Los tontos mueren
El coche se detuvo.
– Sube a tomar un café -dije.
– Tengo que ir a casa -dijo Artie-. Además no quiero presenciar la escena. Enfrenta tus problemas como un hombre.
Cogí la maleta del asiento de atrás y salí del coche.
– Bueno -dije-. Muchísimas gracias por ir a esperarme. Iré a verte dentro de un par de días.
– Vale -dijo Artie-. ¿De verdad tienes pasta?
– Ya te dije que había ganado en el juego -contesté.
– Merlyn el Mago -dijo él.
Los dos nos echamos a reír. Me alejé de él por el camino que llevaba a la puerta de mi bloque de apartamentos. Esperé a oír arrancar el motor, pero supongo que él quería esperar a que yo entrase en el edificio. No miré atrás. Tenía llave pero llamé. No sé por qué. Era como si no tuviese derecho a usar aquella llave. Cuando Vallie abrió la puerta, esperó a que yo entrase y pusiese mi maleta en la cocina antes de abrazarme. Estaba muy tranquila, muy pálida, muy suave. Nos besamos con naturalidad como si no fuese gran cosa el haber estado separados por primera vez en diez años.
– Los críos querían esperar levantados -dijo Vallie-. Pero era muy tarde. Ya te verán antes de irse al colegio.
– Vale -dije.
Quería entrar en sus dormitorios para verles, pero temía despertarlos y que se levantaran y cansaran a Vallie. Parecía agotada.
Metí la maleta en nuestro dormitorio y ella me siguió. Empezó a deshacerla y yo me senté en la cama, mirándola. Era muy eficiente. Separó las cajas que sabía que eran regalos y las puso en el tocador. La ropa sucia la separó en montones para lavar y limpiar en seco. Luego la llevó al baño para echarla al cesto. No volvía, así que fui hasta allí. Estaba apoyada en la pared, llorando.
– Me abandonaste -dijo.
Yo me eché a reír. Porque no era cierto y porque no era lo que ella tenía que decir. Podría haber sido ingeniosa o conmovedora o más lista, pero simplemente me decía lo que sentía, sin artificios. Como hacía cuando escribía sus relatos en la Nueva Escuela. Y, al ver lo honrada que era, me eché a reír. Supongo que me reía también porque me daba cuenta ya de que podía manejarla y manejar toda la situación. Podía ser ingenioso y divertido y tierno y hacer que se sintiera maravillosamente. Podía demostrarle que aquello no significaba nada, lo de dejarla a ella y a los chicos.
– Te escribí todos los días -dije-. Te llamé por lo menos cuatro o cinco veces.
Enterró la cara en mis brazos.
– Lo sé -dijo ella-. Sólo que no estaba segura de que volvieras. No me importa nada. Sólo sé que te amo. Sólo quiero que estés conmigo.
– Yo también -dije. Era el modo más fácil de decirlo.
Quiso prepararme inmediatamente algo de comer y le dije que no. Me di una ducha rápida mientras ella me esperaba en la cama. Siempre se ponía el camisón para acostarse aunque fuésemos a hacer el amor y tuviese que quitárselo luego. Era su infancia católica y a mí me gustaba. Nuestra relación amorosa adquiría así cierto ceremonial. Y al verla allí tendida, esperándome, me alegré de haberle sido fiel. Tenía otros muchos pecados con que lidiar, pero al menos ése no me torturaría. Y merecía la pena, en aquel momento y en aquel lugar. No sé si a ella le hacía algún bien.
Con las luces apagadas, cuidando de no hacer ruido para no despertar a los niños, hicimos el amor como lo habíamos hecho siempre durante los más de diez años que llevábamos juntos, teniendo hijos y amándonos, supongo. Tenía un cuerpo magnífico, unos pechos maravillosos, y orgasmos naturales e inocentes. Todas las partes de su cuerpo reaccionaban a la caricia y era sensiblemente apasionada. Nuestra relación, que resultaba casi siempre satisfactoria, lo resultó también aquella noche. Y después, ella cayó en un profundo sueño, su mano apretando la mía hasta que se puso de lado y la conexión se rompió.
Pero yo, o mi reloj corporal, íbamos con tres horas de adelanto. Una vez seguro en casa con mi mujer y mis hijos, no podía entender por qué me había escapado. Por qué me había quedado casi un mes en Las Vegas, tan solitario y desconectado. Sentía el relajamiento del animal que ha llegado a lugar seguro. Me sentía feliz de ser pobre y de estar atrapado en el matrimonio y cargado de hijos. Y feliz también de no tener éxito mientras pudiese estar tumbado en una cama al lado de mi mujer, que me amaba y me apoyaría frente al mundo. Y luego pensé que así era como debía haberse sentido Jordan antes de recibir las malas noticias. Pero yo no era Jordan. Yo era Merlyn el Mago, yo haría que todo saliese bien.
El truco es recordar todas las cosas buenas, todos y cada uno de los momentos felices. La mayoría de los diez años habían sido felices. De hecho, en una ocasión, yo me había enfadado porque era demasiado feliz para mis medios, circunstancias y ambiciones. Pensé en el casino brillando ardientemente en el desierto, y en Diane jugando como señuelo de la casa sin ninguna oportunidad de ganar o perder, de ser feliz o desdichada. Y Cully detrás de la mesa con su delantal verde, trabajando para la casa. Y Jordan muerto.
Pero tendido allí en la cama, rodeado de la familia que había creado, me sentí tremendamente fuerte. Les protegería contra el mundo e incluso contra mí mismo.
Estaba seguro de que podría escribir otro libro y hacerme rico. Estaba seguro de que Vallie y yo seríamos felices siempre, que la extraña zona neutral que nos separaba se vendría abajo. Nunca la traicionaría ni utilizaría mi magia para dormir mil años. Nunca sería otro Jordan.
10
En el apartamento de Gronevelt, Cully miraba a través del inmenso ventanal. La pitón verdirroja de neón del Strip serpeaba hacia las negras montañas del desierto. Cully no pensaba en Merlyn ni en Jordan ni en Diane. Esperaba nervioso que Gronevelt saliera del dormitorio, preparando mentalmente sus respuestas, sabiendo que su futuro estaba en juego.
Era un apartamento enorme, con un bar empotrado en el salón y una gran cocina adosada al elegante comedor; todo abierto hacia el desierto y el círculo de montañas que rodeaban la ciudad. Cuando Cully pasaba inquieto a otra ventana, Gronevelt cruzó la arcada del dormitorio.
Gronevelt estaba impecablemente vestido y afeitado, aunque pasaba de medianoche. Se acercó al bar y le dijo a Cully: «¿Quieres beber algo?» Tenía acento del este, de Nueva York o Boston o Filadelfia. En el salón había estanterías llenas de libros. Cully se preguntó si Gronevelt los leería realmente. Los periodistas que escribían sobre Gronevelt se habrían quedado atónitos.
Cully se acercó al bar y Gronevelt le indicó que se sirviera. Cully cogió un vaso y se sirvió un poco de whisky. Vio que Gronevelt bebía agua de soda.
– Has estado trabajando bien -dijo Gronevelt-. Pero ayudaste a ese Jordan en la mesa de bacarrá. Te pusiste contra mí. Recibes dinero mío y vas contra mí.
– Era amigo mío -dijo Cully-. No era un grave problema. Y yo sabía que él era el tipo de persona que se cuidaría de mí para siempre si ganaba.
– ¿Te dio algo antes de pegarse el tiro?
– Iba a darnos veinte grandes a cada uno, a mí y a aquel chico que andaba con nosotros y a Diane, la rubia de la mesa de bacarrá.
Cully se dio cuenta de que Gronevelt estaba interesado y que no parecía demasiado enfadado porque hubiese ayudado a Jordan.
Gronevelt se acercó al inmenso ventanal y contempló las montañas del desierto que brillaban oscuras a la luz de la luna.
– Pero no llegaste a recibir el dinero -dijo Gronevelt.
– Fui un imbécil -dijo Cully-. El Niño dijo que él esperaría hasta que Jordan estuviese en el avión, así que yo y Diane dijimos que también esperaríamos. Un error que jamás volveré a cometer.
– Todo el mundo comete errores -dijo tranquilamente Gronevelt-. No es importante, a menos que el error sea fatal. Cometerás más -terminó su vaso- ¿Sabes por qué hizo lo que hizo ese tal Jordan?
Cully se encogió de hombros.