El laberinto griego
¿Acaso tú no la necesitas terminar también?
– Tranquila… vayamos.
Claire retenía a Lebrun cogiéndole una manga con una mano.
– No digas nada, no hagas nada… ¿entiendes? Todo según lo convenido.
– ¿Todo?
– Todo.
Ahora miraban a Carvalho como si les estorbara, pero apreciaron la linterna en su mano y se resignaron a su compañía. Fue ella la primera en trepar y asomarse al patio del almacén vecino.
– No es tan fácil.
Advirtió desde su posición.
– Deberías saltar antes tú o el señor Carvalho.
Los dos hombres llegaron hasta su altura y la linterna de Carvalho descubrió un salto de más de tres metros, apenas suavizado por un fondo de cajas de cartón amontonadas al pie de la tapia.
– Yo soy bastante elástico.
Informó Lebrun. Cabalgó sobre el borde de la tapia, lo asió con las dos manos y dejó caer el cuerpo hacia el otro lado, balanceándose desde el sostén de las manos y buscando con la punta de los zapatos un punto de apoyo para preparar el salto de espaldas. Por fin pareció encontrarlo, se dio impulso con los riñones, soltó las manos y se dejó caer. La linterna lo descubrió sentado sobre las cajas de cartón.
Si se había hecho daño, su rostro impasible no lo demostraba.
– Es su turno, Carvalho.
Pidió Lebrun y Carvalho repitió los movimientos del francés.
El borde de la tapia era de arenisca dura que le despellejó la palma de las manos en cuanto trató de aferrarse a él para soltar el cuerpo hacia el vacío. Le dolían las manos y había sentido una sacudida dolorosa en los sobacos, por lo que se soltó más por huir del dolor que para terminar el movimiento iniciado. Lebrun le dio un empujón suave y amortiguó su caída y Carvalho se encontró perniabierto y sacudido por el golpe sobre un colchón insuficiente de cajas de cartón podridas. Se puso en pie con el cuerpo dolorido y se situó junto a Lebrun para recibir a Claire. La linterna descubrió dos piernas desnudas, bien llenas, como badajos de la campana de la falda y la muchacha cayó como un paracaídas sobre los cuatro brazos de los hombres. Nunca la había tenido Carvalho tan cerca y recibió el impacto de carne prieta y aroma de patria al amanecer que sus ojos habían presentido desde el primer momento que la vio y que ahora había podido comprobar, palpar, sentir entre sus brazos, en aquel abrazo funcional compartido con Lebrun que se despegó del grupo en cuanto Claire estuvo segura. En cambio Carvalho retuvo el abrazo y la cara de Claire se levantó hacia sus ojos. No era de ironía ni de promesa, su mirada. Tal vez de sorpresa y también de amable disuasión. Luego recuperaron el movimiento descendiendo por la loma de cartón. La mujer abrió la marcha hasta que se metieron en la única e inmensa nave que ocupaba casi la totalidad del solar. Entonces Carvalho empuñó la linterna y les precedió ofreciéndoles con la luz el relato de todos sus descubrimientos dentro de aquel ábside industrial que en la oscuridad parecía revestido de la ambigüedad de una iglesia románica sumergida. A pesar de que el edificio era una unidad, estaba muy compartimentado y recorrieron habitaciones preparatorias de usos que desconocían, pero en su búsqueda adquirían el sentido de morosa iniciación de su hora de la verdad. Balas de tejidos sucios, de borras y de cordeles, papeles de contabilidades ya inútiles, calendarios de comienzos de los años sesenta, lámparas de metal sin bombilla, cables eléctricos trenzados, damajuanas destapadas y obscenas cubiertas de polvo y telarañas, animales furtivos corriendo hacia las más ocultas oscuridades y el haz de luz como una pluma estilográfica escribiendo un inventario de ruina y naufragio.
De pronto la zona compartimentada daba paso a una gran nave central de cuyo techo aún colgaban poleas y ambiguos engranajes para procesos de trabajo definitivamente muertos.
– Es como penetrar en una gran pirámide de la civilización industrial.
Musitó Lebrun, pero ni la mujer ni Carvalho le secundaron el comentario. Desde el centro de la nave, la luz de la linterna recorrió detalladamente todas las geometrías posibles del suelo, las paredes y el techo de su entramado férrico. Nadie y casi nada, pero aún se adivinaban otros recintos, antes de acabar el recorrido y por una pequeña puerta final pasaron al pie de una escalera que se encaramaba hacia un altillo. Fue al pie de esa escalera cuando Claire gritó por primera vez.
– ¡Alekos!
Y los dos hombres se quedaron quietos, para que sus movimientos no entorpecieran la posibilidad de una respuesta. Les pareció oír la sombra del ruido de vida, allá en las alturas, pero no tenían suficiente luz para mirarse y corroborarlo, ni ganas de hablar para comunicar sus impresiones. Carvalho empezó a subir la escalera con la linterna en ristre y llegaron ante una puerta que parecía atrancada desde detrás con un objeto apuntalador.
– ¡Alekos!
Volvió a repetir Claire y no hubo respuesta, ni esta vez siquiera la impresión de sombra de ruido de vida. Carvalho lanzó su cuerpo contra la puerta y el ruido de la madera al desgajarse y del palo atrancador al troncharse llenaron de escándalo y amenaza los silencios sedimentados en la gran nave. Cuando se evaporaron los últimos ecos y ellos recompusieron el gesto, más allá del rectángulo abierto vieron un pasillo y del fondo les llegó un murmullo sofocado por el miedo o la prudencia.
La claridad abierta por la linterna de Carvalho fue ocupada por la figura rotunda de Claire que quiso ser la primera en llegar al final de la aventura y Carvalho tuvo que bajar la linterna para iluminarle el camino desde detrás. El pasillo desembocaba en un cruce de caminos, pero los ruidos sofocados se adivinaban a la derecha y hacia allí fue Claire penetrando en una habitación final en la que una alta ventana metía claridades de luna de pronto vencedora de las nubes. Y a aquella claridad ya se percibían los dos bultos acurrucados contra la pared y luego la linterna les acosó durante el tiempo necesario para describirlos, sorprenderse, aterrarse, apiadarse. Allí estaba el hombre de la fotografía, lo que quedaba de él, y a su lado un muchacho maltratado por causas que no tuvieron tiempo de explicarse.
Alekos era un esqueleto vestido y de su rostro calavera emergían dos ojos agrandados por la pequeñez de su restante biología destruida y sus labios musitaban el nombre de Claire y Georges, les preguntaba si eran ellos, como si pudieran ser otros. En cambio, a su lado, el muchacho sonreía y parecía impaciente, como si hubiera aguardado durante mucho tiempo aquel encuentro que podía ser una liberación.
– Alekos.
Dijo Claire.
– Mitia.
Dijo Lebrun.
Y entonces Carvalho comprendió que la muchacha y Lebrun no buscaban lo mismo. Pero no era su misión ahora comprender, sino facilitar el encuentro manteniendo la luz de la linterna sobre los hallazgos. Claire avanzó y tapó con su cuerpo el de Alekos semiincorporado desde el suelo. La luz de la linterna paladeaba la silueta de la mujer, hasta que se inclinó para oír sólo ella lo que decían los labios de Alekos. Mitia, Lebrun, Carvalho se habían convertido en convidados de piedra y durante minutos prosiguió aquella sofocada confesión, secundada por una mano de Claire que acariciaba, como descubriéndola, la cara del hombre caído. Nadie se atrevía a meterse en aquel territorio sentimental prohibido, e incluso en un momento dado, ella se volvió airada contra la cruda luz de la linterna y Carvalho la apagó mascullando una disculpa que sólo él oyó, y tal vez Lebrun que asistía a su lado a la escena, dominado por un repentino y total abatimiento. Y así estuvieron minutos y minutos, sin hablar, sin moverse, respetando la campana del tiempo y silencio que protegía la conversación entre Claire y el hombre de su vida. Por fin Claire recuperó la estatura y permaneció unos segundos ensimismada, luego volvió a acariciar el rostro de Alekos y dio media vuelta para reencontrar a Lebrun y Carvalho.
Apartó a Lebrun y lo sumergió en un ángulo oscuro donde dialogaron en voz baja. Dialogaron casi tanto como callaron y a veces incluso llegaron al borde de una discusión, pero entonces era ella la que abrazaba a Lebrun, le pedía algo que podía ser comprensión y de nuevo reencontraban el camino de la confidencia. Por fin terminaron de parlamentar y regresaron junto a Carvalho. Fue Claire quien tomó la iniciativa.
– Nosotros nos quedamos.
– Puedo esperarles fuera, el tiempo que haga falta.
– No, usted se va y nosotros nos quedamos.
Era una orden y algo crispada.
Lebrun tomó por un brazo a Carvalho y le invitó a que le acompañara fuera de la habitación.
Cuando llegaron al cruce de pasillos, el francés dijo:
– Discúlpela, está muy conmocionada y realmente todo lo que usted podía hacer ya lo ha hecho y muy bien, muy rápido, asombrosamente rápido.
– Ha sido relativamente sencillo. Para encontrar vagabundos hay que recurrir a vagabundos.
– No queremos molestarle, pero usted ya ha terminado. Ahora es cosa nuestra.
– Comprendo.
– Le acompañaré hasta la salida.
– Puedo encontrarla solo.
Pero adivinó que el otro necesitaba comprobar su marcha y se dejó acompañar con el pretexto de que después le dejaría la linterna para cuando decidieran abandonar el lugar. Lebrun le siguió hasta que salió de aquel ámbito, una vez desatrancada la puerta principal de un madero cruzado que impedía el acceso desde fuera.