Los tontos mueren
Jordan le pasó el zapato a Merlyn, que lo rechazó y se lo pasó al jugador siguiente. También Merlyn tenía pilas de fichas doradas de quinientos dólares frente a sí. Como habían ganado con la banca, tenían que pagar la comisión del cinco por ciento a la caja. El croupier contabilizó las comisiones en sus números de silla. Un total de cinco mil dólares. Lo cual significaba que Jordan había ganado unos cien mil dólares en aquella racha de suerte. Y todos los demás jugadores de la mesa habían salido de apuros.
Los dos supervisores estaban hablando por teléfono desde sus sillas con el director del casino y el propietario del hotel, comunicándoles las malas noticias. Una noche desafortunada en la mesa de bacarrá era uno de los pocos peligros graves para el porcentaje de beneficios del casino. No es que significase gran cosa a la larga, pero siempre había que estar atento a los desastres naturales. El propio Gronevelt bajó de su apartamento y entró tranquilamente en el recinto del bacarrá, quedándose en el rincón con el jefe de sector, observando. Jordan le vio con el rabillo del ojo y supo quién era, Merlyn se lo había señalado un día.
El «zapato» recorrió la mesa y siguió siendo un tímido «zapato» de banquero. Jordan ganó un poco de dinero. Luego volvió a tener en su poder el «zapato».
Esta vez sin esfuerzo, tranquilamente, las manos como en un ballet, logró el sueño de todo jugador de bacarrá. Acabó el zapato con «pases». No quedaron más cartas. Jordan tenía ante sí pilas y pilas de fichas blanco y oro.
Jordan lanzó cuatro de las fichas blanco y oro al croupier jefe.
– Para ustedes, caballeros -dijo.
El jefe de sector de bacarrá dijo:
– Señor Jordan, ¿por qué no sigue usted ahí sentado y deja que convirtamos todo esto en un cheque?
Jordan se metió en la chaqueta el inmenso montón de billetes de cien dólares, luego las fichas negras de cien dólares, dejando sobre la mesa inmensos montones de fichas doradas y blancas de quinientos dólares.
– Cuéntelos usted mismo -dijo al jefe de sector.
Se levantó para estirar las piernas y luego dijo tranquilamente:
– ¿Puede usted jugar otro «zapato»?
El jefe de sector vaciló y se volvió al director del casino, que estaba con Gronevelt.
El director del casino movió la cabeza en un gesto negativo. Había catalogado a Jordan como un jugador degenerado. Jordan se quedaría sin duda en Las Vegas hasta que perdiese. Pero aquella noche era su noche de suerte. ¿Por qué empeñarse en acosarle en su noche de suerte? Mañana, las cartas saldrían de otro modo. No podía tener siempre suerte, y luego su fin sería rápido. El director del casino había visto todo aquello antes. La casa disponía de infinitas noches, todas ellas con la comisión, el porcentaje.
– Se cierra la mesa -dijo el director del casino.
Jordan bajó la cabeza. Se volvió para mirar a Merlyn y dijo:
– Tú llevas el diez por ciento de las ganancias de tu silla. Pero, ante su sorpresa, vio una expresión casi de lástima en los ojos de Merlyn y le oyó decir:
– No.
Los croupiers encargados del dinero contaban las fichas doradas de Jordan y las apilaban para que los supervisores, el jefe de sector y el director del casino pudiesen también controlar las cuentas. Por fin terminaron. El jefe de sector alzó la vista y dijo con respeto:
– Ha ganado usted doscientos noventa mil dólares, señor Jordan. ¿Lo quiere todo en un cheque?
Jordan asintió. Los bolsillos interiores de su chaqueta aún estaban atestados de más fichas, de dinero en billetes. No quería cambiar todo aquello.
Los otros jugadores habían dejado la mesa y el sector al decir el director del casino que no habría otro «zapato». El jefe de sector aún murmuraba. Cully había cruzado la baranda y estaba junto a Jordan, igual que Merlyn, los tres con el aire de miembros de alguna banda callejera con sus chaquetas deportivas Las Vegas Ganador.
Jordan se sentía ahora realmente cansado, demasiado cansado para el esfuerzo físico que exigían los dados y la ruleta. Y el veintiuno era un juego demasiado lento con su límite de quinientos dólares.
– Tú no juegas más -dijo Cully-. Dios mío, nunca vi nada igual. Ahora ya sólo puedes ir hacia abajo. No volverás a tener tanta suerte.
Jordan asintió con un gesto.
El guardia de seguridad llevó a la caja las bandejas de fichas de Jordan y los recibos firmados del jefe de sector. Diane se unió al grupo y le dio un beso a Jordan. Todos ellos estaban excitadísimos. Jordan se sentía feliz en aquel momento. Era sin duda un héroe. Y sin matar ni herir a nadie. Tan fácilmente. Sólo por apostar una inmensa cantidad de dinero al azar de las cartas. Y ganar.
Tuvieron que esperar a que llegara el cheque de la caja. Merlyn le dijo burlonamente:
– Bueno, eres rico. Ya puedes hacer lo que quieras.
– Tiene que irse de Las Vegas -dijo Cully.
Diane apretaba la mano de Jordan. Pero Jordan miraba fijamente a Gronevelt, que seguía allí con el director del casino y los dos supervisores, que se habían bajado de sus sillas. Los cuatro cuchicheaban. De pronto, Jordan dijo:
– Xanadú Número Uno, ¿es capaz de jugarse un zapato?
Gronevelt se apartó de los otros y su rostro apareció bruscamente bajo la plena claridad de la luz. Jordan pudo ver que era más viejo de lo que él había creído. Quizás rondase los setenta. Aunque estaba colorado y sano. Tenía el pelo gris acero, tupido y limpiamente peinado. Su cara tenía un bronceado rojizo. Era corpulento, pero la edad aún no había desmadejado su cuerpo. Jordan se dio cuenta de que no le había sorprendido gran cosa que se dirigiese a él por su nombre de código telefónico.
Gronevelt le sonrió. No estaba enfadado. Pero algo en él reaccionaba ante el desafío, devolviéndole su juventud, la época en que había sido un jugador degenerado. Ahora había hecho de su mundo algo seguro, tenía su vida bajo control. Disponía de muchos placeres, tenía muchos deberes, le acechaban algunos peligros, pero muy pocas veces tenía a su alcance una emoción pura. Resultaría placentero saborear una de nuevo, y además quería ver hasta dónde era capaz de llegar Jordan, qué podía ponerle nervioso.
– Tiene usted un cheque de doscientos noventa de los grandes que acaban de traerle de caja, ¿no? -dijo suavemente Gronevelt.
Jordan asintió.
– Los pondremos a un «zapato» -dijo Gronevelt-. Jugaremos una mano. Doble o nada. Tiene usted que apostar a jugador, no a la banca.
Todos los presentes en el sector de bacarrá se quedaron atónitos. Los croupiers miraron asombrados a Gronevelt. No sólo estaba arriesgando una inmensa suma de dinero, en contra de todas las leyes de los casinos, sino que además estaba arriesgando su licencia si la comisión de juego del estado se enteraba de aquella apuesta. Gronevelt les sonrió.
– Barajen esas cartas -dijo-, preparen el «zapato».
En aquel momento, entraba en el recinto del bacarrá el jefe de sector y le entregaba a Jordan el oblongo trozo de papel amarillo de bordes en sierra que era el cheque. Jordan lo miró sólo un momento y luego lo colocó en la ranura del jugador y dijo sonriendo a Gronevelt:
– Lista la apuesta.
Jordan vio que Merlyn retrocedía y se apoyaba en la baranda gris regio. Merlyn le estudiaba de nuevo atentamente. Diane dio unos cuantos pasos a un lado, desconcertada. Jordan se sintió complacido de su asombro. Lo único que no le gustaba era apostar contra su propia suerte. Le resultaba odiosa la idea de sacar las cartas del zapato y apostar contra su propia mano.
Se volvió a Cully:
– Cully, da las cartas por mí -dijo.
Pero Cully se escurrió, horrorizado. Luego miró al croupier, que había sacado las cartas de la caja que había debajo de la mesa y estaba preparándolas para barajar. Cully pareció estremecerse antes de volverse para mirar a Jordan.
– Jordy, es una tontería -dijo Cully suavemente como si no quisiera que le oyera nadie.