Historias de fantasmas
Mi hermana, que es una mujer de considerable espíritu, contestó:
– No, John, no abandones. No te des por vencido, John. Hay otro modo.
– ¿Y cuál es? -pregunté yo.
John, si no vamos a dejar que nos echen de esta casa, y por ningún motivo lo vamos a permitir, a ti y a mí nos debe resultar evidente que debemos cuidarnos de nosotros y tomar la casa total y exclusivamente en nuestras manos.
– Pero las criadas -dije yo.
– No las tengamos -contestó audazmente m hermana.
Como la mayoría de las personas que ocupar una posición semejante a la mía en la vida, jamó; había pensando en la posibilidad de pasar sin la fie obstrucción de los criados. La idea me resultó tar nueva cuando me la sugirió que la miré dubitativamente.
– Sabemos que llegan aquí predispuestas a asustarse y contagiarse el miedo unas a otras, y sabemos que se asustan y se contagian el miedo unas a otra; -comentó mi hermana.
– Con la excepción de Bottles -comenté yo el tono meditativo.
(Me refería al mozo de establo sordo). Lo había cogido a mi servicio, y seguía manteniéndolo, como un fenómeno de mal humor del que no podía encontrarse otro ejemplo en Inglaterra.)
– Evidentemente, John -asintió mi hermana-. Salvo Bottles. ¿Y qué prueba eso? Bottles no habla con nadie, y no escucha a nadie a menos que se le grite desenfrenadamente, ¿y qué alarma ha producido o recibido Bottles? Ninguna.
Eso era absolutamente cierto; el individuo en cuestión se retiraba todas las noches a las diez en punto a su cama, colocada encima de la cochera, sin más compañía que un aventador y un cubo de agua. Había yo fijado en mi mente, como un hecho digno de recordar, que si a partir de ese momento me colocaba sin anunciar en el camino de Bottles, el cubo de agua caería sobre mi cabeza y el aventador me cruzaría el cuerpo. Bottles tampoco se había enterado lo más mínimo de los numerosos alborotos que montábamos. Hombre imperturbable y sin habla, se había sentado a tomar su cena mientras Streaker se desmayaba y la Chica Extraña se volvía de mármol, y lo único que hacía era coger otra patata o aprovecharse de la desgracia general para servirse más ración de pastel del carne.
– Y por ello -siguió diciendo mi hermana-, descarto a Bottles. Y considerando, John, que la casa es demasiado grande, y quizá demasiado solitaria, para que la podamos mantener bien entre Bottles, tú y yo; propongo que busquemos entre nuestros amigos a un número selecto de entre los más voluntariosos y dignos de confianza, que formemos una sociedad aquí durante tres meses, ayudándonos unos a otros en las tareas de la casa, que vivamos alegre y socialmente y veamos lo que sucede.
Me sentí tan encantado con mi hermana que la abracé allí mismo y me dispuse a poner en marcha su plan con el mayor ardor.
Por aquel entonces nos encontrábamos en la tercera semana de noviembre, pero emprendimos las medidas con tanto vigor, y fuimos tan bien secundados por los amigos en los que confiábamos, que todavía faltaba una semana para expirar el mes cuando nuestro grupo llegó conjunta y alegremente y pasó revista a la casa encantada.
Mencionaré ahora dos pequeños cambios que realicé mientras mi hermana y yo estábamos todavía solos. Se me ocurrió que no sería improbable que Turk aullara en la casa durante la noche, en parte porque quería salir de ella, por lo que lo dejé en la perrera exterior, pero sin encadenarlo; y advertí seriamente al pueblo que cualquiera que se pusiera delante del perro no debía esperar separarse de él sin un mordisco en la garganta. Luego, de modo casual, pregunté a Ikey si sabía juzgar bien una escopeta.
– Claro, señor, conozco una buena escopeta nada más verla -respondió él, y yo le supliqué el favor de que se acercara a la casa y examinara la mía.
– Es una de verdad, señor -dijo Ikey tras inspeccionar un rifle de doble cañón que unos años antes había comprado en Nueva York-. No hay ningún error sobre ella, señor.
– Ikey-le dije yo-. No lo mencione, pero he visto algo en esta casa.
– ¿No, señor? -susurró abriendo codiciosamente los ojos-. ¿La mujer capuchada, señor?
– No se asuste -repliqué yo-. Era una figura bastante parecida a usted.
– ¡Dios mío, señor!
– ¡Ikey! -exclamé yo estrechándole las manos calurosamente; podría decir que afectuosamente-. Si hay algo de verdad en esas historias de fantasmas, el mayor favor que puedo hacerle es disparar a esa figura. ¡Y le prometo por el cielo y la tierra que lo haré con esta escopeta si vuelvo a verla!
El joven me dio las gracias y se despidió con cierta precipitación tras rechazar un vaso de licor. Le di a conocer mi secreto porque jamás había olvidado el momento en el que lanzó la gorra a la campana; porque en otra ocasión había observado algo muy semejante a un gorro de piel que yacía no muy lejos de la campana una noche en la que ésta había roto a sonar; y porque había observado que siempre que venía él por la tarde para consolar a las criadas luego nos encontrábamos mucho más fantasmales. Pero no debo ser injusto con Ikey. Tenía miedo de la casa y creía que estaba hechizada; aun así, estaba seguro de que él exageraría sobre el aspecto del encantamiento en cuanto tuviera una oportunidad. El caso de la Chica Extraña era exactamente similar. Recorría la casa en un estado de auténtico terror, pero mentía monstruosa y voluntariamente e inventaba muchas de las alarmas que ella misma extendía y producía muchos de los sonidos que escuchábamos Lo sabía bien porque les había estado vigilando a 1os dos. No es necesario que explique aquí ese absurdo estado mental; me contento con observar que ese es del conocimiento general de todo hombre inteligente que tenga una buena experiencia médica, 1egal o de cualquier otro tipo de vigilancia; que es un estado mental tan bien establecido y tan común como cualquier otro con el que están familiarizados los observadores; y que es uno de los primeros elementos, por encima de todos los demás, del que sospecha racionalmente; y que se busca estrictamente, separándola, cualquier cuestión de este tipo
Pero volvamos a nuestro grupo. Lo primero que hicimos cuando estuvimos todos reunidos fue echar suertes los dormitorios. Hecho eso, y después de que todo dormitorio, en realidad toda la casa, hubiera sido minuciosamente examinado por el grupo completo, asignamos las diversas tareas domésticas como si nos encontráramos entre un grupo de gitanos, o u grupo de regatas, o una partida de caza o hubiéramos naufragado. Después les conté los rumores concernientes a la dama encapuchada, el búho y el Amo B junto con otros que habían circulado todavía con mayor firmeza durante nuestra ocupación de la casa, relativos a una ridícula y vieja fantasma que subía y bajaba llevando el fantasma de una mesa redonda; también a un impalpable borrico a quien nadie fu capaz nunca de capturar. Creo realmente que los sirvientes de abajo se habían comunicado unos a otros estas ideas de una manera enfermiza, sin transmitirlas en forma de palabras. Después, solemnemente, nos dijimos unos a otros que no estábamos allí para ser engañados ni para engañar, lo que nos parecía en gran parte lo mismo, y que con un serio sentido de la responsabilidad seríamos estrictamente sinceros unos con otros y seguiríamos estrictamente la verdad. Quedó establecido que cualquiera que escuchara ruidos inusuales durante la noche, y deseara rastrearlos, llamaría a mi puerta; y acordamos finalmente que en la noche duodécima, la última noche de la sagrada Navidad, todas nuestras experiencias individuales desde el momento de la llegada conjunta a la casa encantada serían comunicadas para el bien de todos, y que hasta entonces mantendríamos silencio sobre el tema a menos que alguna provocación notable exigiera que lo rompiéramos.
En cuanto al número y el carácter éramos como ahora describo: en primer lugar estábamos nosotros dos, mi hermana y yo. Al echar las habitaciones a suertes, a mi hermana le correspondió su dormitorio, y a mí el del Amo B. Después estaba nuestro primo hermano John Herschel, llamado así por el conocido astrónomo; y supongo de él que es mejor con un telescopio que como hombre. Con él estaba su esposa: una persona encantadora con la que se había casado la primavera anterior. Consideré que, dadas las circunstancias, había sido bastante imprudente el traerla con él, porque no se sabe lo que una falsa alarma puede provocar en esos momentos, pero imagino que él conocerá bien sus propios asuntos y sólo debo decir que de haber sido mi esposa en ningún momento habría dejado de vigilar su rostro cariñoso brillante. Les correspondió la habitación del reloj.. Alfred Starling, un joven inusualmente agradable, de veintiocho años, por el que sentía yo el mayor agrado, le correspondió la habitación doble; la que había sido mía, y que se designaba con ese nombre por tener en su interior un vestidor y que incluía dos amplias y molestas ventanas que no conseguí evitar que dejaran de moverse fuera cual fuera el tiempo, con viento o sin él. Alfredo es un joven que pretende ser «n pido» (tal como entiendo yo el término, otra palabra para decir «vago»), pero que es muy bueno y sensible para ese absurdo, y se habría distinguido antes d ahora si por desgracia su padre no le hubiera dejad una pequeña independencia de doscientas libras ‹ año, teniendo en cuenta que su única ocupación e la vida ha sido la de gastar seiscientas. Sin embargo, tengo la esperanza de que su banquero pueda entra en quiebra o que participe en alguna especulación que garantice un veinte por ciento, pues estoy convencido de que si consiguiera arruinarse su fortuna estaría hecha. Belinda Bates, amiga íntima de mi hermana, y una joven deliciosa, amable e intelectual pasó a ocupar la habitación del cuadro. Tiene verdadero talento para la poesía, unido a una verdadera seriedad para los negocios, y «encaja», por utilizar un expresión de Alfred, en la misión de la Mujer, los de techos de la Mujer, los errores de la mujer y todo, aquello que lleve la palabra Mujer con una M mayúscula, o todo aquello que no es y debería ser, o que es y no debería ser.