Los tontos mueren
Pero lo que incomodaba a Artie era el poder que tenía sobre las chicas. Era algo que acabó detestando. Ay, cómo me habría encantado a mí. Las chicas nunca se enamoraban de mí así. Cómo me gustaría eso ahora, ese amor puro y absurdo por las cosas externas, un amor nunca ganado por cualidades de bondad de carácter, de inteligencia, de ingenio, de simpatía, de fuerza vital. En suma, cómo me gustaría que me amasen de un modo inmerecido, de forma que nunca tuviese que seguir mereciendo tal amor ni esforzándome para conservarlo. Adoro ese amor igual que adoro el dinero que gano cuando tengo suerte jugando.
Pero Artie se dedicó a ponerse ropa que le sentaba mal. Vestía de modo formal y siempre prendas que no le iban. Intentaba deliberadamente ocultar su belleza. Sólo podía sentirse tranquilo y ser él mismo con gente por la que realmente se preocupaba y con la que se sentía seguro. De otro modo, exhibía una personalidad incolora que mantenía de modo inofensivo a todo el mundo a distancia. Pero aun así seguía teniendo problemas. Por tanto, se casó joven, y fue quizás el único marido fiel de la ciudad de Nueva York.
En su trabajo como químico investigador de la Food & Drug Administration, sus colegas y ayudantes femeninas se enamoraban de él. La mejor amiga de su mujer, y el marido, se ganaron su confianza y fueron muy amigos durante unos cinco años. Artie bajó la guardia, confiaba en ellos. Se mostró tal cual era. La mejor amiga de su mujer se enamoró de él, deshizo su matrimonio y proclamó su amor al mundo, creando un montón de problemas y muchas suspicacias y recelos a la mujer de Artie. Fue la única vez que le vi furioso con ella y su furia era terrible. Ella le acusó de alentar aquel amor obsesivo. Él dijo entonces en el tono más frío en que he oído a un hombre hablar a una mujer: «Si lo crees así, apártate de mí». Lo cual era tan impropio de él, que su mujer estuvo al borde de una crisis nerviosa por los remordimientos. Creo realmente que ella deseaba que él fuese culpable para poder así tenerle atrapado con algo. Porque ella estaba completamente en su poder.
Ella sabía algo de él que yo también sabía, pero muy pocas personas más sabían. Que era incapaz de causar dolor. A nadie ni a nada. Era incapaz de hacer reproches a nadie. Por eso le fastidiaba tanto que las mujeres se enamoraran de él. En mi opinión, era un hombre sensual, y habría podido amar a gran número de mujeres fácilmente y con placer, pero no habría podido soportar los conflictos. De hecho, su mujer decía que lo único que echaba de menos en su relación era no poder reñir de vez en cuando. No es que nunca se pelease con Artie. Al fin y al cabo estaban casados. Pero decía que todas sus peleas eran cuestión de un solo puñetazo. Metafóricamente, claro. Ella luchaba y luchaba y luchaba, y luego él la liquidaba con un frío comentario tan devastador que ella inmediatamente rompía a llorar y se iba.
Pero conmigo mi hermano era distinto; era mayor y me trataba como al hermano pequeño. Y me conocía, podía adivinar lo que yo pensaba mejor que mi mujer. Y nunca se enfadaba conmigo.
Tardé dos semanas en recuperarme de la operación, y en encontrarme lo suficientemente bien como para volver a casa. El último día le dije adiós al doctor Cohn y él me deseó buena suerte.
La enfermera me trajo la ropa y me dijo que tenía que firmar unos papeles antes de poder irme del hospital. Me acompañó a la oficina. En realidad, me parecía muy mal que no hubiese venido nadie para llevarme a casa. Ninguno de mis amigos. Nadie de mi familia. Artie. Desde luego, ellos no sabían que me iba a casa solo. Me sentía como un niño pequeño. Nadie me quería. ¿Acaso era justo que tuviera que volver solo a casa, en el metro, después de tener una operación grave? ¿Y si me sentía débil? ¿Y si me desmayaba? Dios mío, qué mal me sentía. Pero de pronto me eché a reír a carcajadas. Porque en realidad era un cuentista.
La verdad era que Artie había preguntado quién iba a llevarme a casa y yo había dicho que Valerie. Valerie había dicho que vendría al hospital a recogerme y yo le había contestado que no se preocupara, que si no podía venir Artie, cogería un taxi. Así que supuso que yo había hablado con Artie. Mis amigos habían supuesto, claro, que iría a buscarme alguien de mi familia. La cuestión era que yo deseaba, de un modo extraño, tener algo que reprochar a los demás. A todo el mundo.
Salvo que alguien debería haber caído en la cuenta. Yo siempre andaba ufanándome de ser autosuficiente. De no necesitar nunca a nadie para resolver mis asuntos. De poder vivir completamente solo y encerrado en mí mismo. Pero en aquella ocasión quería gozar de un poco de ese excesivo sentimentalismo que el mundo vuelca sobre nosotros tan abundantemente.
Y así, cuando volví al pabellón y me encontré a Artie con mi maleta en la mano, estuve a punto de echarme a llorar. Me sentí de nuevo animado y le di un gran abrazo, una de las pocas veces que lo he hecho. Luego le pregunté, feliz:
– ¿Cómo demonios supiste que me iba hoy del hospital?
Artie esbozó una sonrisa triste y cansada.
– Llamé a Valerie, so idiota. Ella me dijo que creía que yo iba a pasar a recogerte, que tú se lo habías dicho.
– Yo no le dije nada de eso -contesté.
– Vamos, vamos -dijo Artie.
Me cogió del brazo y me condujo hacia la salida del pabellón.
– Conozco tu estilo -dijo-. Pero no es justo que hagas esto a la gente que se preocupa por ti. No es justo, no señor.
No dije nada hasta que salimos del hospital y entramos en su coche.
– Le dije a Vallie que quizás vinieses tú -dije-. No quería que ella se molestase.
Artie conducía ya entre el tráfico, así que no podía mirarme. Dijo tranquila y razonablemente:
– No puedes hacer lo que haces con Vallie. Puedes hacerlo conmigo, pero no con Vallie.
Él me conocía mejor que nadie. No tenía que explicarle que me sentía un fracasado de mierda. Mi falta de éxito como artista me había liquidado. La vergüenza que me producía mi incapacidad para mantener dignamente a mi mujer y a mis hijos me había liquidado. No podía pedir a nadie que hiciese nada por mí. No podía, literalmente, soportar tener que pedirle a alguien que fuese a buscarme al hospital para llevarme a casa. Ni siquiera a mi mujer.
Cuando llegamos a casa, Vallie estaba esperándome. Tenía una expresión temerosa y desconcertada cuando la besé. Tomamos café los tres en la cocina. Vallie se sentó junto a mí y me acarició.
– No logro entenderte -dijo-. ¿No podías decírmelo?
– Es que quería ser un héroe -dijo Artie.
Pero lo dijo para despistarla. Sabía que yo no querría que ella supiese lo abatido que me sentía mentalmente. Supongo que pensaba que le haría daño saberlo. Además, él tenía fe en mí. Sabía que yo iba a reaccionar. Que lo conseguiría. Todo el mundo se siente un poco débil de vez en cuando. Qué demonios. Hasta los héroes se cansan.
Artie se fue después del café. Le di las gracias y él sonrió sardónicamente, pero pude darme cuenta de que estaba preocupado por mí. Advertí su expresión tensa. La vida empezaba a gastarle. Cuando se fue, Vallie me hizo acostarme y descansar. Me ayudó a desvestirme y se echó en la cama a mi lado, desnuda también.
Me quedé dormido de inmediato. Me sentía en paz. El roce de su cuerpo cálido, sus manos, en las que confiaba, su boca y sus ojos y su pelo fieles, fieles y seguros, convirtieron el sueño en el dulce refugio que nunca había encontrado en las potentes drogas de la farmacopea. Cuando desperté, se había ido. Pude oír su voz en la cocina y las voces de los niños que habían vuelto del colegio. Todo parecía merecer la pena.
Para mí, las mujeres eran un refugio, utilizado de modo egoísta, es cierto. Pero lo hacían todo más soportable. ¿Cómo podía yo o cualquier hombre sufrir todas las derrotas de la vida diaria sin ese refugio? Dios mío, volvía a casa odiando el día que acababa de desperdiciar en mi trabajo, mortalmente preocupado por el dinero que debía, seguro de mi derrota final en la vida porque jamás sería un escritor de éxito. Y todo el dolor se desvanecería sólo con cenar con mi familia, y les contaría cuentos a los niños y de noche haría el amor con mi mujer, totalmente confiado y seguro. Y parecería un milagro. Y, por supuesto, el verdadero milagro era que no fuésemos sólo Vallie y yo sino incontables millones más de hombres con sus mujeres e hijos. Y durante miles de años. Cuando todo eso se vaya, ¿qué mantendrá unidos a los hombres? No importaba que todo no fuese amor y que a veces fuese incluso puro odio. Ahora yo tenía una historia.