El hombre de mi vida
– El nombre de la tienda me recuerda una pieza de teatro que yo hacía de niño en el centro parroquial.
La mujer empezaba a mirarle con interés.
– Menos mal que alguien se ha dado cuenta. Muy pocos son los que caen en la relación entre el nombre y Els pastorets. ¿Qué papel hacía usted en la obra?
– De diablo. De diablillo, mejor dicho. De diable golut, es decir, goloso, porque yo de niño era gordito y salía vestido de diablillo diciendo más o menos: Jo sóc el diable golut / i amb les meves temptacions / no es poden comptar / oh, no! / els homes que jo he perdut .
Cada diablillo representaba un pecado capital y el lujurioso, por ejemplo, debía poner cara lasciva, pero sin pasarse, porque el director escénico, el señor Solé, era muy meapilas, usted perdone. Eran tiempos oscuros. A mí me bastaba con estar algo gordo.
– Yo había hecho de virgen María y mi marido, en paz descanse, que ya era joyero, siempre hacía del arcángel sant Miquel, porque ya de joven era muy hombrón y le sentaba muy bien el traje de romano, en cambio yo era una pluma y tenía cinturita de avispa. Los arcángeles salían vestidos de romanos y eso me sorprendía siempre. ¿Por qué iban a salir los arcángeles vestidos de romanos, que eran los tiranos de los judíos, de Cristo mismo? Era como si hubieran salido vestidos de guardias civiles, ¿no le parece?
– Eran épocas muy militarizadas. Cada cual tenía un uniforme u otro y hasta los arcángeles catalanes debían tener un cierto aspecto franquista.
Pero ya salían los muchachos y Carvalho se despidió de la viuda como si le asaltara una repentina prisa.
Siento no poder satisfacerle en lo de la cizaña, que por cierto en catalán se llama zitzània o jull o càgola. Recuérdelo para otra vez.
Los muchachos le llevaban sólo media manzana de ventaja pero se encaminaban hacia dos motos que tenían aparcadas sobre la acera. Se metió Carvalho en un taxi oportuno y le dijo al taxista que esperara a que las motos arrancaran para seguirlas o al menos a una de ellas.
– ¿De película?
– Soy espía.
El taxista le examinaba con la ayuda del retrovisor.
– Hoy el espionaje ha cambiado mucho. Me dedico a seguir a la gente que llega tarde al trabajo, por ejemplo, para que los puedan despedir sin indemnización.
– Pues vaya cabronada.
– Así es la vida. Así es la modernidad. Así es el capitalismo salvaje.
De pronto le había venido a la cabeza el villancico que cantaban en la apoteosis de Els pastareis o L'adveniment de l'infantJesús: El mes de maig ja ha vingut, sense ser-hi encara , que los díscolos muchachos del barrio apuntados a la Acción Católica para poder jugar a ping-pong convertían en un blasfemo: El desembre congelat / m'ha glaçat la fava / al matí quan m'he llevat / no me la trobava .
– Me parece que uno se para -informó el taxista.
– Pues pare usted también.
Uno de los motoristas echó pie a tierra en la plaza de Sant Jaume y Carvalho le secundó. Caminó tras él por la calle Ciutat, pero dobló hacia la plaza de Sant Just y siguió en línea recta por un callejón para meterse en un palacete medieval de grueso portón abierto de par en par. El antiguo zaguán para carruajes daba lugar a dos escaleras, una se iba hacia la derecha y otra hacia la izquierda. Aunque el silencioso calzado deportivo del seguido no señalaba por qué escalera subía, Carvalho percibió presencia humana, algo así como el vacío en el aire que dejaba un cuerpo al desplazarse, y subió por la de la derecha. El muchacho le llevaba dos rellanos de ventaja y ya se estaba metiendo en un apartamento, por lo que Carvalho forzó la marcha y llegó ante otra puerta que permanecía abierta. Tanteó con una mano hasta qué punto estaba realmente abierta y metió la cabeza en el interior oscuro. Una fuerza contundente le empujó desde atrás y lo introdujo en la oscuridad sin control sobre su cuerpo hasta el punto de caer al suelo, con tiempo sólo de protegerse la cabeza de un posible golpe. Pataleó en la oscuridad por si alguien recibía las patadas, pero sólo las recibía la oscuridad, que no duró mucho. Una potente luz cenital le reveló de rodillas mientras trataba de izarse rodeado de cuatro hombres jóvenes disfrazados de motoristas de verano: camisetas Calvin Klein, pantalones téjanos y calzado deportivo. Uno de ellos tenía un bate de béisbol en las manos, pero alguien quitó el seguro de una pistola y Carvalho esperó a que el cañón se le pusiera en la sien o en el cogote. Era previsible y así ocurrió. Cuando notó el contacto de la o metálica en su sien preguntó:
– ¿Puedo levantarme?
Nadie dijo lo contrario y la punta de la pistola secundo sus movimientos. Esperó a que alguien dijera algo,pero no fue así, por lo que se consideró en la obligación de presentarse.
– Me llamo Pepe Carvalho y soy detective privado.
Permanecían mudos y así estuvieron hasta que una puerta se abrió en el lateral izquierdo y apareció un hombre con cara de enfadado y vestido con un chándal. Se le acercó y le examinó desde una expresión situada en el justo término medio entre la neutralidad y el asco.
– ¿Por qué ha seguido a estos chicos? ¿Es usted maricón?
– No sé de dónde saca usted que les he seguido.
– Les ha seguido desde Lluquet i Rovelló, donde ha entrado a interesarse por una hierba, la cizaña. No es muy común ese interés.
– Tuve un tío abuelo anarquista, vendedor de cacahuetes en la plaza de toros Monumental, muy aficionado a las plantas. Me parece que era vegetariano y teósofo.
– ¿Quién le dio la referencia de Lluquet i Rovelló?
– De bon matí quan els estéis es ponen.… [12].
Había conseguido desconcertar al hombre del chándal.
– Usted no dijo eso en la tienda. Usted se limitó a fisgonear. ¿Quién le dio la consigna?
– Quien puede dármela. De hecho quise asegurarme de la situación y en una primera visita quise hacerme cargo del lugar, de sus puntos débiles posibles. Por ejemplo, que entren dos chicos y sin decir nada se metan dentro, como si fueran de la familia.
– Son de la familia.
Pero el del chándal estaba cabreado y no con Carvalho, porque se puso a jurar en catalán y acusar a alguien de ser un metementodo que no respetaba el territorio de los demás, que no sabía delegar trabajo y así no… així no anem enlloc . Uno de los presuntos motoristas trataba de tranquilizarle.
– Son coses d'en Quimet. Ja el coneixes .
– Quin collons de servei d 'informado és aquest? .
Consciente de que había informado demasiado recuperó la contención e invitó con un gesto a que el coro desapareciera, y ya a solas con Carvalho le propuso seguirle hasta una salita sin ventanas ni otro elemento extraño a las dos sillas que la ocupaban que un mapa de Els Palsos Catalans que abarcaba la mitad de una de las paredes.
– ¿Desde cuándo le han coaptado?
– Estoy en ello.
– ¿No habla usted catalán?
– No habitualmente. Pero usted puede hablarlo.
– No. También me va bien hacer prácticas de castellano. Mi padre era de Jaén y si usted lo oyera es más catalanista que yo. Estamos embarcados en el mismo barco. Cada vez hay más gente en ese barco, señor… ¿Cómo ha dicho que se llama?
– Carvalho.
– ¡Claro! Usted es Pepe Carvalho. Luego le pediré un autógrafo, porque si no, mi mujer no se va a creer que he estado con Pepe Carvalho. Pues, como le iba diciendo, cada vez somos más los que estamos embarcados en el mismo barco, pero ¿adonde nos lleva?