El Padrino
– ¿Quieres decir que tu padre fue tiroteado por una banda de gángsters? -preguntó Kay, con voz estremecida.
– Hace quince años. Desde entonces todo ha sido una balsa de aceite -respondió él, temiendo haber ido demasiado lejos.
– Sólo quieres asustarme -dijo Kay-. Lo que ocurre es que no quieres que me case contigo -bromeó la muchacha, dándole un amistoso codazo en las costillas-. Te crees muy listo ¿eh?
– Sólo pretendo que lo medites bien -contestó Michael, devolviéndole la sonrisa.
– ¿De verdad mató a seis hombres? -interrogó Kay.
– Eso dijeron los periódicos -contestó Mike-. Nadie pudo probarlo. Pero se cuenta otra historia de Luca Brasi, una historia de la que nadie habla. Debe de ser tan terrible, que ni siquiera mi padre la menciona jamás. Tom Hagen la sabe, pero nunca ha querido contármela. En cierta ocasión, bromeando, le dije: «¿Cuándo seré lo bastante mayor para que me expliquéis esa historia relacionada con Luca?». Tom me contestó: «Cuando tengas cien años».
Realmente, Luca Brasi era un hombre capaz de asustar al mismo diablo. De corta estatura y cuadrado, su sola presencia llevaba la intranquilidad a cualquier ambiente. Sus ojos eran color marrón pero fríos como el hielo. Su boca, más que cruel, parecía sin vida; delgada, como de goma y de color morado.
Tenía fama de ser un hombre terriblemente violento y era legendaria su devoción por Don Corleone. De hecho, en sí mismo era una de las bases sobre las que se asentaba el poder del Don. No había muchos como él. No temía a la policía, ni a la sociedad, ni a Dios, ni al infierno; no temía ni amaba a nadie. Pero había elegido, había escogido temer y amar a Don Corleone.
Una vez en presencia del Don, el terrible Brasi se convirtió en manso cordero. Dio la enhorabuena a Don Corleone y expresó su esperanza de que el primer vástago fuera un niño. Luego entregó al Don un paquete lleno de dinero como obsequio para los recién casados. Había logrado su objetivo.
Hagen se dio perfecta cuenta del cambio operado en Don Corleone, quien recibió a Brasi tal como un rey saludaría a un súbdito que le hubiese prestado un gran servicio, es decir, guardando las distancias pero con respeto y consideración. Todos los gestos, todas las palabras de Don Corleone indicaban a Luca Brasi con toda claridad que se le valoraba en gran medida. El Don no mostró sorpresa ni por un momento ante el hecho de que el regalo le fuera entregado personalmente. Lo comprendía.
La suma que había en el sobre superaba, casi con toda seguridad, la de los demás sobres. Brasi había pasado muchas horas decidiendo cuál sería la suma más adecuada, teniendo en cuenta, claro está, lo que probablemente darían los demás. Quería ser el más generoso, para demostrar el alcance de su respeto, y ésa era la razón por la que había querido entregar en persona su sobre al Don, torpeza que el Don supo disculpar. Hagen vio que el rostro de Luca Brasi mudaba su expresión, por lo general siniestra, por otra casi alegre y amable. Antes de salir de la estancia, el hombre besó la mano del Don mientras Hagen, prudente, le dedicaba una amistosa sonrisa que Brasi agradeció con una mueca cortés de sus finos y amoratados labios.
Cuando la puerta se cerró detrás de Luca Brasi, Don Corleone lanzó un suspiro de alivio. Aquél era el único hombre del mundo capaz de ponerle nervioso; era una fuerza de la naturaleza, una fuerza que nadie podía controlar del todo. Al tratar con él, era preciso poner el mismo cuidado que al manejar dinamita. El Don se encogió de hombros. También era posible hacer estallar dinamita sin peligro alguno, si llegaba el caso. Miró interrogativamente a Hagen.
– ¿Es Bonasera el único que queda? -preguntó.
Hagen asintió. Don Corleone pareció meditar durante unos instantes.
– Antes de hacerlo entrar, di a Santino que venga -indicó finalmente-. Debo enseñarle algunas cosas.
En el jardín, Hagen buscó ansiosamente a Sonny Corleone. Dijo a Bonasera que tuviera paciencia, y se dirigió hacia donde estaban Michael Corleone y Kay Adams.
– ¿Has visto a Sonny por aquí? -preguntó.
Michael negó con la cabeza. ¡Vaya!, pensó Hagen, si Sonny se pasaba toda la fiesta dale que te pego en una habitación con la dama de honor, habría lío grande. Su esposa, los familiares de la chica… un desastre. Preocupado, apresuró el paso hacia el lugar por el que hacía media hora había desaparecido Sonny.
Al ver que Hagen se dirigía a la casa, Kay Adams preguntó a Michael Corleone:
– ¿Quién es? Me has dicho que es tu hermano, pero su apellido es diferente y, además, no parece italiano.
– Tom vive con nosotros desde que tenía doce años -respondió Michael-. Sus padres murieron, y él vagabundeaba por las calles con una infección en los ojos. Sonny lo trajo a casa una noche, y se quedó. No tenía adonde ir. Vivió con nosotros hasta que se casó.
Kay Adams estaba maravillada.
– ¡Qué romántico! Tu padre debe ser una persona de gran corazón. No todo el mundo se dedica a adoptar niños, teniendo tantos hijos propios.
Michael consideró que no valía la pena explicarle que los inmigrantes italianos consideraban que cuatro hijos eran pocos.
– Tom no fue adoptado. Simplemente vivió con nosotros -se limitó a decir.
– Ya. ¿Y por qué no lo adoptasteis? -preguntó ella con curiosidad.
Michael se rió.
– Porque mi padre dijo que no teníamos derecho a cambiar el apellido de Tom. Siempre consideró que sería una falta de respeto hacia sus padres.
Vieron cómo Hagen y Sonny se dirigían al despacho del Don, y Kay señaló a Amerigo Bonasera.
– ¿Por qué molestan a tu padre con asuntos de negocios en un día como éste? -preguntó.
Michael volvió a reír.
– Porque saben que un siciliano no puede negar nada el día de la boda de su hija -contestó-. Y ningún siciliano es capaz de dejar escapar una oportunidad como ésta.
Lucy Mancini se levantó un poco la falda y subió las escaleras. El abotargado rostro de Cupido de Sonny Corleone, más obsceno todavía a causa del alcohol, la atemorizaba, pero su juego con él durante toda la semana había sido emprendido y mantenido con el único propósito de terminar en una cama. Los dos flirteos que había sostenido en su época de estudiante no le habían hecho sentir nada, y sólo habían durado una semana.
Durante el verano, mientras preparaban la boda de su mejor amiga, Connie Corleone, Lucy oyó lo que se murmuraba de Sonny. Una tarde de domingo, en la cocina de los Corleone, Sandra, la esposa de Sonny, habló muy claramente. Sandra era una mujer tosca y afable que había nacido en Italia, pero que fue llevada a América siendo aún muy niña. Era de complexión fuerte y poseía unos pechos muy desarrollados. En cinco años de matrimonio había dado a luz tres veces. Sandra y las otras mujeres se pusieron a bromear con Connie acerca de los tormentos que se sufren en el lecho nupcial.