, los cuatro hombres no perdían de vista al Don.
Mientras Don Corleone recibía efusivamente a los invitados que llegaban, un Chevrolet negro se detuvo en la entrada de la alameda. Sus dos ocupantes sacaron del bolsillo unas libretas y, sin disimulo alguno, fueron anotando los números de matrícula de los coches allí aparcados.
– Deben de ser policías -dijo Sonny, volviéndose hacia su padre.
– La calle no es mía. Que hagan lo que quieran -respondió Don Corleone, encogiéndose de hombros.
Los toscos rasgos de Sonny enrojecieron de ira.
– Estos piojosos no respetan nada -vociferó.
Bajó los escalones de la casa y se dirigió hacia donde habían aparcado el Chevrolet negro. Furioso, se enfrentó al conductor y éste, sin parpadear siquiera, se limitó a mostrarle una tarjeta de identificación de color verde. Sonny retrocedió sin decir palabra y escupió sobre el maletero del vehículo. Supuso que el conductor saldría del automóvil para pedirle explicaciones, pero no sucedió nada.
– Son del FBI -informó a su padre cuando llegó a la puerta de la casa-. Anotan el número de matrícula de los coches de nuestros invitados. ¡Los muy cerdos!