El laberinto griego
Y volvió a subirse a su andamio. Carvalho era el más impaciente por marcharse. Los otros dos habían perdido parte del interés que les había merecido el griego, sobre todo Lebrun que daba una y otra vez vueltas a la alcachofa gigante, como si tratara de ayudar al artista a encontrar la razón de su disgusto visual.
– Tal vez el tallo sea demasiado macizo.
– O es macizo o se la lleva el viento y tengo que ponerle cables, y eso no. Ya le puse un cable al bogavante del Moll de la Fusta y parece una "titella".
– ¿Qué es una "titella"?
Le preguntó Lebrun a Carvalho.
– Un títere.
Consiguió que Claire y Lebrun le siguieran, aunque el francés lo hizo con la cabeza vuelta hacia la alcachofa, evidentemente impresionado por su volumen y significaciones que secretamente descifraba. Cuando la perdió de vista, Lebrun se frotó las manos y proclamó:
– Hemos de recorrer nave por nave, metro por metro. Esto está lleno de locos, Carvalho. Habría que levantar los techos de estas zonas límites de las ciudades, estos espacios todavía de nadie y veríamos el ejército de la marginación creadora.
– No se haga demasiadas ilusiones. Todo esto no es un nuevo continente, sino una isla que se hunde.
– Alekos.
Dijo Claire con la voz estrangulada. Carvalho miró rápidamente alrededor, por si algo indicara la presencia del hombre, pero estaban de nuevo en la senda del laberinto y Claire se había limitado a recuperar la razón de su angustia.
– Hay que reencontrar a esa modelo, era la que parecía más enterada de dónde puede estar Alekos.
– Hay que escoger el caserón del que salgan las mejores luces.
Los modelos siempre están al lado de las mejores luces.
Opinó Lebrun y Carvalho le dio la razón.
Quedaban tres naves por explorar y la elección parecía fácil.
Una estaba en sombras, en otra brillaba una macilenta luz amarilla y de la tercera salían resplandores azules de ficticio cielo iluminado por las estrellas más propicias.
Fueron hacia allí por recorridos que parecían repetidos, pero nada más traspasar la puerta de un inmenso hangar fue como si atravesaran el muro invisible que separa las dimensiones desconocidas y penetraron en un mercado árabe donde las huríes danzaban en torno de tres caballeros de smoking, según las consignas de un hombre gordito encaramado a la plataforma de una cámara giratoria.
– Maribel, súbete los pechos.
– Es que no tengo.
– Que le metan algo a Maribel en los balcones. ¡A estas horas de la noche y aún estamos así! Y tú, Pep, de acuerdo con que no eres Fred Astaire, pero procura dar los pasos de claqué sin mirar al suelo… parece como si pisaras cucarachas. ¿Habéis matado ya a la familia de ratas que había en aquella esquina? No las quiero ver ni muertas. La botella. Los efectos de luz sobre la botella gigante. Que en cuarenta y ocho horas hay que hacer lo que no hemos sido capaces de hacer en dos semanas. ¿Cómo van esos pechos, Maribel?
– Es que no tengo.
– Pues opérate, chica, que te pongan dos balones de reglamento.
Esos pechos, Paquita… Arréglale los pechos a Maribel. ¿Qué hacen ustedes en el estudio?
Desde sus alturas de Dios Padre había reparado en el trío recién llegado.
– Para hacer espionaje publicitario, se les entiende todo. ¿De qué agencia son?
– Estamos rodando un spot sobre caspa artificial.
El director primero se enfadó ante el comentario de Carvalho, pero luego le entró progresivamente la risa. Todos los figurantes del plató estaban pendientes de los recién llegados y la despechada Maribel acudió hacia ellos. Era la guía que habían conocido en el restaurante.
– Son amigos míos.
– Pues salúdales de tu parte y de la mía y vuelve al trabajo, joder.
Maribel se los llevó hacia el espacio libre que quedaba tras las cámaras.
– ¿Qué pasa?
– El almacén está cerrado, o desde fuera o desde dentro. Si no está allí, ¿dónde puede estar?
– Está allí.
Lo decía como si Alekos no pudiera estar en parte alguna y ella misma captó la trascendencia de su tono y comprendió que no podía dejar a media luz a Claire.
– No te asustes, pero está bastante mal. Estuvo internado en un hospital y se marchó porque decía que de allí no saldría vivo. Ahora vive con ese muchacho en el almacén del que os hablé. Él apenas sale.
Está allí. Lo más probable es que hayan atrancado la puerta por dentro. Los almacenes y las fábricas vacías son tierra de nadie y a veces funciona la ley de la selva.
– ¿Si llamamos nos abrirán?
– No creo que os oigan. Viven en el otro extremo, en la otra punta. Podéis hacer algo más sencillo. Os metéis en el almacén de al lado… Pero será mejor que esperéis a que acabe esta toma y yo os explicaré cómo podréis entrar.
Volvió corriendo al plató y se dejó rellenar la pechera por la señora Paquita. Un ayudante de dirección dio las últimas instrucciones y la voz del director llenó desde los cielos pidiendo silencio y acción. Carvalho aguardó fascinado a que algo importante ocurriera, pero las huríes se limitaron a dar gasazos a los bellos caballeros y ellos fingieron patear el mundo a ritmo de claqué mientras a sus espaldas crecía una gigantesca botella de "Eau de Toilette" para hombre.
– ¡Corten! ¡Mejor, mucho mejor! Otra toma más y basta. Tú, Ingrid, cuando le lanzas la gasa a la cara a tu pareja procura hacerlo con cariño.
– Es que es un hijo de puta.
– Pero eso a nuestro anunciante no le interesa y al público tampoco.
– Serás mía.
Proclamó el muchacho insultado mientras trataba de abrazar a una rubia alta y delgada. El director bebía directamente de una botella de Coca-Cola de litro que dejó sobre la plataforma, con cuidado, para que no se le alterara el contenido ambrosiaco. Repartió gritos e instrucciones por los cuatro puntos cardinales y se repitió la escena. A Carvalho le pareció exactamente igual que la anterior, pero el director estaba entusiasmado por el resultado.
– Por fin. Os ha costado, pero lo hemos conseguido.
La unidad de grupo quedó rota por el cansancio y las ganas de marcharse a casa. Maribel se puso un abrigo ligero sobre el traje de hurí y corrió hacia los recién llegados forzándoles a seguir su caminar y a saltitos sobre los zapatos de tacón. Salieron a la alta noche y Claire trataba de ponerse a la altura de la mujer mientras le preguntaba por la enfermedad de Alekos.
– Si quieres que te diga la verdad no lo sé muy bien y prefiero no saberlo. Era un tío muy majo y de pronto empezó a perder, perder.
No quiero asustarte, pero prepárate para un espectáculo que no te gustará.
Salieron del laberinto a la calle donde insistía el protagonismo de los gatos y las ratas. La modelo abrió la puerta del almacén vecino a Skala y se adentraron en un ámbito que parecía haber sido depósito de material de la construcción. Se acercó a la tapia lateral izquierda y señaló el escalonamiento de restos de baldosas.
– Subiendo por aquí llegáis al borde del muro y es fácil saltar al otro lado, porque también allí hay restos abandonados. Tal vez al señor le cueste más.
Señalaba a Carvalho y la ironía llegó tarde para desagriar la respuesta del detective.
– Aún no me ceden el asiento en los autobuses.
– No quería molestarle.
– ¿Usted no viene?
Preguntó Lebrun.
– No. No puedo. Me esperan mis compañeros y yo no he traído coche, pero ahora les resultará fácil. Busquen con paciencia. Esto es muy grande y a ellos les gusta esconderse.
Besó las mejillas de Claire y se dejó retener por los brazos de la muchacha.
– ¿Tan mal está?
– No lo sé, parace estar muy mal. La verdad es que hace días que no se acerca por el bar de la plaza y Mitia es muy huidizo, como si no quisiera hablar con nadie.
Lanzó un beso con los dedos a Carvalho y Lebrun y se marchó por donde había venido, como una muñeca tintineante engullida por la noche.
Lebrun parecía preocupado por la faceta gimnástica de la expedición.
– ¿De verdad quieres ir ahora, Claire?
– ¿Cuándo, si no?
– Mañana, temprano. Esto me parece especialmente macabro. No se ve ni una luz. ¿Cómo vamos a buscarlo? ¿Palpando?
– Tengo una linterna de bolsillo.
Avisó Carvalho.
– Aunque no hubiera linterna de bolsillo. He esperado este momento durante meses. Necesito terminar esta historia, ¿no lo comprendes?