El Padrino
– Eso no puedo hacerlo -respondió el Don finalmente-. No hay nada que hacer.
– Pagaré todo lo que me pida -dijo Bonasera en voz alta y clara.
Al oír estas palabras, Hagen hizo un movimiento nervioso con la cabeza. Sonny Corleone, con los brazos cruzados, sonrió sardónicamente y se alejó de la ventana para acercarse a los otros tres.
Don Corleone se levantó con el rostro tan impasible como siempre.
– Tú y yo hace muchos años que nos conocemos -dijo con una voz helada como la muerte-. A pesar de ello, hasta hoy nunca me habías pedido consejo ni ayuda. Ni siquiera soy capaz de recordar cuándo fue la última vez que me invitaste a tu casa para tomar café, a pesar de que mi esposa es la madrina de tu única hija. Seamos francos: has rechazado mi amistad porque no querías deberme nada.
– No quería verme envuelto en líos -murmuró Bonasera.
El Don levantó la mano en señal de disconformidad.
– No. No hables. Creías que América era un paraíso. Tenías un buen negocio y vivías muy bien. Pensabas que el mundo era un edén del que podías tomar todo lo bueno. Nunca te has preocupado de rodearte de buenos y verdaderos amigos. Después de todo ya tenías a la policía y los tribunales para protegerte. Nada malo podía ocurrir; ni a ti ni a los tuyos. Para nada necesitaban a Don Corleone. Muy bien. Has herido mis sentimientos, y no soy de los que dan su amistad a quienes no saben apreciarla, a quienes no me tienen en consideración.
El Don hizo una pequeña pausa, y antes de continuar dirigió a Bonasera una sonrisa a la vez cortés e irónica.
– Ahora acudes a mi diciendo: «Don Corleone; quiero que haga justicia». Y no sabes pedir con respeto. No me ofreces tu amistad. Vienes a mi casa el día de la boda de mi hija, me pides que mate a alguien y dices -aquí el Don se puso a imitar la voz y los gestos de Bonasera-: «Pagaré todo lo que me pida». No, no. No te guardo rencor, pero ¿puedes decirme qué te he hecho para que me trates con esta absoluta falta de respeto?
– América se ha portado bien conmigo. Quería ser un buen ciudadano y que mi hija fuera americana
– dijo Bonasera, con la voz ahogada por la angustia y el temor.
El Don aplaudió.
– Has hablado bien, pero que muy bien. Así pues, de nada puedes quejarte. El juez ha dictado sentencia. América ha dictado sentencia. Cuando vayas al hospital, lleva a tu hija un ramo de flores y una caja de bombones, eso la consolará. ¡Alégrate, hombre! Después de todo, no ha sido nada grave; los muchachos eran jóvenes y alegres, y uno de ellos es hijo de un político muy influyente. No, mi querido Amerigo, siempre has sido honrado. A pesar de que hayas despreciado mi amistad, debo admitir que para mi la palabra de Amerigo Bonasera vale más que la de cualquier otro hombre. En fin, dame tu palabra de que vas a olvidarte de todo, como harían los americanos. Perdona y olvida. La vida está llena de desgracias.
La cruel y desdeñosa ironía de estas palabras, la ira contenida del Don, hicieron temblar al pobre empresario de pompas fúnebres, quien, a pesar de todo, aún encontró fuerzas para decir con arrogancia:
– Sólo le pido que haga justicia.
– El tribunal ya hizo justicia -adujo Don Corleone, con sequedad.
– No -replicó Bonasera, con un gesto de obstinación-. Hizo justicia a los jóvenes, pero no a mí.
Con una ligera inclinación, el Don dio a entender que había sabido apreciar la sutil diferencia.
– ¿Cuál es tu justicia? -preguntó seguidamente.
– Ojo por ojo -respondió Bonasera.
– Has pedido más. Tu hija está viva -señaló el Don.
– Que sufran como sufre ella -convino Bonasera.
El Don aguardó a que el otro siguiera hablando. Bonasera hizo acopio de valor.
– ¿Cuánto quiere? -dijo en tono desesperado.
Don Corleone le volvió la espalda, queriendo indicar que la entrevista había terminado. Pero Bonasera no se movió.
Finalmente, como un hombre de buen corazón que no puede enfadarse con un amigo descarriado, Don Corleone se volvió hacia el empresario de pompas fúnebres, que estaba tan pálido como uno de sus cadáveres. No cabía duda; Don Corleone era amable y paciente.
– Ante todo ¿por qué temes mostrarme lealtad? -dijo-. Acudes a los tribunales y tienes que esperar meses. Te gastas el dinero en abogados que saben perfectamente que sólo conseguirás ponerte en ridículo. Aceptas la sentencia de un juez que se vende como la peor de las rameras. Anos atrás, cuando necesitabas dinero, ibas a los bancos, pagabas unos intereses ruinosos y aguardabas, sombrero en mano, como un pordiosero, mientras ellos metían sus narices en tus asuntos para asegurarse de que podrías devolverles el dinero.
Después de hacer una pequeña pausa, la voz del Don se endureció.
– En cambio, si hubieses acudido a mí, mi bolsa hubiera sido tuya. Si hubieses acudido a mí en demanda de justicia, aquellos cerdos que dañaron a tu hija estarían llorando amargamente desde hace tiempo. Si por desgracia, por circunstancias de la vida, un hombre honrado como tú se hubiese creado algún enemigo, éste se hubiera convertido automáticamente en enemigo mío -el Don apuntó con el dedo a Bonasera-. Y créeme, te hubiese temido.
Bonasera inclinó la cabeza.
– Quiero su amistad. La acepto -murmuró.
Don Corleone apoyó la mano sobre el hombro de Bonasera.
– Bien, tendrás justicia -aseguró-. Algún día, un día que tal vez nunca llegue, te llamaré para pedirte algún pequeño servicio. Hasta entonces, considera esta justicia como un regalo de mi esposa, la madrina de tu hija.
Cuando la puerta se cerró detrás del agradecido empresario de pompas fúnebres, Don Corleone se volvió a Hagen.
– Encarga este asunto a Clemenza y dile que se asegure de emplear gente preparada, gente que no se emborrache con el olor de la sangre -ordenó-. Después de todo, y aunque este ayuda de cámara de cadáveres desee lo contrario, no somos asesinos.
Notó que su hijo mayor, desde la ventana, estaba contemplando la fiesta que se desarrollaba en el jardín. Don Corleone pensó que era un caso perdido. Si se negaba a aprender, Santino nunca podría hacerse cargo de los negocios familiares, nunca podría llegar a ser un Don. Tenía que encontrar a algún otro, y pronto. Después de todo, él, Don Corleone, no era inmortal.
En el jardín se alzó un fuerte y alegre grito, tan fuerte que los tres hombres se sobresaltaron. Sonny Corleone se acercó a la ventana. Lo que vio le hizo correr hacia la puerta, con una complacida sonrisa en los labios.
– Es Johnny, que ha venido a la boda. ¿No os lo había dicho?