Historias de fantasmas
Hace cien años que poseía esa riqueza, cuando gente podía perderse fácilmente. Había oído que era el joven, por tener noticia de la búsqueda que había organizado pero la búsqueda fue abandona y el joven olvidado.
La ronda anual de cambios en el árbol se había repetido diez veces desde que enterrara el cadáver pie del árbol cuando se produjo en la zona una gran tormenta. Comenzó a medianoche y azotó la zona hasta la mañana. Lo primero que oyó decir aquel mañana al viejo criado fue que un rayo había golpeado el árbol.
Había derribado el tronco de una manerasorprendente, partiéndolo en dos mitades marchitas una de ellas descansaba sobre la casa, y la otra sol una parte del viejo muro rojizo del jardín, en el que había abierto un boquete con la caída. La fisura había abierto el árbol hasta un poco por encima de la tierra, deteniéndose allí. Existía gran curiosidad por ver el árbol, y al revivir sus antiguos miedos se sentó en su emparrado, como un anciano, a observar a la gente que acudía a verlo.
Empezaron a llegar rápidamente, y en tan gran número que cerró la puerta del jardín y se negó a dejar entrar a nadie. Pero unos científicos llegaron desde muy lejos para examinar el árbol y en mala hora les dejó pasar… ¡que el diablo les confunda!
Los científicos querían cavar hasta la raíces para examinarlas atentamente, lo mismo que la tierra que había encima. ¡Jamás, mientras él viviera! Le ofrecieron dinero por ello. ¡Ellos! Hombres de ciencia a los que podría haber comprado por entero con un trazo de su pluma. Les enseñó de nuevo la puerta del jardín, la cerró y aseguró con una barra.
Pero estaban dispuestos a hacer lo que deseaban, por lo que sobornaron al viejo criado, un miserable desagradecido que se quejaba siempre al recibir su salario de que le estaba pagando poco, y se introdujeron en el jardín por la noche con linternas, picos y palas para cavar junto al árbol. Él estaba acostado en la habitación de la torreta, al otro lado de la casa, pues no se había vuelto a ocupar el dormitorio de la novia, pero soñó enseguida con picos y palas y se levantó.
Acudió junto a una ventana alta de aquel lado, desde donde pudo ver las linternas, a los científicos, y la tierra suelta formando un montículo que él mismo en otro tiempo había hecho y había vuelto a poner en el suelo, y finalmente, surgió a la vista. ¡L, encontraron! Lo iluminaron un momento. Se inclinaron sobre él hasta que uno de ellos dijo:
– El cráneo está fracturado.
– Mira aquí los huesos -añadió otro.
– Y aquí la ropa -replicó otro más.
Y entonces el primero de ellos volvió a cavar exclamó:
– ¡Un hocejo oxidado!
Al día siguiente dio cuenta de que estaba sometido a una vigilancia estricta y de que no podía i a parte alguna sin que le siguieran. Antes de que transcurriera una semana fue encarcelado y confinado. Gradualmente las circunstancias se fueros uniendo en su contra, con desesperada malicia y terrible ingenio. ¡Vea cómo es la justicia de los hombres, y cómo llegó hasta él! Acabó siendo acusado d haber envenenado a la joven en su dormitorio. ¡Precisamente él, que cuidadosa y expresamente había evitado poner en peligro un cabello de su cabeza por causa de la novia, y que la había visto morir por s propia incapacidad!
Hubo dudas con respecto a cuál de los dos ases¡ natos debería juzgársele primero; pero eligieron f auténtico, le consideraron culpable y le condenare a muerte. ¡Infelices sedientos de sangre! Le habría considerado culpable de cualquier cosa, tan decid dos estaban a quitarle la vida.
Su dinero no pudo salvarle y fue ahorcado. Élso yo, y fui ahorcado en el castillo de Lancaster de cara al muro hace ya cien años.
Ante esa afirmación terrible el señor Goodchild trató de levantarse y gritar. Pero las dos líneas de fuego que salían de los ojos del anciano y llegaban a los suyos, le mantuvieron quieto y no pudo emitir un sonido. Sin embargo, su sentido del oído era agudo y pudo darse cuenta de que el reloj daba las dos. ¡Y en cuanto el reloj dio esa hora vio ante él a dos ancianos!
Dos.
Los ojos de cada uno de ellos se conectaban con los suyos mediante dos películas de fuego; cada una exactamente igual a la otra; cada una dirigida hacia él en el mismo instante; cada una rechinando los mismos dientes en la misma cabeza, con la misma nariz torcida por encima, y la misma expresión difusa a su alrededor. Dos ancianos. Que no se diferenciaban en nada, igualmente discernibles, con la copia de la misma intensidad que el original, y el segundo tan real como el primero.
– ¿A qué hora llegó a la puerta de abajo? -preguntaron los dos ancianos.
A las seis.
– ¡Y había seis ancianos en las escaleras!
Después de que el señor Goodchild se limpiara el sudor de la frente, o intentara hacerlo, los dos ancianos dijeron con una sola voz y utilizando la primera persona del singular:
– Había sido anatomizado, pero todavía no habían unido mi esqueleto para colgarlo en un gancho de hierro cuando empezó a susurrarse que la habitación de la novia estaba encantada. Estaba encantada, y yo estaba allí. Nosotros estábamos allí. Ella y yo lo estábamos. Yo, en la silla junto al hogar; ella, de nuevo una ruina pálida, arrastrándose por el suelo hacia mí. Pero no era yo el que hablaba ya, y la única palabra que ella me decía desde la medianoche hasta el alba era: «¡vive!»
» Allí estaba, además, la juventud. En el árbol plantado junto a la ventana. Entrando y saliendo con la luz de la luna, mientras el árbol se inclinaba y estiraba. Desde siempre estuvo él allí, observándome en mi tormento; revelándoseme a ratos, bajo las luces pálidas y las sombras pizarrosas por las que entra y sale, con la cabeza pelada y un hocejo clavado sesgadamente en su cabello.
» En el dormitorio de la novia, todas las noches hasta el amanecer, exceptuando un mes al año, por lo que ahora le diré, él se esconde en el árbol y ella viene hacia mí arrastrándose por el suelo, acercándose siempre, sin llegar nunca, visible siempre como por la luz de la luna, tanto si ésta brilla como si no, diciendo siempre desde medianoche hasta el alba su única palabra: «¡vive!»
» Pero en el mes en que me obligaron a abandonar esta vida, este mes presente de treinta días, el dormitorio de la novia está vacío y tranquilo. Pero no mi antiguo calabozo. No las habitaciones en las que durante diez años habité inquieto y temeroso. Entonces son éstas las que están encantadas. A la una de la mañana, soy lo que vio cuando el reloj dio esa hora: un anciano. A las dos de la mañana, soy dos ancianos. Y tres a las tres. A las doce del mediodía soy doce ancianos, uno por cada ciento por ciento de mis beneficios. Y cada uno de los doce con doce veces mi capacidad de sufrimiento y agonía. Desde esa hora hasta las doce de la noche, yo, doce hombres que presagian angustia y miedo, aguardan la llegada del verdugo. ¡A las doce de la noche, yo, doce hombres desconectados, que oscilan invisibles fuera del castillo de Lancaster, con doce rostros frente al muro!
» Cuando el dormitorio de la novia fue encantado por primera vez, se me hizo saber que este castigo no cesaría nunca hasta que pudiera dar a conocer su naturaleza y mi historia a dos hombres vivos al mismo tiempo. Años y años aguardé la llegada de dos hombres vivos al dormitorio de la novia. Por medios que ignoro entró en mi conocimiento la idea de que si dos hombres vivos con los ojos abiertos podían estar en el dormitorio de la novia a la una de la mañana, me verían sentado en mi silla.
» Finalmente, los murmullos según los cuales la habitación estaba espiritualmente turbada atrajeron a dos hombres a intentar la aventura. Apenas había aparecido en el hogar a medianoche (me presenté allí como si el rayo me hubiera lanzado a la existencia), cuando les oí subir las escaleras. Después les vi entrar. Uno de ellos era un hombre activo, audaz y alegre, en el punto culminante de su vida, de unos cuarenta y cinco años de edad; el otro, unos doce años más joven. Llevaban una cesta con provisiones y botellas. Les acompañaba una mujer joven con leña y carbón para encender el fuego. Una vez prendido éste, e hombre activo, audaz y alegre la acompañó por el pasillo exterior a la habitación hasta estar seguro de que había bajado a salvo las escaleras, y regresó riendo.