El laberinto griego
– ¡Ya he avisado que nada de fotografías! Todo está demasiado verde.
– No venimos a hacer fotografías. Buscamos a un grupo de modelos.
Advirtió Carvalho.
– ¡Un grupo de modelos! Y luego te sacan las fotografías donde menos te lo esperas.
– Insisto en que buscamos un grupo de modelos. O tal vez no sea necesario encontrarlos. En realidad buscamos a un griego.
– Los modelos ya se han convertido en un griego.
– Admiro su trabajo pero no soy un fotógrafo. Insisto, buscamos a unos modelos que saben cómo llegar hasta un griego. Unos metros más abajo hay otra fábrica abandonada, parecida a ésta y dentro puede estar nuestro amigo, pero la puerta está cerrada, quizá por dentro; tal vez usted sepa cómo entrar, si hay alguna puerta lateral o si se comunica con otra finca.
– Yo no salgo de estas cuatro paredes. Ni conozco a ningún griego. Por ahí andan los modelos de los que habla. Pero ni me interesan ni me… ¡oiga! ¿Qué está usted haciendo?
Una secreta lógica había inducido a Claire a sacarse una pequeña máquina de fotografiar del bolso y destruir el precario equilibrio psicológico de la coreógrafa con un flash que sonó como una provocación. Lebrun reía sin contención y Claire dedicaba a la indignada mujer una de sus sonrisas más encantadoras.
– ¡He dicho que no quería fotografías!
Trató de convocar la solidaridad de sus bailarines, pero éstos asistían a la escena con un cansancio de madrugada.
– No puede bajar la guardia ni un momento ¡Fuera de aquí!
Claire parecía relajada, como si su foto prohibida la hubiera liberado de la ansiedad de toda la noche y Lebrun prosiguió en su ataque de hilaridad hasta que salieron de la nave a recuperar los senderos del laberinto.
– Ha sido genial. ¿Por qué lo has hecho?
Era ella ahora la que reía hasta las lágrimas y Carvalho asistió cómplice pero distante a aquel concierto de carcajadas interrumpido de vez en cuando por Lebrun que recordaba en voz alta la prohibición expresa de hacer fotografías.
– ¡Nada de fotografías y va Claire y… click…!
Alekos parecía momentáneamente olvidado y la pareja se adentró en el laberinto con la curiosidad renovada, a la espera de otro monstruo nocturno tan estimulante como el que acababan de superar.
– ¡En busca del santo Graal, graves fueron las peripecias por las que tuvo que pasar el caballero Perceval!
Declamó Lebrun sobre sus pasos repentinamente agilizados que se iban hacia el rectángulo de luz ofrecido por una puerta abierta.
– Esta ciudad no duerme. Me fascina porque parece dormir pero no duerme. Es fantástico. ¿Quién podía imaginar unos caserones como éstos y llenos de magos? ¿No le parece fascinante, Carvalho?
¿Conocía usted este rincón maravilloso?
– Vagabundos. Toda esta gente son vagabundos, en una ciudad a punto de destrucción.
– ¿Los modelos también?
– También, vagabundos.
– Es posible que tenga usted razón y todos seamos vagabundos.
La sociedad se dividiría entre yuppis y vagabundos.
– A estas horas de la noche no tengo ganas de discursos. Encontremos al griego cuanto antes.
– El griego.
La puerta abierta conducía a un sistema de estancias pequeñas de techos altísimos que desembocaban en una gran nave final en la que crecía una gigantesca escultura que a Carvalho le pareció una alcachofa, aunque se negó a admitir que pudiera ser una alcachofa. Junta a tan extraña fruta se alzaba un andamiaje metálico y encaramado en lo más alto un hombre joven se dedicaba más a examinarles a ellos que a tan extraña criatura.
– ¿Es una alcachofa?
Preguntó Carvalho.
– En efecto. Es una alcachofa.
A pesar de la distancia le pareció haber visto aquella cara en alguna parte. Aquella cara pertenecía a alguien famoso. Lebrun daba vueltas a la alcachofa y Claire había vuelto a sacar la máquina de fotografiar. Se la enseñó al hombre encaramado.
– Fotografía, tía, fotografía.
Enróllate si te gusta. Al fin y al cabo será una escultura pública.
– ¿Esto será una escultura pública?
– Yo la he hecho, que la pongan o no la pongan eso ya no es cosa mía.
Inició el descenso el escultor y al llegar al suelo se confirmó la presunción de Carvalho de que era uno de los artistas de moda de la ciudad, aunque no podía recordar su apellido. Marcial o Marisco, o algo parecido.
– ¿Para las Olimpiadas?
– No. Me la ha pedido el Colegio de Humanidades para un congreso. Querían un monumento a la Verdad relativa.
– La alcachofa.
– La alcachofa.
Ratificó el artista, que pellizcaba su propia obra con los ojos parpadeantes por la luz cenital o por el sueño.
– La alcachofa es una hortaliza guapa. Le vas quitando hojas y la tía aguanta hasta que se queda en nada. Me hubiera gustado ser Dios para diseñar cosas así. ¿De qué tribu sois vosotros? Tú pareces una chica de "Vogue" de hace veinte años y estos dos son de cine.
Claire reía y al artista le gustaba cómo reía Claire.
– Buscamos a un griego que se llama Alekos.
– Tú tienes pinta de "madero".
¿Eres un "madero"?
– No. Soy el primo Anselmo, un amigo de la familia.
– Yo tengo un amigo pintor, muy buen pintor, que es un fanático de la poesía y se sabe un poema sobre un tal primo Anselmo.
– Seguro que no era yo.
– ¿Cómo es el poema dedicado al primo Anselmo?
Le preguntó Claire.
– Yo recito con acento de perro perplejo.
– Me encanta el acento de perro perplejo.
– Tú no eres de aquí. Tienes acento extranjero. Pero te recitaré el poema. Una belleza, tía.
Un poema surrealista de esos que te abren el cerebro con un gillette.
Ese jorobado que se mete por la cerradura clava alfileres en mis ojos juega con tus nalgas tus senos se orina en un libro de Mao -parece ser el segundo tomose come un faisán lacado eructa y recupera el aire con la mano mientras defeca lenta mansamente sobre tu mousse de chocolate: es el primo Anselmo ¿recuerdas?
Cómo no Manolo me había hablado mucho de ti.
Carvalho consideró por un momento la posibilidad de preguntar el título del libro por si alguna vez se ponía al alcance de las llamas de su chimenea. Pero le molestaba el evidente interés que Claire manifestaba por el diseñador de alcachofas, al que ahora identificaba como el autor del extraño marisco que había instalado en el Moll de la Fusta, un bogavante risueño que se alzaba sobre los chiringuitos como un monstruo de película japonesa de monstruos conscientes de su condición de cartón piedra.
– Le hemos preguntado por un griego.
– Hay un griego tirado por ahí, pero no sé dónde. Es pintor o era pintor.
– Alekos. Se llama Alekos.
Informó, preguntó Claire.
– Sí, creo que aún se llama Alekos.
– ¿Qué quiere decir ese aún se llama Alekos?
– ¿Qué eres tú de ese griego?
– Como si fuera su mujer.
– Está casi siempre en una fábrica abandonada de esta calle. No la utiliza nadie porque apenas tiene techo, pero queda algún rincón para guarecerse.
– La fábrica está cerrada y creemos que Alekos está dentro.
– Si está dentro no está solo.
Siempre va con otro griego.
– ¿Se llama Dimitrios, Mitia?
Terció Lebrun.
– Me parece que sí.
Carvalho se encaró con Lebrun.
– Esto es nuevo ¿A cuántos griegos buscamos?
– A dos.
Le respondió Lebrun aguantándole la mirada. Carvalho regresó a por el artista.
– ¿Hay manera de entrar en esa fábrica por otro lado?
El escultor estudió a Carvalho más que a su pregunta.
– No serás un "madero", pero preguntas como un "madero". No lo sé. La alcachofa me espera. He de entregarla antes de fin de mes y no me gusta esta prueba de fundición.
Me la he hecho traer aquí porque fue en este espacio donde hice el cálculo de dimensiones en función de la maqueta. Pero hay algo en ella que no me gusta.