Los tontos mueren
El señor Hiller estaba en el negocio del automóvil, tenía una agencia de distribución de Cadillacs. Hice que su hijo rellenara el cuestionario habitual y charlamos. El chico no decía nada, parecía embarazado.
– ¿Cuánto tiene que esperar en esa lista? -preguntó el señor Hiller.
Me retrepé en mi silla y le di la respuesta habitual:
– Seis meses -dije.
– Le alistarán antes -dijo el señor Hiller-. Le agradecería que hiciese usted lo posible por ayudarme.
Le di la respuesta habitual:
– Soy sólo un empleado -dije-. Las únicas personas que pueden ayudarle son los oficiales con quienes ya habló usted. O podría usted probar con un congresista.
Me dirigió una larga y astuta mirada y luego sacó su tarjeta:
– Si necesita usted comprar un coche, vaya a verme, se lo daré a precio de coste.
Miré su tarjeta y me eché a reír.
– El día que pueda comprarme un Cadillac -dije- ya no tendré que trabajar aquí.
El señor Hiller esbozó una sonrisa amable y cordial.
– Supongo que tiene razón -dijo-, pero si pudiese usted ayudarme, de veras que se lo agradecería.
Al día siguiente, recibí una llamada del señor Hiller. Tenía la falsa cordialidad de esos vendedores que son verdaderos artistas del engaño. Me preguntó por mi salud, cómo me iba, y comentó el buen tiempo que hacía. Y luego dijo que le había impresionado mucho mi cortesía, tan insólita en un empleado del gobierno que trata con el público. Tanto le había impresionado y tan lleno de gratitud se sentía que cuando se enteró de que estaba a la venta un Dodge de un año, lo había comprado y quería vendérmelo a precio de coste. ¿Aceptaría comer con él para hablar del asunto?
Le dije que no podía comer con él, pero que me pasaría por su negocio cuando saliera del trabajo. Su negocio estaba en Roslyn, Long Island, a no más de media hora de mi urbanización del Bronx. Y cuando llegué allí aún era de día. Aparqué mi coche y recorrí aquello mirando los Cadillacs acosado por codicia burguesa. Los Cadillacs eran hermosos, largos, gráciles y potentes; unos de oro bruñido, otros de blanco crema, azul oscuro, rojo bomba de incendios. Miré los interiores y contemplé el lujoso tapizado, los magníficos asientos. Nunca me había ocupado gran cosa de los coches, pero en aquel momento deseaba un Cadillac con todas mis fuerzas.
Me dirigí al largo edificio de ladrillo y pasé ante un Dodge azul huevo de petirrojo. Era un coche muy bonito que me habría encantado si no hubiese visto todos aquellos Cadillacs. Miré el interior. El tapizado daba una sensación cómoda, una sensación de confort, pero no de opulencia. Mierda.
En resumen, yo estaba reaccionando a la manera del clásico ladrón nuevo rico. Me había pasado algo muy extraño en los últimos meses. Me sentí mal cuando acepté el primer soborno. Creía que pensaría menos en mí mismo. Me había sentido siempre muy orgulloso de no mentir nunca. Entonces, ¿por qué disfrutaba tanto de mi papel como estafador de baja estofa?
La verdad era que me había convertido en un hombre feliz porque me había convertido en un traidor a la sociedad. Me encantaba recibir dinero por traicionar la confianza depositada en mí como funcionario del gobierno. Me encantaba estafar a los muchachos que venían a verme. Engañaba y disimulaba con auténtica fruición. Algunas noches, en la cama, despierto, trazando nuevos planes, me preguntaba sobre el significado de aquel cambio que se había producido en mi persona. Y consideraba que estaba tomando venganza por haber sido rechazado como artista, que estaba compensando mi triste herencia como huérfano. Mi completa falta de éxito mundano. Y mi inutilidad general en el esquema global de las cosas. Por fin había encontrado algo que era capaz de hacer bien; por fin podía mantener con éxito a mi mujer y a mis hijos. Y, curiosamente, pasé a ser mejor marido y mejor padre. Ayudaba a los críos a hacer los deberes. Ahora que había dejado de escribir, tenía más tiempo para Vallie. Íbamos al cine, podía pagar a alguien que cuidase a los niños y el precio de la entrada. Le compraba regalos. Conseguí incluso un par de encargos para una revista y los hice con la mayor facilidad. A Vallie le expliqué que todo aquel dinero procedía de mis colaboraciones en la revista.
Era pues un felicísimo ladrón, aunque en el fondo sabía que llegaría el día de rendir cuentas. En consecuencia, rechacé toda idea de comprarme un Cadillac y decidí conformarme con el Dodge azul huevo de petirrojo.
El señor Hiller tenía una oficina grande con fotografías de su mujer y de sus hijos en la mesa escritorio. No había ninguna secretaria y supuse que era porque el tal señor Hiller había sido lo bastante listo para librarse de ella y que no me viera. Me gustaba tratar con gente lista. Los tontos me daban miedo.
El señor Hiller me hizo sentarme y me dio un puro. Volvió a preguntarme por mi salud. Luego, pasó a cosas más concretas.
– ¿Vio usted el Dodge azul? Bonito coche. Está en perfectas condiciones. Puedo dárselo a muy buen precio. ¿Qué coche tiene usted ahora?
– Un Ford del cincuenta -dije.
– Puede usted darlo como entrada -dijo el señor Hiller-. El Dodge le costaría quinientos dólares al contado y su coche.
No hice ningún gesto. Saqué los quinientos billetes de la cartera y dije:
– Trato hecho.
El señor Hiller pareció algo sorprendido.
– Supongo que podrá ayudar a mi hijo -le preocupaba realmente un poco la posibilidad de que yo no hubiese entendido.
Y a mí me asombró de nuevo lo mucho que disfrutaba con estas pequeñas transacciones. Sabía que le tenía atrapado. Que podía sacarle el Dodge sólo con darle mi Ford. En realidad estaba ganando unos mil dólares en el trato, aunque le pagase los quinientos. Pero no quería ser simplemente un ladrón. Aún tenía mi pizca de Robin Hood. Aún me consideraba un tipo que cogía el dinero de los ricos sólo a cambio de darles un equivalente de su valor. Pero lo que más me satisfacía era la preocupación que se dibujaba en su rostro al pensar que yo no me había dado cuenta de que se trataba de un soborno. Así que dije, muy pausadamente, sonriendo, con la mayor naturalidad:
– Su hijo estará incluido en el programa de seis meses en el plazo de una semana.
La cara del señor Hiller reflejó alivio y un nuevo respeto.
– Firmaremos todos los documentos esta noche -dijo-, me cuidaré de todo. No habrá ningún problema.
Se inclinó para darme la mano.
– He oído hablar de usted -añadió-. Todo el mundo le tiene en gran estima.
Me sentí complacido. Por supuesto, sabía lo que quería decir. Que tenía buena reputación como estafador honrado. Después de todo, era algo. Era un triunfo.
Mientras los empleados preparaban la documentación, el señor Hiller se puso a hablar conmigo, intentando enterarse de cosas. Quería saber si actuaba solo o si en el asunto participaban también el comandante y el coronel; era listo; su experiencia como comerciante, supongo. Primero me felicitaba por lo listo que era, lo deprisa que lo captaba todo. Luego, empezó a hacerme preguntas. Le preocupaba que los dos oficiales recordasen a su hijo. ¿No tenían ellos que tomar juramento a su hijo para que se incorporase al programa de seis meses? Sí, era cierto, dije.
– ¿No le recordarán? -dijo el señor Hiller-. ¿No le preguntarán por qué subió tan de prisa en la lista?
Tenía cierta razón pero no del todo.
– ¿Le he hecho yo preguntas sobre el Dodge? -pregunté.
El señor Hiller sonrió cordialmente.
– Claro, claro -dijo-. Usted conoce su negocio. Pero es mi hijo, sabe. No quiero que se vea metido en líos por culpa mía.
Mi pensamiento empezó a vagar. Pensaba en lo contenta que se pondría Vallie cuando viese el Dodge azul: el azul era su color favorito y estaba harta del viejo Ford destartalado.
Me obligué a mí mismo a pensar en lo que me planteaba el señor Hiller. Recordé que su Jeremy llevaba el pelo largo y un traje de buen corte, con chaleco, camisa y corbata.