Gente Legal
3
Por dentro, el nuevo Centro de lo Penal de Filadelfia es lo menos parecido a un juzgado que uno se pueda imaginar. Las paredes están pintadas de un gris opaco y la iluminación es como la de un hotel de lujo. En la planta baja, hay un entarimado con juguetonas estrellas de bronce, adornos y otras fiorituras. En un friso continuo en los corredores que dan a las salas se lee: PLAYA CON SOL-GAVIOTAS-AIRE SALOBRE-BRISA FRESCA-HELE-CHOS-MUSGO EN LAS riberas. Son palabras que al parecer tranquilizan a las víctimas de violación, PIRÓMANOS-PROSTITUTAS-ASESINATOS A SANGRE FRÍA sería un léxico más apropiado en un tribunal de lo penal, pero la realidad no es nada divertida.
En la ostentosa sala de audiencias, sobre los negros bancos de diseño, los traficantes se sientan junto a los drogadictos, los rufianes junto a las putas y los abogados junto a sus clientes. Estoy segura de que sólo yo veo paralelismos en todo esto. Estoy sentada a la mesa contrachapada de la defensa junto a un nervioso Bill Kleeb, contemplando al juez John Muranno, que sube los pocos escalones del brillante estrado de caoba y se deja caer en la silla de cuero negro entre las banderas de material sintético de Estados Unidos y de la Commonwealth de Pennsylvania. Muranno, un juez robusto y de baja estatura con una nariz bulbosa, luce su eterna expresión de martirio, la que le ha valido el seudónimo de «papa Juan».
– -Señor William Seifert Kleeb, ¿está usted presente en esta sala? --entonó el papa Juan a pesar de que Bill estaba delante de él. Era la apertura de las alegaciones, una misa ritual escrita por abogados y magistrados para salvaguardar los derechos constitucionales del acusado, por medio de la cual se pueden presentar alegatos para dejarlo en libertad o enjuiciarlo; en este último caso, lo más seguro era que le condenaran si era pobre o negro y con casi total seguridad si era ambas cosas a la vez.
– Sí, señor, estoy aquí -dijo Bill, casi poniéndose de pie. Le di un empujón para que se levantara del todo.
– Antes de que podamos aceptar su alegación, debo asegurarme de que comprende sus derechos y que lo está haciendo por su propia voluntad. ¿Es esta su firma? -El papa Juan le mostró un escrito.
– -Sí, sí.
– -¿Rellenó usted este documento con su letrado?
– -Sí.
– -En este momento, ¿está bajo la influencia del alcohol o de drogas?
– No, no.
– -En este momento, ¿está usted bajo la influencia de Cualquier clase de medicina?
– Eh, no.
– ¿Le han hecho promesas o amenazas para inducirle a firmar esta alegación?
– -No.
El papa Juan procedió entonces a recitar las acusaciones contra Bill y yo observé la reacción de una cada vez más intranquila Eileen Jennings. Tenía metro setenta de estatura, largos cabellos oscuros y un cuerpo felino incapaz de quedarse inmóvil en su silla, en la otra mesa de la defensa, ni siquiera con un brazo en cabestrillo. Pero lo que más me inquietó fueron sus ojos. Oscuros y redondos, con una mirada que no se posaba demasiado tiempo en nada, sino que estaba en continuo movimiento. Parpadeó cuando Bill contestó las últimas preguntas del papa Juan. Tenía suficiente experiencia en salas de audiencia como para saber lo que ocurriría a continuación.
– -¿Debo entender, señor Kleeb, que usted se declara culpable de los cargos en su contra?
– -Sí, señor --contestó Bill.
– ¡No, no es así! -gritó Eileen saltando de su silla. Su abogado de oficio, un joven de facciones atormentadas con una incipiente barba, la cogió del brazo para sentarla y trató de calmarla. Le toqué el codo a Bill para serenarlo y él mantuvo la vista al frente, tal como yo le había indicado. Se empezaron a oír murmullos entre el público y pronto se oyeron algunas risas.
El papa Juan continuó impertérrito, como si nada hubiera pasado, ya que lo sucedido no constaba en el misal.
– Señor Kleeb, ¿hace usted esta alegación con total libertad y por su propia voluntad?
– -Uh, sí --contestó Bill en voz más baja que antes. Eileen volvió a ponerse de pie de un salto.
– -¡Bill!, ¿qué diablos estás haciendo? --chilló ella. Se le hincharon todas las venas del cuello mientras su abogado volvía a intentar controlarla. Se le acercaron corriendo dos alguaciles y entre los tres hombres lograron hacerla sentar. Ella prorrumpió en insultos cuando uno de ellos le tocó el brazo roto. Se produjo un alboroto entre el público y un hombre del fondo volvió a reírse como un demente.
El papa Juan acusó recibo del desorden con un leve suspiro.
– Si se produce otra interrupción del procedimiento, el Tribunal se verá obligado a amonestar a la acusada.
– Eso no será necesario, Su Señoría -dijo el abogado. Eileen empezó a susurrarle frenéticamente incluso cuando los dos alguaciles seguían a su vera.
– Silencio en la sala. Señor Kleeb -dijo el juez por encima del estrépito-, este Tribunal acepta su alegación. Se le deja en libertad sin fianza. Veo en su expediente que usted no había estado nunca aquí y espero que este Tribunal no vuelva a verlo nunca más. Muchas gracias, señor Kleeb.
– Sí, señor. -Se hundió- aún más en su silla, tembloroso y sin mirar ni a Eileen ni a mí. Tenía la frente húmeda y se restregaba las muñecas como si aún estuviera esposado. Traté de tranquilizarlo, pero mantuvo la cabeza baja.
– -Señorita Eileen Jennings, ¿está usted presente en la sala?-dijo el juez Muranno.
– -¡Me declaro inocente! --gritó Eileen volviendo a levantarse, y esta vez su abogado aflojó. Era obvio que no se tenían simpatía, de modo que supuse que Eileen no le había dicho nada sobre el presidente de la compañía-. Tengo derecho a protestar contra la tortura de esos animales y esos cerdos de mierda me atacaron, Su Señoría. ¡Me rompieron un brazo y me dieron una paliza! ¡Se lo pasaron en grande!
Los rostros de los uniformados permanecieron impasibles; estaban sentados una fila detrás de nosotros con sus chapas cromadas sobre las camisas azules. Sin duda, la acusación de Eileen era injusta. Yo conocía a la mayoría y solo dos de ellos la hubieran molido a palos por simple diversión. Una ausencia notable era la del agente que ella había enviado al hospital. Oí decir que le iban a dar el alta al día siguiente y que estaba considerando presentar una querella.
– -Señorita Jennings, ¿está usted representada por un letrado?
– Tengo a este imbécil -dijo ella, y su abogado abrió los ojos. No parecía tener más de veintitrés años, ya que la oficina del defensor los cogía recién licenciados y los quemaba rápidamente. Cada abogado llevaba hasta treinta casos diarios y a menudo no veían la documentación hasta el momento del juicio.
– Usted está representada por un letrado -dijo el papa Juan, y procedió a leer los cargos, et cum spiritu tuo, paseando a Eileen por otra versión de la liturgia y ofreciendo la otra mejilla ante cada respuesta insolente. Aceptó la alegación de inocencia de Eileen, fijó la fecha para un juicio que todo el mundo sabía ilusorio e hizo sonar su mazo, Amen, para que los alguaciles la llevaran a la cárcel.
Eileen no miró atrás, pero Bill la vio irse, y tan pronto como se cerraron las puertas, se puso de pie como un relámpago.
– -Tengo que irme --musitó con voz temblorosa. Miró hacia otro lado mientras yo le estrechaba la mano.
– -Has hecho lo correcto --dije, pero no me respondió. Se dio media vuelta y traspasó la barrera de la sala-. ¡Bill! --lo llamé, pero salió disparado por la puerta principal por delante del defensor de Eileen, que llevaba un montón de carpetas rojas bajo el brazo. Cogí mi portafolios y salí tras el abogado defensor, a quien alcancé en un pasillo lleno de reos que esperaban ser acusados, playas de ensueño, y una mierda.
– ¿Eres de verdad Bennie Rosato? -me preguntó en cuanto me puse a caminar a su lado.
– No, ella es aún más alta. Tienes bastante trabajo bajo el brazo.
– Y que lo digas. -Se abría paso entre lo transeúntes maniobrando con sus hombros-. Felicidades por el veredicto del mes pasado. Lo seguí en los periódicos. Hombre, diez policías contra un tipo en el noreste. El Comité Asesor de la Policía es un chiste, ¿no crees?
– Escucha, sobre Jennings…
– Hace tiempo que quería conocerte. ¿Recuerdas cuando viniste a hablar en mi facultad? ¿El año pasado en Seton Hall?
Evité un fragante círculo de prostitutas.
– -¿Has hablado a fondo con Jennings?
– ¿Jennings?
– -Eileen Jennings, tu cliente.
– No me corresponde. Reemplazaba a otro.
– ¿A quién?
– Abrams, está en una audiencia. -Miró el reloj-. Mierda, ya tendría que estar arriba.
– -Quiero que sepas que pienso que Eileen Jennings es ¡peligrosa.
– -¿Estás bromeando? Es puro blablablá, nada de acción.
Esquivé una manada de polis.
– -¿Y el electrodo?
– -Bah. El jefe quiere que lo retire de la sala de pruebas para usarlo en la fiesta de navidad.
Una familia con varios cochecitos de bebé pasó entre nosotros dos.
– -¿Sabes si tiene una pistola o explosivos?
– -No es mi caso.
Lo cogí del brazo.
– -Tienes los documentos en tu poder; por tanto, asume tu responsabilidad. Tienes que averiguar si es realmente peligrosa. ¿Me entiendes?
– Tomo nota, ¿de acuerdo? -Se liberó el brazo y se marchó, desilusionado, y desapareció entre el gentío que esperaba el ascensor.
Me quedé allí, inmóvil entre la multitud. Ese defensor ni siquiera tomaría nota. Y si lo hiciera, ese papelucho se perdería en un océano de notas y de expedientes. Por supuesto, eran personas. Blancos y negros, dementes y cuerdos, altos y bajos, incluso los que circulaban a mi alrededor en aquel preciso instante. La mayoría eran presuntos pistoleros, pedófilos, navajeros, drogadictos y ladrones. Entraban en tromba y llenaban los pasillos y los corredores, seres humanos que habían sido rebajados al estatus de expedientes y finalmente devueltos a las estadísticas, seres humanos a los que se había desangrado y desprovisto de humanidad.
Por un instante, me quedé estupefacta pensando que no había nada que yo pudiera hacer al respecto por más que lo intentase. Ni siquiera si tenía o no razón sobre Eileen. Porque había otros veinte esperando ocupar su lugar, ansiosos por probar puntería. Se los ponía en fila como a los ejecutivos. E inevitablemente se enfrentarían con una fuerza similar, pero que tenía las armas y la ley de su parte. Había una guerra en marcha, una batalla encarnizada. Y por más claramente que yo la percibiera, no sabía de qué lado estaba.