El hombre de mi vida
– Las deudas están pagadas y ya enterré a mis muertos. Perfecto fin de milenio y de vida.
Musitó y al tiempo que lo musitaba pensó que debía llamar a la vaca del fax, que era lo único nuevo que le había pasado desde el viaje a Buenos Aires o probablemente desde el paso de Claire por su vida o más lejos, mucho más lejos, desde el momento en que decidió no dejarse sorprender por nada que pudiera hacerle consciente de su fragilidad. Le molestaba tomar el sol como un león marino varado en la arena y apenas lo resistió diez minutos para volver a zambullirse y solearse diez minutos más antes de acudir a la ducha pública, es decir gratuita. Gratuita, pensó, repensó, Pepe, se dijo, empiezas a tener alma de jubilado. Caminó de regreso al parking mientras se secaba al sol y seleccionaba cuerpos de mujeres tendidos y las piruetas deportivas de niños y muchachos que jugaban a fútbol o a voleibol, evocadoras de fugas infantiles motivadas por el impulso del cuerpo a buscar espacios libres en la naturaleza libre. Le vino a la memoria ¿o de la memoria? una montaña de Montjuïc menos ordenancista que la actual, llena de solares abiertos por las bombas o ganados por el derrumbamiento de pabellones de la Expo del 29. Y si no en Montjuïc, en infinitos extrarradios tan próximos enton-ees y ahora sepultados por las construcciones. ¿Por qué recordaba tanto la infancia últimamente? Ya en el parking se vistió sobre el traje de baño ya seco y recompuso su aspecto de detective vestido con rebajas de El Corte Inglés para merecer una mirada aprobadora de la madre viuda de su propio hijo.
Delmira Mata i Delapeu le esperaba en un importante ático de una calle con arbolado atípico, acacias, y entradas de servicio, un apartamento a la medida de cualquier separada del marido que no necesita al marido para comprarse un ático de más de cien millones de pesetas. Tenía la mesa del living room llena de novedades editoriales: La estructura de la realidad de David Deutsch, Sara y Simón de Erick Hackl, El orden político en las sociedades en cambio de Samuel P. Huntington, La era de la información de Manuel Castells, la revista Realitat del Partit deis Comunistes de Catalunya, publicaciones y folletos de Sal Terrae y En el mismo barco de un tal Sloterdijk, librito de proporciones humanas que Carvalho tomó por su reducido tamaño y abrió para leer: «La posmodernidad es la época "después de Dios" y después de los imperios clásicos y de todas sus sucursales locales. Con todo, el huérfano género humano ha intentado formular un nuevo principio para la coperte-nencia de todos en un nuevo horizonte de unidad: los derechos humanos.» No tuvo tiempo Carvalho de seguir leyendo para establecer la conclusión de si Sloterdijk creía o no en los derechos humanos, porque la madre trágica y más anciana cada día había aparecido vestida con la sobriedad agrisada que su luto interior requería y las arrugas acentuadas en su rostro. Se pasó Carvalho una mano por los ojos para quitarse el filtro irónico que juzgó exagerado, mientras con la otra mano sostenía En el mismo barco. La madre habló.
– Es un pequeño gran libro.
– ¿Decía usted?
– El libro que tiene en la mano es un pequeño gran libro sobre el desorden, sobre el nuevo caos.
Soltó Carvalho el libro como si le quemara en la mano y secundó el asentamiento de Delmira Mata i Delapeu en un sillón de terciopelo crema. Realmente había envejecido en los tres días que le separaban del primer encuentro y le salía la voz mal entonada, como inmotivada.
– ¿Sabe algo nuevo?
– Lo que sé me desconcierta y agrava la situación. Al parecer el asesinato de su hijo puede formar parte de un montaje para desacreditar al padre de Pérez i Ruidoms. Según parece es fácil contratar sicarios en estos tiempos.
Delmira cerró los ojos poco a poco, como si le doliera el simple roce de los párpados sobre los ojos despellejados de tanto llorar.
– Ni siquiera ha sido un asesinato humano.
– ¿Qué quiere decir humano en este caso?
– Por amor, por celos, por pasión. Ha sido un asesinato de probeta, de laboratorio financiero.
– Aún no sé nada. Quizá se había hecho usted ilusiones sobre la visita. He creído conveniente tenerla al día.
– No se justifique. Me gusta que haya venido. Me gusta la voz humana. Usted tiene una voz bonita. Grave.
Mantenía los ojos cerrados y cuando los abrió a Carvalho le parecieron tristes, viejos, hermosos. El detective perdió la urgencia de marcharse, dejó de sentarse en el canto del sofá y se dejó caer sobre el respaldo mientras le contaba a la mujer cuanto había captado durante el día que guardara relación con la muerte de su hijo, buscando palabras que no evocaran crudamente las relaciones que mantenían los dos jóvenes satánicos. Al llegar a este punto Delmira sonrió, tendió una mano llena de venas y de manchas para tocar apenas un brazo de Carvalho y luego retirarla.
– Gracias por la corrección de su lenguaje, pero yo sabía que mi hijo era homosexual. Varias veces lo comentamos y él creía que, desde luego, era el resultado de una elección libre de sexualidad, pero también una reacción contra su padre.
– ¿Complejo de Edipo?
– No. Era mi hijo pequeño. Yo era una madre vieja, de esas que no inspiran complejos de Edipo. Simplemente era un muchacho sensible que no podía soportar a su padre. ¿Ha visto usted El silencio de los corderos ¿Esa película sobre un criminal caníbal que siempre lleva mordaza para que no pueda matar y comer carne humana?
– Sí.
– Pues a mí y a mi hijo nos pareció una metáfora de mi marido.
Regresó a Vallvidrera con la compra recién hecha en la Boqueria. También el mercado estaba en obras y Car-valho temía que cayeran sobre él las mismas fumigaciones que habían eliminado todas las bacterias y todos los virus de la ciudad. Se había hecho deshuesar musli-tos de pollo, había comprado butifarra para rellenarlos y guisárselos con la tecnología punta de la pepitoria con nueces picadas acompañada de un paisaje de alcachofas. «Las nueces van bien para el colesterol bueno y disminuyen el colesterol malo», había dicho ante las cámaras de televisión un sabio con aspecto de estar severamente enfermo, tal vez porque no había comido nueces ni alcachofas a tiempo. Sobre las alcachofas todo lo sabía Carvalho, si las estofas se aprovechan todas sus propiedades y sabores, y, según pregonaban sus apologetas, es un alimento completo y poco tóxico para las personas de edad. ¿Qué puede ser más tóxico para la edad? El carecer de dinero. Las alcachofas son diuréticas, antirreumáticas, antiartríticas, depuradoras de la sangre y, sin embargo, se pueden comer e incluso cocinar. Le evocaban aquellos arroces individuales de su abuela, con una alcachofa sólo una, con un calamar sólo uno, un tomate, un pimiento, como si el uno fuera la expresión misma de su soledad y de la impotencia de comunicarse o simplemente de lo miserable de la pensión que cobraba como viuda de un guardia de la porra jubilado por la Ley de Azaña.
No quería complicarse la vida cosiendo los muslitos sobre su relleno e hizo una farsa de carne de cerdo, de pollo y jamón más algo de miga de pan, huevo y una trufa. Rellenó los muslos, los salpimentó, los untó con aceite con un dedo y los envolvió en papel metálico para hacerlos en papillotte. Mientras tanto tramó el sofrito, le añadió vino blanco, la picada de huevo duro, ajo, perejil y nueces y corrigió la salsa con un chorrito del coñac que conservaba las trufas. Una vez cocidos los muslitos, les quitó la mortaja, estaban perfectamente ensimismados y los dejó cocer cinco minutos con la pepitoria que bien podía nominar como si fuera suya. «Pepitoria Pepe Carvalho.» Todo ser humano debería poder tener un hijo, escribir un libro, plantar un árbol y patentar una receta de pollo en pepitoria.
Estaba cociendo arroz al caldo corto para acompañar el guiso cuando llamaron a la puerta y hacia ella fue no sin antes tomarse medio vaso de vino tinto Aillón. Charo era quien llamaba y Carvalho la hizo pasar con la naturalidad de un reencuentro inmediato, como si sus relaciones no hubieran tenido un aplazamiento de casi siete años. Ella había conservado los reflejos con los que se metía en la casa y reaccionaba ante evidencias que la obligaban a admirarse por más que las hubiera asumido a lo largo de tantos años: que Carvalho estuviera cocinando, que tuviera la botella de vino abierta, y ya echó una ojeada sobre la biblioteca como tratando de adivinar qué libro iba a quemar Carvalho en la chimenea por encender como último resplandor del verano. Al retenerle esta mirada, Carvalho tuvo que plantearse por dónde entraría en contacto con el cuerpo de Charo y qué libro podría quemar para encender la chimenea. Probablemente ella esperaba el abrazo ahora mismo, cuando caminaba delante de Carvalho y era previsible que él la abrazara por detrás y la asumiera toda, entera, pero precisamente por la condición de abrazo total y recuperativo, Carvalho lo consideraba excesivo. Tal vez cuando ella le diera la cara podría darle un beso en cada mejilla o quizá Charo lo consideraría un protocolo banal y esperaba que él la abrazara de frente, que la besara, que la besara profundamente. Más difícil que un primer encuentro, el reencuentro empeoraba el cálculo estratégico porque no estaba claro qué grado de recuperación querían Carvalho o Charo y era de temer el desencanto al que podría llevarles una dramaturgia mal calculada. En el primer encuentro el deseo ayuda a la imaginación, pero en el reencuentro son inevitables las ruinas del sentimiento y de las sensaciones que asisten al acontecimiento como un paisaje correlato de destrucciones. En cuanto Charo hablara, su tono de voz marcaría el de la recuperación, y la mujer se volvió de pronto, tenía lágrimas en los ojos y se lanzó a detener el andar calculador de Carvalho para abrazarlo, besarle una, diez, cien veces en todos los lugares del rostro donde le alcanzaban los labios, y él asumía el asalto con los ojos cerrados, sintiendo los besos como picotazos blandos que trataban de romper una coraza de tiempo y distancia. Maquinalmente tomó la iniciativa, la inmovilizó mediante el abrazo y se besaron con las lenguas como avanzadillas del cerebro. El hijo predilecto de Carvalho se inquietó entre las piernas y fue la señal de que la noche podía ser afortunada, porque era indeseable quedarse en la superficie del recuento de lo no vivido y no acceder a la verdad de la penetración. Hubiera sido no lograr el grado cero de la recuperación. Ya estaba roto el hielo o lo que fuera y lo urgente era que lo banal los liberara de la teatralidad excesiva, pasar del drama sentimental a la ligereza de una alta comedia y, para conseguirlo, Carvalho llenó dos vasos de vino e iba a proponer un brindis cuando se contuvo, consciente de la responsabilidad excesiva del brindis, o demasiado comprometedor o demasiado distanciados ¿Por nosotros? ¿Por el reencuentro?