El hombre de mi vida
– Venía a devolver el informe.
– ¿Qué informe?-El de la secta Testigos de Luzbel.
– Nadie te pidió que lo devolvieras.
Carvalho se encogió de hombros, avanzó hasta la mesa vigilado por la hostilidad de Margalida y dejó la carpeta sobre el tablero.
– No quiero correr la responsabilidad de quedarme con un informe tan claramente incompleto. Por cierto, conocí al señor Pérez i Ruidoms. Es un gran actor.
– Es un gran hijo de puta.
Se le había escapado con odio, con rabia, con toda la violencia con la que las palabras traspasan los dientes más apretados. No parecía la muchacha tener un disgusto profesional, pero por si acaso, Carvalho le preguntó si la habían despedido. Rechazó la pregunta desde la seguridad que le daba a Margalida la certeza de que nadie, nadie ni nada podían despedirla. Incluso sonreía prepotente.
– Tenías razón, entonces. Aquí nadie es lo que parece. Tal vez ni siquiera Pérez i Ruidoms sea lo que parece. Un actor. Un hombre riquísimo. Un padre protector.
– Lo que no es, sin duda, es un padre protector. Ha sido un padre castrador.
Parecía hablar Margalida con conocimiento de causa. Carvalho le señaló melancólicamente el informe abandonado.
– Me encantaría asistir a un acto ritual de Testigos de Luzbel. Tú debes saber cómo conseguirlo.
Los ojos de Margalida le estaban estudiando. La muchacha parecía un arbolillo zarandeado por huracanes interiores.
– Tú el otro día me seguiste y viste cómo me encontraba con Anfrúns.
– Desde hace unos días tengo la sospecha de que todo el mundo sigue a todo el mundo.
– Es lógico que yo conozca a Anfrúns. Soy especialista en satanismo. Siguió calculando lo arriesgado que era satisfacer los deseos de Carvalho y finalmente afirmó con la cabeza. -Vale, tio, però no et passis de rosca ni de llest o a la primera bajanada, s'ha acabat el bròquil .
Era evidente que Margalida las verdades absolutas sólo las decía en catalán. Hablaron de los placeres del verano, de lo estimulante que había sido el tiempo pasado en la playa, pero Margalida se bajó la blusa para enseñarle los hombros y la huella que le dejaba el tirante del sostén sobre la piel quemada por el sol. Los sostenes parecían poderosos para tetas tan rotundas como las de la muchacha, sostenes de señora mayor en contraste con la carita de doncella de Orleans dispuesta a morir en la hoguera de las pasiones personales y nacionalistas. Carvalho le señaló las cuatro paredes, el informe, el ordenador, el ojo del televisor supuestamente secreto.
– ¿Vocación? ¿Necesidad de trabajar?
Margalida rebuscó en una mochila y sacó un paquete de puros San Julián, ofreció uno a Carvalho, que rechazó tal muestra de retroceso en la escala del gusto del fumar pero cuando vio que ella encendía uno se lo pidió.
– He cambiado de opinión. No se debe dejar fumar sola a una mujer.
Eres más viejo que mi padre. Mi padre no dice estas gansadas, tío.
Carvalho volvió a repetir la pregunta: ¿Vocación antisatánica? ¿Necesidad de trabajar?
– Soy catalanista y trabajo por la independencia de Cataluña. Hoy me toca aquí, mañana quién sabe. Lo llevo en la sangre, tío. A mi abuelo paterno lo mataron los franquistas, mi abuela materna tuvo que exiliarse con su marido enfermo y cuatro crios. Cuando volvió los fachas del pueblo la acusaron de separatista y le hicieron la vida imposible. Aceite de ricino. Le mataban los perros. Era un pueblo de eso que llaman la Catalu ña profunda donde cuatro fachas podían meter en cintura a todo el mundo con la ayuda de la guardia civil. Y el catalán prohibido y pobre de ti que te examinaras en el Instituto de Balaguer hablando un castellano con demasiado acento catalán. Eso me lo contaba mi padre. ¿Entiendes, tío? Franco estuvo en todas partes pero aquí estuvo dos veces, contra los rojos y contra nosotros, y además mi familia era roja por si faltara algo. ¿Lo vas entendiendo?
– Por vocación, entonces.
Admitió Carvalho. Tenía ganas de abrazar a la muchacha secretamente, sin que ella se diera cuenta, un abrazo sin entusiasmo, como de colega no de ideología sino de memoria o de paciencia histórica, pero se limitó a enviarle una mirada de complicidad.
– No soy independentista. No creo en las independencias, pero detesto las dependencias. No sé si me explico, Margalida.
– Si te parece muy largo llámame Marga.
– Llamándote Margalida no te dejes llamar nunca, por nadie, Marga. Si te llamaras Margarita sería diferente. Pero Margalida es un nombre absoluto.
– ¿Te gusta?
Ella tenía los ojos iluminados.
En la oficina de Caritas destinada a la inmigración, Delmira Mata i Delapeu aún se llamaba Delmira Rius, no utilizaba el segundo apellido, Casademont, ni la copulativa, y Carvalho experimentó un cierto alivio al no tener que arrastrar tantas palabras. Delmira llegó con las manos llenas de carpetas, las gafas colgantes sobre el pecho y el aire ausente, por lo que tardó en respirar la misma atmósfera que Carvalho. La habían dedicado a la tutela de los niños magrebíes que vagaban por las calles de Barcelona tras introducirse en el país ilegalmente o los hijos de familias rotas por la muerte o la delincuencia.
– En algunos casos los padres se fueron a Francia a ganarse la vida y no saben siquiera si aún están vivos.
Las consultas que pasaban por Delmira Rius eran atendidas con los cinco sentidos de la mujer, como si se sintiera puesta a prueba por sí misma antes que por los demás, y Carvalho confirmaba en silencio las primeras vibraciones positivas que le había enviado su cliente, en cuanto consiguió liberarse del armazón de prejuicios con el que la había aprisionado. Estaba muy atareada o trataba de ganar tiempo antes de que Carvalho hablara y dejara su tristeza vista para sentencia. Aspiró todo el aire que soportaron sus viejos pulmones e invitó con un gesto a que Carvalho se explicara. Empezó por la secuencia de la noche de la falsa verbena, es decir, por el final, y a estas horas suponía que su marido ya habría recibido el informe de la policía según el cual los asesinos de su hijo habían muerto al hacer frente a la orden de detención. Ella estaba sorprendida al comprobar que Carvalho se sorprendía de su sorpresa.
– Mi marido y yo no nos hablamos ni para darnos el pésame. Vivimos en casas separadas. En países separados. No quiero que mi país sea el suyo. No quise tampoco que fuera el de mi hijo y no pude conseguir que no le afectara el país de su padre. De ese territorio salieron para matarlo. Mi pobre hijo. Como si fuera un chivo expiatorio escogido sin razón ni piedad.
– En resumen, señora. La verdad oficial está cerrada. Pérez i Ruidoms enviará a su hijo a estudiar al extranjero y empezará una nueva vida para algún día vivir como su padre, ser como su padre. Lo satánico no está en las sectas satánicas. Está en todas partes. El otro día vi un reportaje de televisión en el que unos hombres enseñaban a un perro de pelea a destrozar a un pobre perrillo de lanas, todavía de buen ver, al que sin duda acababan de robar o secuestrar por la calle. Como el perro de pelea no tenía muchas ganas de morder al perrillo en zonas vitales era la voz humana la que le guiaba: el cuello, las patas, los cojones, y el perro de pelea cumplía las órdenes y el de lanas perdía la voz para gritar, y cuando trataba de escapar se encontraba con una barrera de hombres que se lo impedían. Allí estaba lo satánico. La voz humana era satánica. Los cuerpos humanos eran satánicos.
– Yo esos cuadros los veo o los leo cada día. Perosustituya usted al perro de lanas por niños y viejos y mujeres, todos maltratados a dentelladas.
– Dos mil años de educación cristiana, ciento cincuenta años de racionalismo emancipatorio, marxismo, anarquismo… para nada. La Creación fue una paparrucha, los sermones un doble lenguaje y la selección de las especies una chapuza. Ganó el más cruel. Bien. ¿Damos el caso por cerrado?