Los tontos mueren
Cully murmuró algo y se alejó de allí. Muy afectado, tenía ahora que jugar al veintiuno cuidadosamente.
Tenía que contar todas las cartas del «zapato» para conseguir sacar algo. A veces resultaba, pero era muy trabajoso. A veces, era capaz de recordar todas las cartas perfectamente, calcular lo que quedaba en el «zapato», conseguir una ventaja de un diez por ciento sobre el tallador y apostar un buen puñado de fichas. E incluso entonces, a veces, pese a la ventaja del diez por ciento, tenía mala suerte y perdía. Y entonces, tenía que ponerse a contar otro «zapato». Así pues, tras la traición de su fantástico brazo derecho, Cully tenía que obtener dinero. La noche que se abría ante él era trabajosa y pesada. Tenía que jugar con mucha astucia y, aun así, tener suerte.
Merlyn el Niño también se alejó, con poco dinero también, pero sin técnicas ni habilidades que respaldasen su juego. Él tenía que tener suerte.
Jordan, solo, vagó por el casino. Le encantaba la sensación de estar solo entre la multitud y el ronroneo del juego. Estar solo sin estar solo. Hacerse amigo de extraños por una hora y no volver a verles nunca. Repiqueteo de dados.
Vagó entre las mesas de veintiuno, las mesas en forma de herradura dispuestas en rectas hileras. Atento al tic. Cully les había enseñado a Merlyn y a él este truco. Era imposible localizar a simple vista a un tallador tramposo de mano rápida. Pero si estabas muy atento, podías oír el leve tic del roce cuando deslizaba la segunda carta debajo de la primera de su baraja. Porque la carta de arriba era la que el tallador necesitaba para que su mano fuese buena.
Estaba formándose una larga cola para el espectáculo de la cena, aunque sólo eran las siete. En realidad, en el casino no había animación. No había grandes apostadores. Ni grandes ganadores. Jordan agitó las fichas negras repiqueteantes de su mano, deliberadamente. Luego se aproximó a una mesa de dados casi vacía y cogió el dado rojo y resplandeciente.
Jordan corrió la cremallera del bolsillo exterior de su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y echó un montón de fichas negras de cien dólares en el compartimento de su mesa. Apostó inmediatamente doscientos, respaldó su número y luego compró todos los números por quinientos dólares cada uno. Retuvo el dado casi una hora. Después de los primeros quince minutos, la electricidad de su racha de suerte recorrió el casino y la mesa se abarrotó. Forzó sus apuestas hasta el límite de quinientos dólares y los mágicos números siguieron saliendo de su mano. Borró de su mente el siete fatal. Prohibió que apareciese. El compartimento de su mesa se llenó a rebosar de fichas negras. Los abultados bolsillos de la chaqueta no podían contener más fichas. Por fin, su cabeza no pudo soportar la concentración, no podía borrar ya el siete fatal y el dado pasó de sus manos al siguiente jugador. Los jugadores de la mesa le vitorearon. El jefe de sector le dio recipientes metálicos para llevar sus fichas a la caja del casino.
– ¿Os unisteis a mi ola? -preguntó.
Cully movió la cabeza.
– Entré en los últimos diez minutos -dijo-. Gané algo.
Merlyn se echó a reír:
– Yo no creía en tu suerte. No intervine.
Merlyn y Cully acompañaron a Jordan a la caja para ayudarle en el cambio. Jordan se quedó asombrado al ver cómo las cajas metálicas daban un total de algo más de cincuenta mil dólares. Y todavía tenía los bolsillos llenos de fichas.
Merlyn y Cully estaban sobrecogidos. Cully dijo muy en serio:
– Jordy, ahora es el momento de que te largues de esta ciudad. Si te quedas aquí, te lo sacarán otra vez.
Jordan se echó a reír.
– La noche es joven todavía.
Le divertía que sus dos amigos lo considerasen tan gran ganador. Pero la tensión se reflejaba en él. Se sentía cansadísimo.
– Voy a subir a mi habitación a echar una cabezada -dijo-. Luego os veré y os invitaré a una gran cena. Hacia medianoche. ¿De acuerdo?
El cajero había terminado de contar y le dijo a Jordan:
– ¿Prefiere usted en metálico o en cheque, señor? ¿O prefiere que se lo guardemos aquí en la caja?
– Pide un cheque -dijo Merlyn.
Cully frunció el ceño con pensativa codicia, pero luego advirtió que los bolsillos interiores secretos de Jordan aún rebosaban fichas, y sonrió.
– Un cheque es más seguro -dijo.
Esperaron los tres, Cully y Merlyn flanqueando a Jordan, que miraba más allá de ellos, a las áreas resplandecientes del salón del casino. Por fin reapareció el cajero con el cheque amarillo de bordes en sierra. Se lo entregó a Jordan.
Los tres se volvieron al mismo tiempo en una inconsciente pirueta. Sus chaquetas relampaguearon púrpura y azul bajo los tableros iluminados de lotería que había sobre ellos. Luego Merlyn y Cully cogieron a Jordan por los hombros y le empujaron por uno de los pasillos hacia su habitación.
Una habitación chillona, cara y ostentosa. Lujosas cortinas doradas, una inmensa cama de plateado cobertor. Exactamente a tono con el juego. Jordan se dio un baño caliente y luego intentó leer. Era incapaz de dormir. A través de las ventanas, las luces de neón del Vegas Strip enviaban relampagueos color arco iris, coloreando las paredes de la habitación. Cerró del todo las cortinas, pero en su cerebro aún oía el rumor desmayado que se difundía por todo el inmenso casino como oleaje de una playa distante. Luego apagó las luces de la habitación y se metió en la cama. Era una buena trampa, pero su cerebro se negaba a dejarse engañar. No podía dormir.
Luego Jordan sintió el miedo familiar y la terrible angustia. Si se durmiese, moriría. Deseaba desesperadamente dormir, y sin embargo no podía. Estaba demasiado asustado, demasiado aterrado. Pero nunca podía entender por qué estaba tan terriblemente asustado.
Sintió la tentación de probar de nuevo con los somníferos, los había utilizado a principios de mes y había dormido, pero con insoportables pesadillas. Pesadillas que le dejaban deprimido al día siguiente. Prefería pasar sin sueño. Como ahora.
Jordan encendió la luz, saltó de la cama y se vistió. Vació todos los bolsillos y la cartera. Abrió las cremalleras de todos los bolsillos exteriores e interiores de su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y los vació por completo, vertiendo todas las fichas rojas y verdes y negras sobre el cobertor de seda. Los billetes de cien dólares formaban una inmensa pila, las fichas negras y rojas formaban curiosas espirales y ajedrezadas figuras. Para pasar el rato, empezó a contar el dinero y a separar las fichas. Tardó casi una hora.
Tenía más de cinco mil dólares en efectivo. Ocho mil en fichas negras de cien dólares y otros seis mil en fichas verdes de veinticinco, más casi mil en rojas de cinco. Estaba asombrado. Sacó el gran cheque de bordes en sierra del hotel Xanadú de la cartera y examinó la escritura en negro y rojo y los números en verde. Cincuenta mil dólares. Lo examinó atentamente. Había tres firmas distintas en el cheque. Se fijó en especial en una de ellas por lo grande y clara que era: Alfred Gronevelt.
Y aún seguía desconcertado. Recordaba haber cambiado algunas fichas por dinero en metálico a lo largo del día, pero no se había dado cuenta de que habían sido más de cinco mil dólares. Se dio la vuelta en la cama y todas las fichas cuidadosamente apiladas se desmoronaron en confuso montón.
Y ahora se sentía satisfecho. Estaba contento de tener dinero suficiente para quedarse en Las Vegas, de no tener que seguir a Los Angeles a iniciar su nuevo trabajo. A iniciar su nueva carrera, su nueva vida, quizás una nueva familia.
Contó de nuevo el dinero y añadió el cheque. Eran setenta y un mil dólares. Podía jugar eternamente.
Apagó la luz de la mesa de noche para estar tumbado allí en la oscuridad rodeado de su dinero, sintiéndolo rozar su cuerpo.
Quiso dormir para combatir el terror que siempre caía sobre él en aquella habitación a oscuras. Pudo oír los latidos de su corazón cada vez más apresurados, pero por fin hubo de encender de nuevo la luz y levantarse.