Los tontos mueren
El único que no se sorprendió fue Gronevelt. Allí arriba en su apartamento, noche tras noche a lo largo de los años, nunca calibraba el mal agazapado en el corazón del hombre. Planeaba contra él. Mucho más abajo, la caja de su casino encerraba un millón de dólares en metálico que el mundo entero intentaba robar, y él permanecía despierto noche tras noche, lanzando conjuros para desbaratar aquellos planes. Y habiendo llegado así a conocer todo el aburrido mal, algunas horas de la noche ponderaba otros misterios y tenía más miedo de la bondad del alma humana. Ése era el mayor peligro para su mundo, e incluso para él mismo.
Cuando la policía de seguridad informó del disparo, Gronevelt telefoneó inmediatamente a la oficina del sheriff y dejó que las autoridades forzasen la entrada de la habitación. Pero en presencia de sus propios hombres. Para que se hiciese un inventario honesto. Había dos cheques del casino que totalizaban trescientos cincuenta mil dólares y había cerca de cien mil en billetes y fichas embutidos en los bolsillos de aquella ridícula chaqueta de lino que llevaba Jordan. Sus bolsillos con cremallera contenían las fichas que no había echado sobre la cama.
Gronevelt miró por las ventanas de su ático, hacia el rojizo sol del desierto que subía sobre las arenosas montañas. Suspiró. Jordan no perdería sus ganancias. El casino se quedaría sin aquel dinero. En fin, ése era el único medio que tenía un jugador degenerado de conservar sus ganancias. El único medio.
Pero ahora Gronevelt tenía que ponerse a trabajar. Los periódicos tendrían que hablar del suicidio. La imagen sería espantosa, un individuo que había ganado cuatrocientos grandes se volaba los sesos. Gronevelt no quería rumores de asesinato porque si no el casino no recuperaría sus pérdidas. Había que dar los pasos necesarios. Hizo las llamadas correspondientes a sus oficinas del este. Un antiguo senador de Estados Unidos, un hombre de irreprochable integridad, recibió la misión de comunicar la triste nueva a la reciente viuda. Y de decirle que su marido había dejado una fortuna en ganancias de juego que podría recoger como herencia cuando recogiese el cadáver. Todo el mundo sería discreto, nadie engañaría, se haría justicia. Por último, el incidente sería sólo una historia que los jugadores se contarían unos a otros en noches de mala suerte, en las cafeterías del Strip de Las Vegas. Pero para Gronevelt no era esto lo interesante.
Hacía mucho tiempo que había dejado de intentar entender a los jugadores.
Fue un funeral sencillo y le enterraron en un cementerio protestante rodeado por la dorada arena del desierto. La viuda de Jordan llegó en avión y se cuidó de todo. Gronevelt y su equipo le informaron también de lo que había ganado Jordan. Se lo pagaron todo meticulosamente. Le entregaron los cheques y todo el dinero en metálico que tenía el cadáver. El suicidio se silenció, con la cooperación de las autoridades y de la prensa. Sería fatal para la imagen de Las Vegas, un individuo que había ganado cuatrocientos grandes hallado muerto. La viuda de Jordan firmó un recibo de los cheques y del dinero. Gronevelt le pidió discreción, pero no tenía que preocuparse en este aspecto. Si aquella guapa chica enterraba a su marido en Las Vegas, no le llevaba a casa, y no dejaba que sus hijos fuesen al funeral, no había duda de que ocultaba cartas en la manga.
Gronevelt, el ex senador y los abogados escoltaron a la viuda hasta la limousine que le esperaba fuera del hotel. (Cortesía de Xanadú, como todo lo demás.) El Niño, que había estado esperándola, se plantó delante de ellos.
– Me llamo Merlyn -dijo a la guapa mujer.- Su marido y yo éramos amigos. Lo siento mucho.
La viuda se dio cuenta de que la observaba atentamente, estudiándola. Se dio cuenta en seguida de que no tenía ningún motivo oculto, de que era sincero. Pero le pareció, en cierto modo, excesivamente interesado. Le había visto durante el funeral con una chica joven que tenía la cara hinchada de tanto llorar. Se preguntó por qué no la había abordado entonces. Probablemente porque la chica había sido la amiga de Jordan.
– Me alegro de que tuviese un amigo aquí -dijo quedamente.
Le resultaba divertido que el joven la mirase tanto. Sabía que tenía una cualidad especial que atraía a los hombres, y que no era tanto su belleza como la inteligencia añadida a aquella belleza: suficientes hombres le habían dicho que constituía una combinación sumamente rara. Ella había sido infiel a su marido muchas veces antes de dar con el hombre con quien había decidido vivir. Se preguntaba si aquel joven, Merlyn, sabía algo de Jordan y de ella, y se preguntaba también qué habría pasado aquella última noche. Pero no le preocupaba. No se sentía culpable. Sabía, mejor de lo que pudiese saberlo nadie, que la muerte de Jordan había sido un acto voluntario y elegido. Un acto de malevolencia de un hombre amable.
Se sentía un poco halagada por la intensidad, la evidente fascinación con que la miraba el joven. No podía saber que él no veía sólo la piel delicada, los huesos perfectos debajo, la boca roja y delicadamente sensual, sino que veía también y vería siempre el rostro de ella como la máscara del ángel de la muerte.
4
Cuando le dije a la viuda de Jordan que me llamaba Merlyn, ella me dirigió una mirada fría y amistosa, sin culpa ni pesar. Vi que era una mujer con completo dominio de su vida, no por zorrería ni presunción, sino por inteligencia. Comprendí por qué Jordan nunca había dicho una palabra dura contra ella. Era una mujer muy especial, de las que tienen mucho éxito con los hombres. Pero no quise conocerla. Estaba demasiado de parte de Jordan. Aunque siempre percibí su frialdad, su rechazo de todos nosotros bajo la cortesía y la aparente amistad.
La primera vez que vi a Jordan me di cuenta de que había en él un desequilibrio. Era mi segundo día en Las Vegas y me había ido muy bien en el veintiuno, así que fui a probar suerte a la mesa de bacarrá. El bacarrá es estrictamente un juego de suerte con una puesta mínima de veinte dólares. Estás completamente en manos del destino, y me ha molestado siempre esa sensación. Siempre he creído que podría controlar mi destino si me esforzaba lo bastante.
Me senté a la larga mesa oval de bacarrá, y me fijé en Jordan, que estaba al otro extremo. Era un tipo muy apuesto, de unos cuarenta años, puede incluso que cuarenta y cinco. Y tenía aquel pelo blanco y tupido, pero no blanco por la edad. Era un blanco con el que había nacido, de algún gen albino. Sólo estábamos él, otro jugador y yo, y tres señuelos de la casa para ocupar espacio. Uno de los señuelos era Diane, que estaba sentada dos sillas más allá de Jordan, vestida para anunciar que estaba en acción, pero yo me fijé sobre todo en Jordan.
Me pareció aquel día un jugador admirable. No mostraba el menor entusiasmo cuando ganaba, ni la menor decepción cuando perdía. Cuando manejó el «zapato» lo hizo hábilmente, con aquellas manos elegantes y blanquísimas. Pero mientras le miraba hacer montoncitos con los billetes de cien dólares, comprendí de pronto que en realidad le daba igual ganar que perder.
El tercer jugador de la mesa era un «vapor», un mal jugador destinado a perder. Bajo y delgado, disimulaba la calvicie esparciendo su pelo negro azabache cuidadosamente sobre la calva. Su cuerpo parecía encerrar enorme energía. Todos sus movimientos estaban cargados de violencia. Su forma de echar el dinero al hacer la puesta, cómo tomaba una mano ganadora, cómo contaba los billetes que tenía ante sí y los arrebuñaba furioso en un montón para indicar que estaba perdiendo. Cuando manejaba el «zapato», daba cartas desmañadamente, de modo que muchas veces una carta quedaba al descubierto o pasaba más allá de la mano extendida del croupier. Pero el croupier que atendía la mesa era impasible. Su cortesía jamás se alteraba. Una carta de jugador surcó el aire, girando hacia un lado. El individuo de aspecto mezquino intentó añadir otra ficha negra de cien dólares a su puesta.