El laberinto griego
Lebrun salió de su fingida indiferencia o somnolencia para recitar: "Y me llevó el Espíritu al desierto y vi a una mujer sentada sobre una bestia bermeja llena de nombres de blasfemia y que tenía siete cabezas y siete cuernos. Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata y dorada con oro y adornada de piedras preciosas y de perlas, teniendo un cáliz de oro en una mano, lleno de abominaciones y de la suciedad de la fornicación." Ante la perplejidad de Claire, informó:
– Apocalipsis, capítulo diecisiete, tercer versículo.
– Es curioso, pero Patmos no queda lejos de la isla de Icaria.
– ¿También estuvo usted en Patmos, monsieur Lebrun?
– Estuvo con Alekos en el verano del ochenta y siete.
Había desafío en las miradas que se sostenían Claire y Lebrun.
– Alekos es tu problema.
– ¿El tuyo, no?
Lebrun interrumpió su pleito con Claire para proseguir su discurso a Carvalho.
– Basta ver la isla, secarse en su sequedad, convertirse en uno de sus secos habitantes, para comprender por qué san Juan escribió precisamente allí el Apocalipsis.
Durell ha dicho que el Apocalipsis es un poema digno de Dylan Thomas. ¿Conoce usted la obra de Dylan Thomas?
– No olvide que no leo. Sólo quemo libros.
– El número siete es cabalístico y está presente en la propia nomenclatura y morfología de Patmos y en el poema de san Juan: siete colinas, siete palmatorias, siete estrellas. En la cueva donde supuestamente vivió san Juan hay una hendidura que al parecer abrió la voz de Dios cuando descendió para meterse en el cuerpo del santo, poseyéndolo, poéticamente, para la poesía. La voz de Dios debe ser terrible. Yo visité la cueva en un día de tormenta y tuve miedo.
El viento aullaba fuera y dentro de la cueva se oye el ruido de la montaña, como si la montaña se rebelara contra el hachazo de Dios… Pero es el ruido del agua, en una isla tan seca, la montaña del Apocalipsis está llena de manantiales secretos. El monje que me acompañaba estaba tan asustado que hacía la señal de la cruz cada vez que rugía el viento y me traspasó su miedo.
– ¿Y Alekos?
– Consideraba que todo lo del Evangelio y el Apocalipsis incluido era un tenebroso asunto de judíos y precapitalistas judíos.
No tenía el complejo de culpa judeocristiano que me asfixia a mí.
Era un hombre geológico y dentro de aquella cueva se sentía como una parte más de la tierra.
Claire le escuchaba con una admiración que Carvalho no sabía si iba dirigida a Lebrun o al hombre de su vida.
– Me alegré cuando salimos de aquella cueva y volvimos al puerto.
Aquella noche Alekos pilló una borrachera geológica. Parecía un gigante borracho. O quizá una montaña borracha. Estábamos en una taberna a la que faltaban todos los cristales y el cielo estaba repleto de rayos blanquísimos, nunca he visto rayos tan blancos, parecían reflectores de bombardeos, o cómo uno se imagina los reflectores de un bombardeo o cómo uno los ha visto en las películas en blanco y negro. Tenía miedo y eso que Puerto Skala es un lugar protegido de los vientos, un refugio seguido para antiguos navegantes y piratas. Todo para nada. Todo para una probable falsificación.
No está demostrado que san Juan escribiera allí el Apocalipsis.
Tal vez ni siquiera lo escribiera él. ¿Por qué no suponer, ya para siempre, que sea un poema de Thomas?
– No tengo ningún inconveniente. ¿A qué fue a Patmos precisamente con Alekos?
– Turismo, turismo profundo.
Y se echó a reír desmedidamente, exageradamente. Se calmó y prosiguió su conversación.
– Conocí a los suegros de Claire. Irreprochables. Antropológicamente irreprochables. De ilustración de Gustave Doré o de cuadro de Delacroix sobre griegos.
Carecían de la locura melancólica del hijo y eran padres rigurosamente populares, de esos que te meten veinte francos en el bolsillo cuando sales de viaje, quieras o no quieras, o un buen pedazo de roquefort en la maleta para que no te mueras de hambre o de disentería en el extranjero. Admirablemente convencionales.
En la mesa de los modelos había preparativos de marcha, Claire se puso en tensión y Carvalho tuvo que prescindir de la duda que le había asaltado tras las últimas palabras de Lebrun. ¿De qué le venía a Lebrun tanto conocimiento de padres populares? O había aprendido el comportamiento de príncipe en los libros o de los libros había sacado el retrato costumbrista de los padres populares?
El hermoso esqueleto de mujer vestida de hurí corintio removió suavemente el aire a su alrededor invitándoles a que siguieran a la troupe de máscaras. Hablaban y reían como jóvenes desnudos, pero iban vestidos de actores de spot publicitario sobre perfumes. Por delante las huríes, los caballeros riendo y contorsionándose bajo las constelaciones de Icaria detrás, inmediatamente detrás, y Claire que les secundaba como una obsesa y tras ella Carvalho que la seguía como un obseso y cerrando la marcha el desganado príncipe experto en padres populares y en apocalipsis.
Pasaban por un imaginario desfiladero, a la izquierda el decorado de viejas casas vecinales donde todo estaba muerto o dormido, a la derecha construcciones semiaban-donadas, almacenes o edificios ambiguos bajo la luna, a manera de obstáculos para impedir ver las obras olímpicas y el mar podrido que a aquellas alturas recibía la mayor parte de aguas residuales de Barcelona filtradas por la piedad insuficiente de las depuradoras.
Avanzaban hacia la escenografía industrial obsoleta, un frente de formas que la noche hacía caprichosas: naves triangulares unidas como hermanas siamesas, chimeneas combadas por calores perdidos, torres de hierro con todos sus óxidos ennoblecidos por el contraluz lunar, árboles asomados a las tapias erosionadas, definitivos vencedores del cerco fabril, vegetales cabelleras oscuras de la naturaleza aprisionada presintiendo el asalto implacable del bulldozer.
Al cortejo sólo le faltaba un violinista viejo y una puta gorda de Fellini, pensó Carvalho y se lo dijo a Claire, pero no retuvo su obstinado avance hasta que los modelos se detuvieron y quedaron esperándoles. El hermoso esqueleto forrado de color corinto tenía la voz demasiado aguda, pero no era cuestión de ponerle reparos mínimos.
– Aquí trabajamos nosotros.
Unos doscientos metros más allá hay una fábrica abandonada que se llama o se llamaba… no me acuerdo… verán unas letras, un rótulo de cerámica azul, muy bonito, semidestruido, no están todas las letras y por eso no me acuerdo de su nombre. Pero alguien ha pintado en la tapia, junto a la puerta, Skala. Allí pueden encontrar a Alekos.
Les había incluido a todos, pero sus ojos permanecieron fijos, cómplices, compadecidos en Claire.
Recibieron a cambio una de las mejores sonrisas de la muchacha y la inclinación de cabeza de Lebrun. La comparsa desapareció tras un portón de hierro que se dejó abrir protestando como las mejores puertas de las mejores películas del conde Drácula y los tres expedicionarios se quedaron solos ante la perspectiva de una calle abandonada a los gatos y a las ratas. Fue Claire la primera en llegar ante la puerta y alzó una mano como para acariciar una por una las letras que componían la palabra Skala. Pero la dulzura del gesto fue sustituida por la indignación crispada del cuerpo cuando comprobó que la puerta estaba cerrada. Se quedaron los tres antes los muros de la ciudad anhelada y de momento prohibida. Las tapias eran altas y la puerta no mostraba la menor quiebra.
– Esta cerrada y bien cerrada.
– ¿Desde dentro?
– Es imposible saberlo.
Ya se disponía la muchacha a empezar a gritar el nombre de Alekos mientras sus pies daban impacientes patadas a la puerta, cuando Lebrun la retuvo por un brazo.
– Calma. Tal vez no quieran ser encontrados. Igual es todo mucho más sencillo. Lo importante es saber cómo se entra aquí.
Nuestros amigos los modelos deben saberlo. Volvamos atrás, se lo consultamos y volvemos.
– Id vosotros, yo me quedo aquí.
– No es conveniente que usted se quede sola aquí
– Sé cuidar de mí misma.
– Es cuestión de diez minutos.
Volvamos atrás y regresaremos en seguida, si es que encontramos una solución o una respuesta.
– Está dentro, presiento que está dentro, presiento que se ha encerrado desde dentro.
Pero les siguió para encontrarse otra vez ante todas las posibilidades de un laberinto de avenidas con rieles entre vegetaciones, a la sombra lunar de naves fabriles tenuamente iluminadas por secretas actividades interiores. Vagonetas oxidadas y varadas, cables colgantes desde donde no podía adivinarse, muebles de oficina rotos o desguazados bajo cobertizos de uralita, un Citro6n pato Stromberg sin ruedas y sin motor, cajas de cartón amontonadas según un orden arquitectónico, ablandadas por el tiempo y convertidas en una montaña blanda y blanquecina y una música lejana de concierto rock en sordina prometía un fin de fiesta después de un recorrido por aquellas cajas cerradas a las que conducían los raíles momificados y ennoblecidos por los jaramagos. Abría camino Carvalho y se introdujo en una de las naves tras vencer la resistencia chirriante de una portezuela de zinc. A la luz de los reflectores complementarios que colgaban de los cielos y abrían sus bocazas de luz desde el suelo de cemento, un grupo de muchachas ensayaba un ballet evidentemente moderno, porque se movían como si se estuvieran burlando de su propio esqueleto y la música sonaba a serrucho sobre cable de teleférico. Dirigía sus movimientos una mujer pequeñita y gorda, pero dotada de una elasticidad de chicle, a la vista de cómo se retorcía y plegaba sobre sí misma cuando corregía los movimientos de los bailarines. Ni rastro de los modelos de spot, ni ocasión de preguntar por ellos hasta que la directora se cansó de masticarse a sí misma y dio cinco minutos de descanso. Reparó entonces en ellos y dijo que no con las manos antes de ponérselas sobre el rostro.